viernes, 4 de julio de 2008
"Ahora bien; el pragmatismo, aunque dedicado a los hechos,
carece de una base tan materialista como el empirismo común.
Además, nada tiene que objetar a la realización de las abstracciones,
en tanto nos desenvolvamos con su ayuda entre hechos particulares y
nos conduzcan a alguna parte. Interesado exclusivamente
en aquellas conclusiones en que laboran conjuntamente
nuestros espíritus y nuestras experiencias, no tiene
prejuicios a priori contra la teología. Si las ideas teológicas prueban
poseer valor para la vida, serán verdaderas para el pragmatismo
en la medida en que lo consigan. Su verdad dependerá enteramente
de sus relaciones con las otras verdades que también han de ser conocidas."
William James, Pragmatismo: un nuevo nombre para algunos antiguos modos de pensar
ANTICLERICALISMO Y ATEÍSMO
Richard Rorty
Richard Rorty
(El futuro de la religión, pp. 47-63, Paidós, Barcelona, 2006)
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Algún día los historiadores de las ideas podrán decir que el siglo XX fue un siglo durante el cual los profesores de filosofía empezaron a dejar de formularse preguntas como «¿Qué existe verdaderamente?», «¿Cuáles son los objetivos y límites de conocimiento humano?» o «¿Cómo se conectan el lenguaje y la realidad?». Estas preguntas presuponen que puede hacerse filosofía de forma ahistórica. Presuponen la idea errónea de que el examen de nuestras prácticas actuales puede darnos una comprensión de la «estructura» de todas las posibles prácticas humanas.
«Estructura» es solamente otra palabra para decir «esencia». Los movimientos más importantes de la filosofía del siglo XX han sido antiesencialistas. Se han mofado de las pretensiones de los movimientos que le han precedido: el positivismo y la fenomenología, así como de hacer lo que Platón y Aristóteles pensaban poder hacer: separar las apariencias cambiantes a la realidad perdurable, lo meramente contingente de lo verdaderamente necesario. Ejemplos recientes de esta mofa son Márgenes de la filosofía, de Jacques Derrida, y The Empirical Stance, de Bas van Fraseen. Estos libros hacen pie en Ser y tiempo, de Heidegger, La reconstrucción de la filosofía, de Dewey, y las Investigaciones filosóficas de Wigenstein. Todos estos libros antiesencialistas nos urgen a liberarnos de las antiguas distinciones griegas entre lo aparente y lo real y entre lo necesario y lo contingente.
Un efecto del ascenso del antiesencialismo y el historicismo es la despreocupación por lo que Lecky, como bien es sabido, llamó «la guerra entre ciencia y teología». Una creciente tendencia a aceptar lo que Terry Pinkard llama «la doctrina hegeliana de la sociabilidad de la razón» y a abandonar lo que Habermas llama «la razón centrada en el sujeto» a favor de lo que denomina «razón comunicativa» ha debilitado la idea de que las creencias científicas se forman racionalmente, mientras que no lo hacen así las creencias religiosas. El tenor antipositivista de la filosofía de la ciencia poskunhiana se ha combinado con el trabajo de los teólogos posheideggerianos para acercar a los intelectuales al postulado de William James según el cual ni la ciencia natural ni la religión necesitan competir la una con la otra.
Esta evolución ha restado popularidad a la palabra «ateo». Los filósofos que no van a la iglesia tienen hoy menos tendencia a describirse a sí mismos como participantes de la creencia de que no hay Dios. Son más propensos a usar expresiones como aquella de Max Weber: «religiosamente no musical». Uno puede tener mal oído para la religión como puede ser indiferente a la fascinación de la música. Los que son indiferentes a la cuestión de la existencia de Dios no tienen derecho a despreciar a los que creen apasionadamente en su existencia o a los que la niegan con igual pasión. Del mismo modo, ni los creyentes ni los no creyentes tienen derecho a despreciar a aquellos que sostienen que ésta es una disputa sin sentido.
En este aspecto, la filosofía se asemeja a la música y a la religión. Muchos estudiantes –los que salen del examen final del curso más elemental de filosofía decididos a no perder nunca más el tiempo en otro curso de filosofía e incapaces de comprender cómo pueden algunas personas tomarse este tipo de cosas en serio- son filosóficamente no musicales. Algunos filósofos todavía creen que esta actitud hacia la disciplina a la que han dedicado sus vidas es síntoma de un defecto intelectual o incluso moral. Pero hoy en día los más se contentan, a la hora de evaluar el intelecto o el carácter de una persona, con descartar la incapacidad de tomar en serio el hecho filosófico como algo menos importante que la incapacidad de leer una novela, comprender las relaciones matemáticas o aprender una lengua extranjera.
Esta mayor tolerancia hacia el que ignora cuestiones que una vez fueron consideradas las más importantes se describe a veces como la adopción de una actitud «estetizante». Caracterización que resulta de particular aceptación entre quienes encuentran esta tolerancia deplorable y diagnostican su difusión como el síntoma de una peligrosa enfermedad espiritual («escepticismo», «relativismo» o algo igualmente aterrador). Pero el término «estético», en tales condiciones, da por supuesta la estandarizada distinción kantiana entre lo cognitivo, lo moral y lo estético, distinción que es en sí misma uno de los objetivos principales del filosofar historicista, antiesencialista.
Los kantianos creen que en cuanto se desestima la expectativa de alcanzar un consenso universal sobre un punto cualquiera, éste ha de ser definido como un «asunto de mero gusto». Pero esta descripción resulta tan equivocada a los filósofos antiesencialistas como la idea kantiana según la cual ser racional es una cuestión de seguir las reglas. Los filósofos que no creen en la existencia de tales reglas rechazan las categorías kantiana y optan por cuestiones sobre el contexto en que ciertas creencias, ciertas prácticas o ciertos libros pueden situarse mejor que en otro, y en función de qué propósitos. Una vez abandonada la tricotomía kantiana, el trabajo de teólogos como Bultmann y Tillich no se puede seguir considerando como una reducción de las pretensiones «cognitivas» de la religión a «meras» pretensiones estéticas.
En este nuevo clima de opinión filosófica, no se pide a los profesores de filosofía que den respuesta a las cuestiones que ocuparon a Kant y Hegel: ¿cómo pueden la visión del mundo propia de la ciencia natural adaptarse al conjunto de las ideas religiosas y morales que han sido centrales para la civilización europea? Sabemos qué significa integrar la física con la química, o la química con la biología, pero este tipo de integración resulta inapropiado para el interfaz entre arte y moralidad, o entre política y derecho, o entre religión y ciencia natural. Todas estas esferas de la cultura se penetran e interactúan continuamente. No hay necesidad alguna de un organigrama que especifique de una vez para siempre cuándo estas esferas tienen autorización para interconectarse. Tampoco hay necesidad de intentar alcanzar una supravisión ahistórica, propia de Dios, sobre la relación entre las prácticas humanas. Podemos atenernos a una tarea más limitada, esa a la que Hegel se refería como «tener nuestro tiempo en el pensamiento».
Dados todos estos cambios no resulta sorprendente que sólo dos clases de filósofos estén todavía tentados de usar la palabra «ateo» para autodenominarse. La primera clase es la de los que aún piensan que la creencia en lo divino es una hipótesis empírica y que la ciencia moderna ha ofrecido una mejor explicación de los fenómenos que la que el concepto de Dios solía ofrecer en un pasado. Los filósofos de este tipo están encantados cada vez que un científico natural ingenuo pretende que algún descubrimiento científico aporta nuevas pruebas de la verdad del teísmo, pues les resultaba bien fácil desacreditar tal pretensión. Les basta sencillamente con recurrir a los mismos tipos de argumentos esgrimidos por Hume y Kant contra los teólogos naturalistas del siglo XVIII sobre la irrelevancia de cualquier estado empírico particular de las cosas respecto de la existencia de un ser atemporal y no espacial.
Coincido con Hume y Kant en que el concepto de «prueba empírica» es irrelevante a la hora de hablar de Dios,[1] pero este punto sirve por igual contra el ateísmo y el teísmo. El presidente Bush ha aportado un buen argumento cuando dijo, en un discurso destinado a complacer a los fundamentalistas cristianos, que «el ateísmo es una fe», pues «no puede confirmarse ni refutarse mediante argumentos o pruebas». Pero lo mismo puede aplicarse, desde luego, al teísmo. Ni los que afirman ni los que niegan la existencia de Dios pueden reclamar, de forma plausible, tener pruebas de su parte. Ser religioso en el Occidente moderno no tiene mucho que ver con la explicación de fenómenos específicamente observables.
No obstante hay un segundo tipo de filósofos que se autodescribe como ateo. Éstos utilizan «ateísmo» como mero sinónimo de «anticlericalismo». Ahora desearía haber utilizado este término en las ocasiones en que utilicé el primero para caracterizar mi punto de vista. El anticlericalismo es una visión política, no epistemológica o metafísica. Es la idea de que las instituciones eclesiásticas, a pesar del todo el bien que hacen –a pesar del consuelo que ofrecen a los que están en situación de necesidad o hasta de desesperación-, son peligrosas para la salud de las sociedades democráticas.[2] Mientras que los filósofos que defienden que el ateísmo, a diferencia del teísmo, se apoya en pruebas dirían que la creencia religiosa es irracional, los seglares contemporáneos, como yo mismo, se contentan con decir que es políticamente peligrosa. Según nuestro punto de vista, la religión resulta inobjetable en la medida en que se privatice, en la medida en que las instituciones eclesiásticas no pretendan convocar a los fieles en pos de propuestas políticas y en la medida en que tanto creyentes como no creyentes estén de acuerdo en seguir una política de vivir y dejar vivir.
Algunos de los que sostienen esta actitud, como yo mismo, no han recibido educación religiosa ni han desarrollado ningún vínculo con una tradición religiosa. Somos los que nos denominamos «carentes de oído musical para la religión». Pero otros, como el distinguido filósofo Gianni Vattimo, han usado su preparación y competencia filosóficas para sostener la razonabilidad de un retorno a la religiosidad de su juventud. Este argumento lo ha expuesto Vattimo en un libro suyo sumamente emotivo y original: Credere di credere.[3] Su respuesta a la pregunta «¿Cree de nuevo en Dios?» equivale a decir: «Como me voy volviendo cada vez religioso, he llegado a tener lo que muchos llamarían una creencia en Dios, pero no estoy seguro de que el término “creencia” sea la descripción exacta de lo que tengo».
El objetivo de tal reformulación sería tomar en consideración nuestra convicción de que si una creencia es verdadera, todos deberían compartirla. Pero Vattimo no cree que todos los seres humanos deban ser teístas y menos aún católicos. Vattimo sigue a William James al disociar la cuestión «¿Tengo derecho a ser religioso?» de la cuestión «¿Debería todo el mundo creer en la existencia de Dios?». Mientras se acepte la conocida crítica de Hume/Kant de la teología natural sin aceptar la pretensión positivista de que los éxitos explicativos de la ciencia moderna han vuelto irracional la creencia en Dios, será posible decir que la religiosidad no está felizmente descrita con el término «creencia». De aquí que sea bienvenida la tentativa de Vattimo de sacar la religión del campo epistémico, un campo en que está sujeta al reto de la ciencia natural.
Tal tentativa no es nueva, desde luego. La propuesta kantiana según la cual vemos a Dios como un postulado de la razón pura práctica más que como una explicación de los fenómenos empíricos ha abierto camino a pensadores como Schleiermacher para desarrollar lo que Nancy Frankenberry ha denominado «una teología de las formas simbólicas». Ha animado también a pensadores como Kierkegaard, Barth y Lévinas a construir un Dios totalmente diferente, fuera del alcance no sólo de la argumentación y la evidencia, sino también del pensamiento discursivo.
La importancia de Vattimo reside en su rechazo de estas dos tristes iniciativas poskantianas. Le basta con excluir la tentativa de conectar religión y verdad para no necesitar nociones como verdad «simbólica», «emotiva», «metafórica» o «moral». De igual forma, no utiliza lo que llama (de una forma un tanto equívoca, en mi opinión) «teología existencialista»: la tentativa de convertir la religiosidad en una cuestión de ser rescatado del pecado por la inexplicable gracia de una deidad absolutamente otra con respecto al hombre. Su teología está específicamente diseñada para aquellos que él llama «medio creyentes», esas gentes que san Pablo definía como «tibios en la fe», el tipo de persona que sólo va a la iglesia para las bodas, los bautizos y los funerales (Creer que se cree, pág. 84).
Vattimo desestima el pasaje de la Epístola a los romanos que Karl Barth prefería y centra el mensaje cristiano en un pasaje paulino preferido por muchos otros: Corintios, 1, 13. Su estrategia es tratar la Encarnación como el sacrificio de Dios de todo su poder y autoridad, así como de su alteridad. La Encarnación fue un acto de kenosis, el acto en que Dios lo cede todo a los seres humanos. Esto permite a Vattimo hacer su afirmación más sorprendente e importante: que «la secularización [es el] rasgo constitutivo de una auténtica experiencia religiosa» (Creer que se cree, pág. 11).
También según la visión de Hegel la historia de la humanidad constituye la Encarnación del Espíritu, y su mesa de sacrificio es la cruz. Pero Hegel no estaba dispuesto a dejar de lado la verdad a favor del amor. Así, Hegel convierte la historia de la humanidad en una narración dramática que alcanza su clímax en un estado epistémico: el conocimiento absoluto. Para Vattimo, por el contrario, no hay dinámica interna, no hay teología inherente a la historia de la humanidad, no hay ningún drama que resolver: sólo la esperanza y el amor pueden prevalecer. Vattimo piensa que si consideramos la historia de la humanidad tan seriamente como lo hizo Hegel, sustrayéndola a un contexto epistemológico o metafísico, podemos detener el péndulo que avanza y retrocede entre un ateísmo militantemente positivista y una defensa simbolista o existencialista del teísmo. Como él dice, «[sólo] porque se han disuelto las metanarraciones metafísicas, la filosofía ha descubierto la plausibilidad de la religión y puede, consiguientemente, contemplar la necesidad religiosa de la conciencia común fuera del esquema de la crítica ilustrada».[4] Vattimo quiere disolver el problema de la coexistencia de la ciencia natural con el legado del cristianismo no identificando a Cristo ni con la verdad ni con el poder, sino sólo con el amor.
El argumento de Vattimo es un ejemplo de cómo las líneas del pensamiento derivadas de Nietzsche y Heidegger pueden entrelazarse con las derivadas de James y Dewey. En efecto, estas dos tradiciones intelectuales tienen en común la creencia ñeque la búsqueda de la verdad y el conocimiento no es más ni menos que la búsqueda de un acuerdo intersubjetivo. Pero siendo la arena epistémica un espacio público, es un espacio del cual la religión puede y debe retirarse.[5] Admitir que debería retirarse de esa esfera no es un reconocimiento de la verdadera esencia de la religión, sino sencillamente una de las moralejas que se pueden extraer de la historia de Europa y de América.
Vattimo dice que «hoy que la razón cartesiana, y también la hegeliana, han realizado su parábola, ya no tiene sentido contraponer netamente fe y razón» (Creer que se cree). Por pensamiento cartesiano y hegeliano Vattimo quiere decir más o menos lo mismo que quería decir Heidegger con el término «ontoteología». El término cubre no sólo la teología tradicional y la metafísica, sino además el positivismo y (como tentativa de poner a la filosofía en el camino seguro de la ciencia) la fenomenología. Coincide con Heidegger en que «la metafísica de la objetividad concluye en un pensamiento que identifica la verdad del ser con la calculabilidad, mensurabilidad y, en definitiva, con lo manipulable del objeto de la ciencia-técnica» (Creer que se cree, págs. 25-26). Pues si se identifica la racionalidad con el esfuerzo por lograr un consenso universal intersubjetivo y la verdad con el desenlace de tal esfuerzo, y si, además, se pretende que nada se anteponga a tal propósito, entonces la religión no sólo debe retirarse de la vida pública, sino también de la vida intelectual, y ello por haber convertido la ciencia natural en el paradigma de racionalidad y verdad. La religión deberá pensarse o como un competidor derrotado en la investigación empírica o «meramente» como un vehículo de satisfacción emocional.
Para sustraer la religión de la ontoteología es necesario considerar el deseo de consenso universal intersubjetivo como una necesidad humana entre otras, que no se superpone automáticamente a todas las demás. Ésta es una doctrina que Nietzsche y Heidegger compartían con James y Dewey. Estos cuatro anticartesianos han objetado por principio el uso peyorativo de «meramente» en expresiones como «meramente privado», «meramente literario», «meramente estético» o «meramente emocional». Todos aportan razones para sustituir la distinción kantiana entre lo cognitivo y lo no cognitivo por la distinción entre la satisfacción de las necesidades públicas y la de las necesidades privadas, y para insistir en que no hay ningún «meramente» en la satisfacción de estas últimas. Los cuatro están –para decirlo con las palabras utilizadas por Vattimo para describir a Heidegger- intentando ayudarnos a «salir de un horizonte de pensamiento que, finalmente, se muestra enemigo de la libertad y de la historicidad del existir» (Creer que se cree, pág. 26).
Si se permanece en este horizonte de pensamiento y se sigue pensando en la epistemología y la metafísica como filosofía primera, se llegará a la convicción de que todas las afirmaciones han de tener un contenido cognitivo. Una afirmación tiene un contenido de esa índole en la medida en que se incluye en lo que el filósofo estadounidense contemporáneo Robert Brandom llama «el juego de dar y pedir razones». Pero decir que la religión debería ser privatizada es como decir que las personas religiosas tienen, a ciertos efectos, derecho a retirarse de este juego. Que están autorizadas a desconectar sus afirmaciones de la red de inferencias socialmente aceptables: las que dan justificación para hacer tales afirmaciones y extraer las consecuencias prácticas de haberlas hecho.
Parece que Vattimo tiende a esta religión privatizada cuando describe la secularización de la cultura europea como el cumplimiento de la promesa de la Encarnación considerada como la kenosis, en que Dios cede todo a los hombres. Cuanto más secular, menos jerárquico se vuelva occidente, mejor hará realidad la promesa evangélica de que Dios ya no nos verá como a siervos, sino como a amigos. «La esencia de la revelación [cristiana] –dice Vattimo- [está] reducida a la caridad, y todo lo demás dejado a la no definitividad de las diversas experiencias históricas» (Creer que se cree, pág. 96).
Una visión tal de la esencia del cristianismo –en la que Dios y el hombre piensan lo mismo: el amor como única ley, siendo las dos caras de una misma moneda- permite a Vattimo contemplar a todos los grandes desenmascaradores de occidente, desde Copérnico y Newton hasta Darwin, Nietzsche y Freud, como operarios de la tarea del amor. Estos hombre se esforzaban –dice Vattimo- por «leer lo signos de los tiempos, sin más reserva que el mandamiento del amor» (Creer que se cree, pág. 79). Eran seguidores de Cristo, en el sentido de que «el desenmascarador es el mismo Cristo, y [...] el desenmascaramiento que inaugura es el significado mismo de la historia de la salvación» (Creer que se cree, pág. 78-79).
Preguntar si es ésta una versión del cristianismo «legítima» o «válida» del catolicismo o del cristianismo sería hacerse exactamente la pregunta equivocada. La noción de «legitimidad» no puede aplicarse a lo que Vattimo, o cualquiera de nosotros, haga en su soledad. Intentar aplicarla es como admitir que no tenemos derecho a ir a la iglesia para asistir a las bodas, los bautizos o los funerales de nuestros amigos y parientes, a menos que admitamos la autoridad de las instituciones eclesiásticas para decidir quién cuenta como cristiano y quién no, o no tengamos derecho a denominarnos judíos si practicamos un determinado rito y no otro.
Puedo resumir la línea de pensamiento que seguimos Vattimo y yo de la forma siguiente: la batalla entre religión y ciencia que tuvo lugar en los siglos XVIII y XIX fue una confrontación entre instituciones que pretendían la supremacía cultural. Fue bueno para ambas, religión y ciencia, que fuese la ciencia quien ganase la batalla. Porque verdad y conocimiento son un asunto de cooperación social, la ciencia nos da medios que nos permiten llevar a cabo mejores proyectos de cooperación social que antes. Si la cooperación social es lo que se quiere, la conjunción de ciencia y el sentido común de nuestros días es todo lo que se necesita. Pero si se quiere algo más, entonces una religión que se ha sacado de la arena epistémica, una religión que encuentra la cuestión del teísmo contra el ateísmo carente de interés, puede ser la que se ajuste a la soledad de la persona.
Puede ser y puede no ser. Existe todavía una gran diferencia entre la gente como yo y la gente como Vattimo. Esto no sorprende si tenemos en cuenta que él creció educado en el catolicismo y que yo fui educado en la ausencia total de religión. Sólo si se piensa que las ansias religiosas son de alguna manera preculturales y constituyen «la base de la naturaleza humana» se será reticente a dejar el asunto en estos términos, es decir, se será reticente a privatizar la religión completamente, dejándola libre de la pretensión de universalidad.
Pero si se abandona la idea de que en todos los seres humanos está radicada fuertemente ya sea la búsqueda de la verdad ya la búsqueda de Dios, o si se admite que ambas son una cuestión de formación cultural, parecerá natural y lógica tal privatización. La gente como Vattimo dejará de pensar que mi falta de sentimientos religiosos es un síntoma de vulgaridad, y la gente como yo dejará de pensar que tener tales sentimientos es un síntoma de dependencia. Claro que siempre podremos citar los dos a Corintios 1, 13, en apoyo de nuestro rechazo a enzarzarnos en tan irritantes definiciones.
Mis diferencias con Vattimo se reducen a su capacidad de entender un hecho pasado como sagrado y a mi idea de que lo sacro reside sólo en un futuro ideal. Vattimo cree que la decisión de Dios de transformarse de nuestro patrón en nuestro amigo es el hecho decisivo del que dependen nuestros esfuerzos actuales. Su sentido de lo sagrado está ligado a la memoria de ese hecho y de la persona que lo encarnó. Mi sentido de lo sagrado, en la medida en que lo tenga, está relacionado con la esperanza de que algún día, en algún milenio indeterminado, mis descendientes remotos podrán vivir en una civilización globalizada en la que el amor será, con mucho, la única ley. En tal sociedad la comunicación estará libre de cualquier dominación, las clases y castas serán desconocidas, la jerarquía será un asunto de conveniencia pragmática temporal y el poder estará enteramente a disposición del libre acuerdo de un electorado culto y bien informado.
No tengo ni idea de cómo podrá surgir una sociedad de tales características. Podría decirse que se trata de un misterio. Este misterio, igual que el de la Encarnación, concierne al surgimiento de un amor que sea compasivo, paciente y capaz de soportar cualquier cosa. Corintios 1, 13 es un texto útil tanto para las personas religiosas, como Vattimo, cuyo sentido de lo que trasciende nuestra condición presente está relacionado con un sentimiento de dependencia, como para las no religiosas, como yo, para las que este sentido consiste sencillamente en la esperanza de un futuro mejor para la humanidad. La diferencia entre estos dos tipos de personas es la existente entre la gratitud injustificable y la esperanza injustificable. No es una cuestión de convicciones en conflicto sobre lo que realmente existe y lo que no.
[1] He desarrollado este punto con detalle en un ensayo sobre «La voluntad de creer» de William James: «Religious Faith, Intellectual Responsibility, and Romance», incluido en mi Philosophy and Social Hope, Nueva York, Penguin, 199. Véase también mi «Pragmatism as Romantic Polytheism», en Morris Dickstein (comp..), The Revival of Pragmatism, Durham, Carolina del Norte, Duke University Press, 1998, págs. 21-36.
[2] Desde luego, nosotros, los anticlericalistas que somos también políticamente de izquierdas, tenemos una razón más para esperar que la religión institucionalizada desaparezca algún día. Pensamos que la fe en el otro mundo es peligrosa porque, como dijo John Dewey: «El hombre no ha usado nunca plenamente los poderes que posee para acrecentar el bien en el mundo, porque siempre ha esperado que algún poder externo a él y a la naturaleza hiciese aquel trabajo que es su propia responsabilidad» («A common faith» [trad. Cast.: Una fe común, Buenos Aires, Losada, 1974], en Later Works of John Dewey, vol. 9, Carbondale and Edwardsville, Southern Illinois University Press, 1986, pág. 31).
[3] G. Vattimo, Credere di credere. È possibile essere cristiani nonostante la Chiesa?, op. cit. (trad. cit.).
[4] Véase «The Trace of the Trace», en Jacques Derrida y Gianni Vattimo (comps.), Religion: Cultural Memory in the Present, Stanford, Calif., Stanford University Press, 1998, pág. 84.
[5] La cuestión de si esta retirada es deseable es bastante diferente de la cuestión, de estilo kantiano, «¿El conocimiento religioso es cognitivo o no cognitivo?». La distinción que hago entre el campo epistémico y lo que queda fuera de él no está diseñada sobre la base de una distinción entre las facultades humanas, ni tampoco sobre una teoría acerca del modo en que la mente humana se relaciona con la realidad. Es una distinción entre tópicos sobre los que tenemos derecho a pedir un acuerdo universal y otros tópicos. Cuáles son los que deben estar en el campo epistémico y cuáles no es un asunto de política cultural. Antes de lo que Jonathan Israel llamó «la ilustración radical», se supuso que la religión era un tópico de la primera clase. Gracias a trescientos cincuenta años de actividad político-cultural, éste ya no es el caso. Para una ampliación sobre la relación entre teología y cultura política, véase mi ensayo «Cultural Politics and the Question of the Existence of God», en Nancy K. Frankenberry (comp.), Radical Interpretation in Religión, op cit., págs. 53-77.
Es también una cuestión distinta de si las voces religiosas deben ser oídas en el terreno público en el que los ciudadanos discuten los asuntos políticos. La última cuestión ha sido intensamente debatida por Stephen Carter, Robert Audi, Nocholas Wolterstorff y otros muchos. Comenté este debate en mi «Religión in the Public Square: A Reconsideration», Journal of Religious Ethics, vol. 31, nº 1 (primavera de 2003), págs. 141-149.
[2] Desde luego, nosotros, los anticlericalistas que somos también políticamente de izquierdas, tenemos una razón más para esperar que la religión institucionalizada desaparezca algún día. Pensamos que la fe en el otro mundo es peligrosa porque, como dijo John Dewey: «El hombre no ha usado nunca plenamente los poderes que posee para acrecentar el bien en el mundo, porque siempre ha esperado que algún poder externo a él y a la naturaleza hiciese aquel trabajo que es su propia responsabilidad» («A common faith» [trad. Cast.: Una fe común, Buenos Aires, Losada, 1974], en Later Works of John Dewey, vol. 9, Carbondale and Edwardsville, Southern Illinois University Press, 1986, pág. 31).
[3] G. Vattimo, Credere di credere. È possibile essere cristiani nonostante la Chiesa?, op. cit. (trad. cit.).
[4] Véase «The Trace of the Trace», en Jacques Derrida y Gianni Vattimo (comps.), Religion: Cultural Memory in the Present, Stanford, Calif., Stanford University Press, 1998, pág. 84.
[5] La cuestión de si esta retirada es deseable es bastante diferente de la cuestión, de estilo kantiano, «¿El conocimiento religioso es cognitivo o no cognitivo?». La distinción que hago entre el campo epistémico y lo que queda fuera de él no está diseñada sobre la base de una distinción entre las facultades humanas, ni tampoco sobre una teoría acerca del modo en que la mente humana se relaciona con la realidad. Es una distinción entre tópicos sobre los que tenemos derecho a pedir un acuerdo universal y otros tópicos. Cuáles son los que deben estar en el campo epistémico y cuáles no es un asunto de política cultural. Antes de lo que Jonathan Israel llamó «la ilustración radical», se supuso que la religión era un tópico de la primera clase. Gracias a trescientos cincuenta años de actividad político-cultural, éste ya no es el caso. Para una ampliación sobre la relación entre teología y cultura política, véase mi ensayo «Cultural Politics and the Question of the Existence of God», en Nancy K. Frankenberry (comp.), Radical Interpretation in Religión, op cit., págs. 53-77.
Es también una cuestión distinta de si las voces religiosas deben ser oídas en el terreno público en el que los ciudadanos discuten los asuntos políticos. La última cuestión ha sido intensamente debatida por Stephen Carter, Robert Audi, Nocholas Wolterstorff y otros muchos. Comenté este debate en mi «Religión in the Public Square: A Reconsideration», Journal of Religious Ethics, vol. 31, nº 1 (primavera de 2003), págs. 141-149.
Disponibles en nuestra biblioteca virtual:
- Vattimo: Creer que se cree
- Rorty: Philosophy and Social Hope
- James: Pragmatismo
- Tillich: The Eternal Now
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