viernes, 19 de septiembre de 2008
Richard Rorty: notas sobre desconstrucción y pragmatismo
Traducción de Marcos Mayer en: Mouffe, Ch. (Comp.)
Desconstrucción y pragmatismo,
Buenos Aires, Paidós, (1993) 1998.
En Estados Unidos e Inglaterra, Derrida es leído por conservadores ignorantes como un frívolo y cínico despreciador del sentido común y de los valores democráticos tradicionales. Muchos de mis colegas de la comunidad filosófica anglófona apoyan esta interpretación y tratan de excomulgar a Derrida de la profesión de filósofo.
Por otra parte, Derrida es leído por sus seguidores en los departamentos norteamericanos de literatura como el filósofo que ha transformado nuestras nociones del lenguaje y del ser. Piensan que ha demostrado la verdad de ciertas proposiciones cuyo reconocimiento socava nuestros modos tradicionales de comprendernos y de comprender los libros que leemos. También consideran que nos ha dado un método –el método desconstructivo- de leer textos: un método que nos ayuda a ver de qué tratan realmente esos textos, qué es lo que ocurre realmente en ellos.
Creo que ambas maneras de leer a Derrida son igualmente dudosas, y las discutiré una
por una.
Pienso que la primera mala lectura ha sido facilitada por el hecho, debido a un accidente de coincidencias y a las necesidades del periodismo popular, de que Derrida y Foucault hayan sido colocados juntos y etiquetados como “posestructuralismo francés”. Me parece que estos dos pensadores originales tienen muy poco en común, además de sus compartidas sospechas nietzscheanas sobre la tradición de la filosofía occidental -sospechas que comparten con los pragmáticos norteamericanos1-.
La gran diferencia entre Foucault y Derrida es que Derrida es un escritor sentimental, esperanzado, románticamente idealista. Foucault, por su parte, parece estar siempre empeñándose en no tener esperanzas sociales ni sentimientos humanos. No puede imaginarse a Derrida tratando de escribir “para no tener un rostro”, como tampoco puede imaginarse así a Nietzsche. A pesar de su predicción de que “el libro” será reemplazado por “el texto”, Derrida admira intensamente a los grandes autores que se encuentran detrás de los textos que glosa, no tiene dudas sobre su o sus autorías. A pesar de que, por supuesto, tiene sus dudas acerca de los planteos metafísicos sobre la naturaleza del ser y de la escritura, no tiene interés en disolver en “discursos” anónimos, sin raíces, en libre flotación, los libros en los que las mayores imaginaciones humanas han sido completamente ellas mismas.
Mientras que Foucault cultiva el aislamiento, Derrida se lanza a los brazos de los textos sobre los que escribe. El desdén cínico no es todo en Foucault, pero es parte irreemplazable de la historia. Sin embargo, el desdén cínico no desempeña papel alguno en ninguna historia plausible sobre Derrida, como tampoco desempeña ningún papel la frivolidad. Cuando en el pasado describí a Derrida como “juguetón”, esto fue alguna vez leído como un epíteto despreciativo, que sugería que hay algo de liviano en él. Pero hubiera usado el mismo adjetivo para Platón y Nietzsche, y con el mismo sentido. Hay una diferencia entre “juego” en el sentido positivo en el que lo usaba Schiller -es decir, por ejemplo, que el hombre es completamente humano sólo cuando juega- y lo que los ignorantes entienden como “frivolidad”.
Me dedicaré ahora a la mala lectura de Derrida por parte de sus fanáticos anglófonos.
Creo que es muy desafortunado que los fanáticos de Derrida lo describan como un crítico del humanismo. El “humanismo” puede significar un cierto planteo platónicocartesiano- kantiano de lo que es ser humano. Pero puede también entenderse, y a los incultos naturalmente les conviene, una participación en las esperanzas del Iluminismo -y especialmente la esperanza en que los seres humanos, una vez que han dejado de lado a Dios y a varios de sus reemplazantes, puedan aprender a confiar en su propia imaginación romántica y en su propia capacidad para cooperar entre sí por el bien común-. En este último sentido, Derrida me parece un humanista tan bueno como Mill o Dewey. Cuando Derrida de manera profética habla sobre la desconstrucción como “de la democracia que está por venir”, me parece que está expresando la misma esperanza social utópica tal como fue sentida por esos soñadores primigenios. Cuando dice que aspira a un tiempo en que el hombre y la mujer puedan ser amigos -un tiempo en el que hayamos superado la “homosexualidad viril” que está emparentada íntimamente con la metafísica falocéntrica- me parece que está expresando la misma esperanza utópica. El entrecruzamiento de estos dos temas en su ensayo “La política de la amistad” hace de este conmovedor texto uno de mis favoritos.
Sus fans anglófonos usan previsiblemente a Derrida para los mismos propósitos para los que han sido largamente usados Freud y Marx por los críticos literarios. Creen que él les provee de nuevas y mejoradas herramientas para desenmascarar libros y autores mostrando qué es lo que realmente ocurre por debajo de una falsa fachada. No creo que una crítica de la metafísica, en la tradición de Nietzsche y Heidegger debiera leerse de esta manera, porque sin los conceptos tradicionales de la metafísica, la distinción apariencia-realidad no tiene sentido, y sin esa distinción no tiene sentido la noción de “qué está pasando realmente”. Basta de metafísica, basta ya de desenmascaramiento.
Los fans piensan también que existe un método llamado “desconstrucción” que puede aplicarse a los textos y enseñarse a los estudiantes. Jamás fui capaz de entender de qué se trata este método ni tampoco lo que se estaba enseñando a los alumnos, salvo esa máxima de “Encuentre algo que pueda hacerse aparecer como; autocontradictorio, plantee que esa contradicción es el mensaje central del texto y agote los significados al respecto”. La aplicación de esta máxima produjo, entre los ‘70 y los ‘80, miles y miles de “lecturas desconstructivas” de textos por parte de profesores norteamericanos y británicos, lecturas que eran tan formulaicas y aburridas como los miles y miles de lecturas resultantes de aplicar concienzudamente la máxima “Encuentre algo que pueda sonar como un síntoma de un irresuelto complejo de Edipo”.
Me parece que este atolladero de actividad ha agregado poco a la comprensión de la literatura y poco ha ayudado a las políticas de izquierda. Por el contrario, al desviar la atención de la política real, ha ayudado a crear una izquierda autosatisfecha y aislada académicamente que -al igual que la izquierda de los ’60- se enorgullece de no haber sido captada por el sistema y de esa manera se vuelve menos capaz de mejorar el sistema. Me parece que el muy citado sarcasmo de Irving Howe -“Esta gente no quiere tomar el poder, sólo quiere tomar el Departamento de Inglés”- sigue siendo una importante crítica a esta izquierda académica.
No veo una verdadera conexión entre lo que hace Derrida y la actividad a la que se llama “desconstrucción”, y me gustaría que esta palabra no hubiera sido nunca tomada como una descripción de la obra de Derrida. Jamás he encontrado, ni he sido capaz de inventar, una definición satisfactoria de esta palabra. La uso frecuentemente como abreviatura de “la clase de cosas que hace Derrida”, pero lo hago faute de mieux, y con una culposa distracción. En un artículo llamado “Desconstrucción” (publicado en el volumen 8 de The Cambridge Histoiry of Literary Criticism), planteo que hay profundas diferencias entre las búsquedas y los intereses de Derrida y los de Paul de Man, el fundador de la escuela de crítica literaria brevemente hegemónica en los Estados Unidos (antes del advenimiento de los “estudios culturales”). Sostengo que la manera de leer los textos de De Man -como testimonio de “la presencia de una nada”- es muy diferente del acercamiento de Derrida a los textos.
Ya es suficiente de malas lecturas de Derrida. Me dedicaré ahora a la relación de lo que hace Derrida con el pragmatismo. El pragmatismo comienza a partir del naturalismo darwiniano -a partir de una concepción de los seres humanos como productos fortuitos de la evolución-. Este punto de partida lleva a los pragmáticos a desconfiar de las grandes oposiciones binarias de la metafísica occidental, tal como lo hacen Heidegger y Derrida. Los darwinianos comparten las sospechas nietzscheanas sobre la otra mundanidad platónica y la convicción nietzscheana de que distinciones tales como cuerpo vs. mente y objetivo vs. subjetivo deben reformularse para limpiarlas de las presuposiciones platónicas y darles un firme sustento naturalista. Los naturalistas, al igual que los derrideanos, no usan lo que Derrida llama “una completa presencia que está más allá del juego”, y rechazan, tanto como lo hace él, los varios reemplazantes de Dios que han sido propuestos para el papel de esa completa presencia. Ambas clases de filósofos ven todo constituido por sus relaciones con otras cosas, careciendo de una naturaleza intrínseca e ineluctable. Lo que es depende de lo que es en relación con (o, si se quiere, en diferencia con). Cuando se llega al lenguaje, los pragmáticos consideran que el último Wittgenstein, Quine y Davidson se han desembarazado de los modos fregeanos, duales, de pensar que dominaban el Tractatus Logico-Philosophicus y la primera filosofía analítica. Entienden que Derrida hace casi las mismas críticas a la visión cartesiano-lockeano-husserliana del “lenguaje como expresión del pensamiento” que hizo Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas. Leen a Derrida y a Wittgenstein no como si hubieran descubierto la naturaleza esencial del lenguaje o alguna cosa por el estilo, sino simplemente como si hubieran ayudado a desembarazarse de una concepción errada e inútil, esa que Quine llamó el mito del museo: la imagen de que hay allí un objeto, el significado, y próximo a él su etiqueta, la palabra.
Lo que los pragmáticos hallan más ajeno en Derrida son sus sospechas sobre el empirismo y el naturalismo; su presunción de que son formas de metafísica más que un reemplazo de la metafísica. Para plantearlo de otra manera: no pueden entender por qué Derrida pretende sonar trascendental, por qué persiste en tomar en serio el proyecto de encontrar condiciones de posibilidad. Así, cuando los “desconstruccionistas” les cuentan a los pragmáticos que Derrida ha “demostrado” que Y, la condición de posibilidad de X, es también la condición de imposibilidad de X, éstos sienten que es un innecesario y frívolo modo de plantear un punto que hubiera sido mucho más simple: o sea, que no se puede usar la palabra “A” sin ser capaz de usar la palabra “B” y viceversa, aun cuando nada puede ser al mismo tiempo una A y una B.
En mi escrito sobre Derrida he manifestado que consideramos que comparte las esperanzas utópicas de Dewey, pero no he tratado a su obra como si contribuyera, de manera clara y directa, a la realización de esas esperanzas. Divido a los filósofos, bastante sumariamente, entre aquellos (como Mill. Dewey y Rawls) cuya obra cumple propósitos en primera instancia públicos y aquellos en los que su trabajo cumple propósitos en primera instancia privados. Creo que el ataque de Nietzsche-Heidegger-Derrida a la metafísica produce satisfacción privada a gente que está profundamente interesada en la filosofía (y, por tanto, necesariamente, en la metafísica), pero no tiene consecuencias políticas, excepto de manera indirecta y a largo plazo. Así, creo que lo mejor de Derrida está en obras como la sección “Envois” de La carta postal. De Freud a Lacan: obras en las que sus relaciones privadas con sus grandes abuelos, Freud y Heidegger, son más claras.
Mientras que, previsiblemente, sus seguidores anglófonos leen libros como De la gramatología como demostración de verdades filosóficas trascendentales, yo los veo como propedéuticos. La obra temprana, menos idiosincrásica más “estrictamente filosófica” de Derrida -y en particular sus libros sobre Husserl- le fue necesaria para brindarle una escucha, fue necesaria para establecerse y ser publicado. Pero a pesar de que esas obras parecen muy valiosas, no las leo como “contribuciones a la filosofía” en el sentido de libros que demuestran, ahora y para siempre, ciertas tesis. Las leo como libros en los que Derrida resuelve sus relaciones privadas con las figuras que significan más para él. Prefiero textos como “Envois” o “Circonfession”, porque me parecen formas más vívidas e intensas de autocreación privada de lo que es posible a través de la explicación de textos, aun cuando esta explicación sea excepcionalmente brillante y original.
Dado que leo mis textos derrideanos favoritos de esta manera, tengo problemas con las marcas específicamente levinasianas de su pensamiento. En particular, me resulta imposible conectar el pathos de Levinas sobre el infinito con la ética o la política. Considero a la ética y a la política -a la política real como opuesta a la política cultural- como una cuestión de lograr acomodarse entre intereses contrapuestos y como algo para debatir en términos banales familiares términos que no necesitan disección filosófica y que no tienen presuposiciones filosóficas.
Cuando Dewey habla de la política como opuesta a hacer filosofía, ofrece un consejo sobre cómo evitar quedar atado a las formas tradicionales de hacer las cosas, cómo volver a describir la situación en términos que pueden facilitar el compromiso y así dar pasos bastante pequeños, reformistas. El pathos de Levinas frente, al infinito concuerda con la política radical, revolucionaria, pero no con la política reformista democrática -que es, creo, la única clase de política que se necesita en fuertes democracias constitucionales como las de Inglaterra, Francia y los Estados Unidos-.
Para concluir, considero que las esperanzas románticas y utópicas del tipo de las desarrolladas en “La política de la amistad” una contribución al autoajuste privado de Derrida y al de algunos de sus lectores (incluyéndome, por supuesto). Pero no considero a textos como “La política de la amistad” cómo contribuciones al pensamiento político. Lo político, tal como yo lo veo, es una cuestión pragmática de reformas a corto plazo y compromisos, compromisos que deben, en una sociedad democrática, ser propuestos y defendidos en términos mucho menos esotéricos que aquellos con los que superamos la metafísica de la presencia. El pensamiento político se centra en el intento de formular algunas hipótesis sobre cómo, y bajo qué condiciones, pueden llevarse a cabo esas reformas. Quiero resguardar el radicalismo y el pathos para momentos privados, y seguir reformista y pragmático cuando se trata de contactarse con otra gente.
Por otra parte, Derrida es leído por sus seguidores en los departamentos norteamericanos de literatura como el filósofo que ha transformado nuestras nociones del lenguaje y del ser. Piensan que ha demostrado la verdad de ciertas proposiciones cuyo reconocimiento socava nuestros modos tradicionales de comprendernos y de comprender los libros que leemos. También consideran que nos ha dado un método –el método desconstructivo- de leer textos: un método que nos ayuda a ver de qué tratan realmente esos textos, qué es lo que ocurre realmente en ellos.
Creo que ambas maneras de leer a Derrida son igualmente dudosas, y las discutiré una
por una.
Pienso que la primera mala lectura ha sido facilitada por el hecho, debido a un accidente de coincidencias y a las necesidades del periodismo popular, de que Derrida y Foucault hayan sido colocados juntos y etiquetados como “posestructuralismo francés”. Me parece que estos dos pensadores originales tienen muy poco en común, además de sus compartidas sospechas nietzscheanas sobre la tradición de la filosofía occidental -sospechas que comparten con los pragmáticos norteamericanos1-.
La gran diferencia entre Foucault y Derrida es que Derrida es un escritor sentimental, esperanzado, románticamente idealista. Foucault, por su parte, parece estar siempre empeñándose en no tener esperanzas sociales ni sentimientos humanos. No puede imaginarse a Derrida tratando de escribir “para no tener un rostro”, como tampoco puede imaginarse así a Nietzsche. A pesar de su predicción de que “el libro” será reemplazado por “el texto”, Derrida admira intensamente a los grandes autores que se encuentran detrás de los textos que glosa, no tiene dudas sobre su o sus autorías. A pesar de que, por supuesto, tiene sus dudas acerca de los planteos metafísicos sobre la naturaleza del ser y de la escritura, no tiene interés en disolver en “discursos” anónimos, sin raíces, en libre flotación, los libros en los que las mayores imaginaciones humanas han sido completamente ellas mismas.
Mientras que Foucault cultiva el aislamiento, Derrida se lanza a los brazos de los textos sobre los que escribe. El desdén cínico no es todo en Foucault, pero es parte irreemplazable de la historia. Sin embargo, el desdén cínico no desempeña papel alguno en ninguna historia plausible sobre Derrida, como tampoco desempeña ningún papel la frivolidad. Cuando en el pasado describí a Derrida como “juguetón”, esto fue alguna vez leído como un epíteto despreciativo, que sugería que hay algo de liviano en él. Pero hubiera usado el mismo adjetivo para Platón y Nietzsche, y con el mismo sentido. Hay una diferencia entre “juego” en el sentido positivo en el que lo usaba Schiller -es decir, por ejemplo, que el hombre es completamente humano sólo cuando juega- y lo que los ignorantes entienden como “frivolidad”.
Me dedicaré ahora a la mala lectura de Derrida por parte de sus fanáticos anglófonos.
Creo que es muy desafortunado que los fanáticos de Derrida lo describan como un crítico del humanismo. El “humanismo” puede significar un cierto planteo platónicocartesiano- kantiano de lo que es ser humano. Pero puede también entenderse, y a los incultos naturalmente les conviene, una participación en las esperanzas del Iluminismo -y especialmente la esperanza en que los seres humanos, una vez que han dejado de lado a Dios y a varios de sus reemplazantes, puedan aprender a confiar en su propia imaginación romántica y en su propia capacidad para cooperar entre sí por el bien común-. En este último sentido, Derrida me parece un humanista tan bueno como Mill o Dewey. Cuando Derrida de manera profética habla sobre la desconstrucción como “de la democracia que está por venir”, me parece que está expresando la misma esperanza social utópica tal como fue sentida por esos soñadores primigenios. Cuando dice que aspira a un tiempo en que el hombre y la mujer puedan ser amigos -un tiempo en el que hayamos superado la “homosexualidad viril” que está emparentada íntimamente con la metafísica falocéntrica- me parece que está expresando la misma esperanza utópica. El entrecruzamiento de estos dos temas en su ensayo “La política de la amistad” hace de este conmovedor texto uno de mis favoritos.
Sus fans anglófonos usan previsiblemente a Derrida para los mismos propósitos para los que han sido largamente usados Freud y Marx por los críticos literarios. Creen que él les provee de nuevas y mejoradas herramientas para desenmascarar libros y autores mostrando qué es lo que realmente ocurre por debajo de una falsa fachada. No creo que una crítica de la metafísica, en la tradición de Nietzsche y Heidegger debiera leerse de esta manera, porque sin los conceptos tradicionales de la metafísica, la distinción apariencia-realidad no tiene sentido, y sin esa distinción no tiene sentido la noción de “qué está pasando realmente”. Basta de metafísica, basta ya de desenmascaramiento.
Los fans piensan también que existe un método llamado “desconstrucción” que puede aplicarse a los textos y enseñarse a los estudiantes. Jamás fui capaz de entender de qué se trata este método ni tampoco lo que se estaba enseñando a los alumnos, salvo esa máxima de “Encuentre algo que pueda hacerse aparecer como; autocontradictorio, plantee que esa contradicción es el mensaje central del texto y agote los significados al respecto”. La aplicación de esta máxima produjo, entre los ‘70 y los ‘80, miles y miles de “lecturas desconstructivas” de textos por parte de profesores norteamericanos y británicos, lecturas que eran tan formulaicas y aburridas como los miles y miles de lecturas resultantes de aplicar concienzudamente la máxima “Encuentre algo que pueda sonar como un síntoma de un irresuelto complejo de Edipo”.
Me parece que este atolladero de actividad ha agregado poco a la comprensión de la literatura y poco ha ayudado a las políticas de izquierda. Por el contrario, al desviar la atención de la política real, ha ayudado a crear una izquierda autosatisfecha y aislada académicamente que -al igual que la izquierda de los ’60- se enorgullece de no haber sido captada por el sistema y de esa manera se vuelve menos capaz de mejorar el sistema. Me parece que el muy citado sarcasmo de Irving Howe -“Esta gente no quiere tomar el poder, sólo quiere tomar el Departamento de Inglés”- sigue siendo una importante crítica a esta izquierda académica.
No veo una verdadera conexión entre lo que hace Derrida y la actividad a la que se llama “desconstrucción”, y me gustaría que esta palabra no hubiera sido nunca tomada como una descripción de la obra de Derrida. Jamás he encontrado, ni he sido capaz de inventar, una definición satisfactoria de esta palabra. La uso frecuentemente como abreviatura de “la clase de cosas que hace Derrida”, pero lo hago faute de mieux, y con una culposa distracción. En un artículo llamado “Desconstrucción” (publicado en el volumen 8 de The Cambridge Histoiry of Literary Criticism), planteo que hay profundas diferencias entre las búsquedas y los intereses de Derrida y los de Paul de Man, el fundador de la escuela de crítica literaria brevemente hegemónica en los Estados Unidos (antes del advenimiento de los “estudios culturales”). Sostengo que la manera de leer los textos de De Man -como testimonio de “la presencia de una nada”- es muy diferente del acercamiento de Derrida a los textos.
Ya es suficiente de malas lecturas de Derrida. Me dedicaré ahora a la relación de lo que hace Derrida con el pragmatismo. El pragmatismo comienza a partir del naturalismo darwiniano -a partir de una concepción de los seres humanos como productos fortuitos de la evolución-. Este punto de partida lleva a los pragmáticos a desconfiar de las grandes oposiciones binarias de la metafísica occidental, tal como lo hacen Heidegger y Derrida. Los darwinianos comparten las sospechas nietzscheanas sobre la otra mundanidad platónica y la convicción nietzscheana de que distinciones tales como cuerpo vs. mente y objetivo vs. subjetivo deben reformularse para limpiarlas de las presuposiciones platónicas y darles un firme sustento naturalista. Los naturalistas, al igual que los derrideanos, no usan lo que Derrida llama “una completa presencia que está más allá del juego”, y rechazan, tanto como lo hace él, los varios reemplazantes de Dios que han sido propuestos para el papel de esa completa presencia. Ambas clases de filósofos ven todo constituido por sus relaciones con otras cosas, careciendo de una naturaleza intrínseca e ineluctable. Lo que es depende de lo que es en relación con (o, si se quiere, en diferencia con). Cuando se llega al lenguaje, los pragmáticos consideran que el último Wittgenstein, Quine y Davidson se han desembarazado de los modos fregeanos, duales, de pensar que dominaban el Tractatus Logico-Philosophicus y la primera filosofía analítica. Entienden que Derrida hace casi las mismas críticas a la visión cartesiano-lockeano-husserliana del “lenguaje como expresión del pensamiento” que hizo Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas. Leen a Derrida y a Wittgenstein no como si hubieran descubierto la naturaleza esencial del lenguaje o alguna cosa por el estilo, sino simplemente como si hubieran ayudado a desembarazarse de una concepción errada e inútil, esa que Quine llamó el mito del museo: la imagen de que hay allí un objeto, el significado, y próximo a él su etiqueta, la palabra.
Lo que los pragmáticos hallan más ajeno en Derrida son sus sospechas sobre el empirismo y el naturalismo; su presunción de que son formas de metafísica más que un reemplazo de la metafísica. Para plantearlo de otra manera: no pueden entender por qué Derrida pretende sonar trascendental, por qué persiste en tomar en serio el proyecto de encontrar condiciones de posibilidad. Así, cuando los “desconstruccionistas” les cuentan a los pragmáticos que Derrida ha “demostrado” que Y, la condición de posibilidad de X, es también la condición de imposibilidad de X, éstos sienten que es un innecesario y frívolo modo de plantear un punto que hubiera sido mucho más simple: o sea, que no se puede usar la palabra “A” sin ser capaz de usar la palabra “B” y viceversa, aun cuando nada puede ser al mismo tiempo una A y una B.
En mi escrito sobre Derrida he manifestado que consideramos que comparte las esperanzas utópicas de Dewey, pero no he tratado a su obra como si contribuyera, de manera clara y directa, a la realización de esas esperanzas. Divido a los filósofos, bastante sumariamente, entre aquellos (como Mill. Dewey y Rawls) cuya obra cumple propósitos en primera instancia públicos y aquellos en los que su trabajo cumple propósitos en primera instancia privados. Creo que el ataque de Nietzsche-Heidegger-Derrida a la metafísica produce satisfacción privada a gente que está profundamente interesada en la filosofía (y, por tanto, necesariamente, en la metafísica), pero no tiene consecuencias políticas, excepto de manera indirecta y a largo plazo. Así, creo que lo mejor de Derrida está en obras como la sección “Envois” de La carta postal. De Freud a Lacan: obras en las que sus relaciones privadas con sus grandes abuelos, Freud y Heidegger, son más claras.
Mientras que, previsiblemente, sus seguidores anglófonos leen libros como De la gramatología como demostración de verdades filosóficas trascendentales, yo los veo como propedéuticos. La obra temprana, menos idiosincrásica más “estrictamente filosófica” de Derrida -y en particular sus libros sobre Husserl- le fue necesaria para brindarle una escucha, fue necesaria para establecerse y ser publicado. Pero a pesar de que esas obras parecen muy valiosas, no las leo como “contribuciones a la filosofía” en el sentido de libros que demuestran, ahora y para siempre, ciertas tesis. Las leo como libros en los que Derrida resuelve sus relaciones privadas con las figuras que significan más para él. Prefiero textos como “Envois” o “Circonfession”, porque me parecen formas más vívidas e intensas de autocreación privada de lo que es posible a través de la explicación de textos, aun cuando esta explicación sea excepcionalmente brillante y original.
Dado que leo mis textos derrideanos favoritos de esta manera, tengo problemas con las marcas específicamente levinasianas de su pensamiento. En particular, me resulta imposible conectar el pathos de Levinas sobre el infinito con la ética o la política. Considero a la ética y a la política -a la política real como opuesta a la política cultural- como una cuestión de lograr acomodarse entre intereses contrapuestos y como algo para debatir en términos banales familiares términos que no necesitan disección filosófica y que no tienen presuposiciones filosóficas.
Cuando Dewey habla de la política como opuesta a hacer filosofía, ofrece un consejo sobre cómo evitar quedar atado a las formas tradicionales de hacer las cosas, cómo volver a describir la situación en términos que pueden facilitar el compromiso y así dar pasos bastante pequeños, reformistas. El pathos de Levinas frente, al infinito concuerda con la política radical, revolucionaria, pero no con la política reformista democrática -que es, creo, la única clase de política que se necesita en fuertes democracias constitucionales como las de Inglaterra, Francia y los Estados Unidos-.
Para concluir, considero que las esperanzas románticas y utópicas del tipo de las desarrolladas en “La política de la amistad” una contribución al autoajuste privado de Derrida y al de algunos de sus lectores (incluyéndome, por supuesto). Pero no considero a textos como “La política de la amistad” cómo contribuciones al pensamiento político. Lo político, tal como yo lo veo, es una cuestión pragmática de reformas a corto plazo y compromisos, compromisos que deben, en una sociedad democrática, ser propuestos y defendidos en términos mucho menos esotéricos que aquellos con los que superamos la metafísica de la presencia. El pensamiento político se centra en el intento de formular algunas hipótesis sobre cómo, y bajo qué condiciones, pueden llevarse a cabo esas reformas. Quiero resguardar el radicalismo y el pathos para momentos privados, y seguir reformista y pragmático cuando se trata de contactarse con otra gente.
1. La asimilación del pragmatismo a Nietzsche parece sorprender a mucha gente, pero se produjo desde elprincipio. Véase René Berthelot: Un romantisme utilitaire: étude sur le mouvement pragrmatiste, vol. I, Le Pragmatisme chez Nietzsche et chez Poincaré, París, Felix Alean, 1911. Berthelot, cuyo paradigma de pragmatismo es William James, se refiere a Nietzsche como “un pragmático alemán”.
Print this post
1 Comment:
amigo Bey, había leído este increible trabajo en el aún más increible libro en el que el bueno de Rorty se encarga de todos. La presentación on line deberá ser agradecida largamente por quienes tienen la oportunidad de leerlo de este modo. La deriva de esta lectura es mi imposibilidad concreta de encontrarme con un ejemplar del libro de Berthelot que figura citado, lo busco desde esos días, en vano.
Abrazo
Post a Comment