Debate: Habermas-Ratzinger (1)

sábado, 10 de mayo de 2008


Razón y Fe

El entonces cardenal Joseph Ratzinger, actual Papa Benedicto XVI, y el filósofo Jürgen Habermas, profesor de la escuela de Frankfurt y padre del patriotismo constitucional, celebraron el día 19 de enero del 2004 un diálogo en la Academia Católica de Munich sobre los Fundamentos morales prepolíticos del Estado liberal, desde las fuentes de la razón y de la fe. La diversidad de las posiciones de uno y otro respecto a las raíces de la legitimidad del Estado democrático puso de relieve la oposición entre revelación y razón. Pero también hubo coincidencias entre ambos, como es la necesidad de controlar los peligros que religiones y razón suponen para los derechos del hombre, mediante lo que Habermas califica de aprendizaje recíproco entre razón y fe. La Vanguardia ofrece los textos completos leídos por Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger, en un diálogo que, a buen seguro, será referencia básica en el futuro.

Habermas:


“Propongo un aprendizaje entre razón y fe acerca de sus límites”

"La esencia de la legitimidad democrática está sólo en el derecho"

El tema que hoy debatimos me hace evocar aquella pregunta que Ernst-Wolfgang Böckenförde planteó a mediados de los años sesenta en términos claros y concisos: ¿es posible que el Estado liberal secular se sustente sobre unas premisas normativas que él mismo no puede garantizar? (1). Lo que se pregunta Böckenförde es si el Estado democrático constitucional es capaz de renovar sus presupuestos normativos valiéndose de recursos propios, ya que no es inconcebible que pueda depender en realidad de tradiciones éticas autóctonas, ya sean ideológicas o religiosas; en cualquier caso, vinculantes a escala colectiva. Para el Estado, que debe hacer profesión de neutralidad en el terreno ideológico, esto representaría un obstáculo ante el "hecho innegable del pluralismo" (Rawls), aunque esta conclusión no basta para descartar la mencionada sospecha.

Para empezar, quisiera caracterizar el problema en dos sentidos. En sentido cognitivo, la duda se circunscribe a la cuestión de si el poder político, consumada la total positivización del Derecho, sigue admitiendo una justificación secular, es decir, no religiosa o posmetafísica. Aun en el caso de que se acepte esa clase de legitimación, desde el punto de vista motivacional se mantiene la duda de si es posible estabilizar desde un punto de vista normativo -es decir, más allá de un mero modus vivendi- una colectividad ideológicamente pluralista sobre la base de un consenso fundamental que no pasaría de ser en el mejor de los casos meramente formal y limitado a procedimientos y principios (2). Aun en el caso de que se pueda despejar esa duda, resulta indiscutible que los ordenamientos liberales dependen de la solidaridad de sus ciudadanos, cuyas fuentes podrían agotarse por completo si se produjera una secularización desencaminada de la sociedad. Este diagnóstico no se puede rechazar de plano, pero eso no significa que los elementos cultos entre los defensores de la religión puedan extraer de él, por así decirlo, una plusvalía (3). En lugar de ello, propongo entender la secularización cultural y social como un doble proceso de aprendizaje que obligue tanto a las tradiciones de la ilustración como a las doctrinas religiosas a reflexionar acerca de sus límites (4). Finalmente, en lo que respecta a las sociedades postseculares, cabe preguntarse, desde el punto de vista cognitivo y expectativo, qué premisas normativas debe imponer el Estado liberal a sus ciudadanos creyentes y no creyentes en su relación recíproca (5).

1. EL LIBERALISMO POLÍTICO -al que me adhiero en su variante específica del republicanismo kantiano (2)- se concibe a sí mismo como una justificación no religiosa y posmetafísica de los fundamentos normativos del Estado democrático constitucional. Esta teoría se encuadra en la tradición de un derecho racional que renuncia a las hipótesis fuertes cosmológicas o histórico-teológicas de las doctrinas clásicas y religiosas del derecho natural. La historia de la teología cristiana en la edad media, en especial la escolástica española tardía, se encuadra, por supuesto, en la genealogía de los derechos humanos. Pero los fundamentos de legitimación de la autoridad estatal ideológicamente neutral proceden en última instancia de las fuentes profanas de la filosofía de los siglos XVII y XVIII. La teología y la Iglesia no fueron capaces de afrontar hasta mucho más tarde los desafíos del Estado constitucional surgido de la revolución burguesa. Sin embargo, a mi entender, desde el punto de vista católico, que asume sin problemas la existencia del lumen naturale, nada se opone en lo esencial a una fundamentación autónoma (es decir, independiente de las verdades reveladas) de la moral y el derecho.

En el siglo XX, la fundamentación poskantiana de los principios constitucionales liberales ha adoptado preferentemente la forma de una crítica historicista y empirista, y ha descuidado el análisis de las consecuencias negativas del derecho natural objetivo (como por ejemplo la ética material de valores). Desde mi punto de vista, para defender frente al contextualismo un concepto de razón no derrotista y frente al positivismo jurídico un concepto no decisionista de la validez del derecho, basta con formular algunas hipótesis débiles acerca del contenido normativo de la constitución comunicativa de formas de vida socioculturales. La tarea fundamental consiste en explicar: -por qué el proceso democrático es considerado un proceso de legislación legítima: en la medida en que satisface las condiciones de una formación de la voluntad colectiva inclusiva y discursiva, justifica la hipótesis de la aceptabilidad racional de los resultados; y -por qué la democracia y los derechos humanos se limitan recíprocamente de manera equiprimordial en el proceso constituyente: la institucionalización jurídica del proceso de legislación democrática exige la simultánea garantización de los derechos fundamentales, tanto liberales como políticos (3).

El punto de referencia de esta estrategia de fundamentación es la constitución que se otorgan los ciudadanos asociados, y no la domesticación de una autoridad estatal ya existente, pues ésta todavía ha de ser creada por medio de un proceso constituyente democrático. Una autoridad estatal constituida (y no sólo domesticada constitucionalmente) está fundamentada en derecho hasta lo más íntimo de su esencia, de modo que el derecho impregna por completo la autoridad política, sin excluir ningún aspecto. Con la concepción positivista de la voluntad de Estado, la doctrina del derecho público alemana, cuyas raíces se retrotraen a la época del imperio alemán, dejaba abierta una puerta para una sustancia ética del Estado o de lo político no sometida a derecho; en cambio, en el Estado constitucional no existe ninguna autoridad que se sustente en una sustancia prejurídica (4). La soberanía preconstitucional del monarca no deja libre ningún hueco que fuera necesario rellenar -en forma del ethos de un pueblo más o menos homogéneo- por medio de una soberanía popular igualmente sustancial.

A la luz de este problemático legado, la pregunta de Ernst-Wolfgang Böckenförde ha sido entendida en el sentido de que un ordenamiento constitucional completamente positivizado necesitaría la religión o algún otro poder sustentador como respaldo cognitivo de sus fundamentos de validez. De acuerdo con esta interpretación, la aspiración de validez del derecho positivo dependería de su fundamentación en las convicciones éticas-prepolíticas de las comunidades religiosas o nacionales, ya que tal clase de ordenamiento jurídico no puede justificarse únicamente de modo autorreferencial a partir de procesos jurídicos generados democráticamente. En cambio, si se concibe el proceso democrático no a la manera positivista de Kelsen o Luhmann, sino como método para la creación de legitimidad a partir de la legalidad, no puede hablarse de un déficit de validez que deba ser compensado mediante la eticidad. En contraste con la concepción del Estado constitucional procedente de la derecha hegeliana, la doctrina procedimentalista de inspiración kantiana insiste en una fundamentación autónoma de los principios constitucionales con la pretensión de ser racionalmente aceptable para todos los ciudadanos.

2. EN LO QUE SIGUE partiré de la base de que la constitución del Estado liberal puede satisfacer su necesidad de legitimación de forma autosuficiente, es decir, a partir de los recursos cognitivos de una economía argumentativa independiente de toda tradición religiosa y metafísica. Sin embargo, aun bajo esta premisa persiste una duda desde el punto de vista motivacional. En efecto, las premisas normativos del Estado democrático constitucional exigen al individuo un mayor compromiso en la medida en que éste asume el papel de ciudadano del Estado (y por lo tanto autor del derecho), y un compromiso menor en la medida en que se concibe a sí mismo como miembro de la sociedad (y por lo tanto mero destinatario del derecho). De los destinatarios del derecho sólo se espera que no traspasen los límites legales a la hora de materializar sus libertades (y aspiraciones) subjetivas. Las motivaciones y actitudes que se esperan de los ciudadanos en su papel de colegisladores democráticos tienen poco que ver con la obediencia prestada a las leyes coercitivas que regulan la libertad; se espera de ellos que materialicen sus derechos comunicativos y participativos de manera activa, y no solo en un legítimo interés propio, sino en pro del bien común. Esto requiere un mayor esfuerzo motivacional, que no puede imponerse por vía legal. En un Estado de derecho democrático, la obligación de votar en las elecciones estaría tan fuera de lugar como la solidaridad por decreto ley. La disposición a tomar bajo su responsabilidad, en caso necesario, a conciudadanos desconocidos y anónimos, y a hacer sacrificios en nombre del interés colectivo, es algo que a los ciudadanos de una comunidad liberal solo se les puede, como mucho, sugerir. Por eso las virtudes políticas, aunque solo se recauden en calderilla, son esenciales para la existencia de una democracia. Forman parte de la socialización y de la habituación a las prácticas ymaneras de pensar de un cultura política liberal. El estatus de ciudadano del Estado se halla, en cierto modo, insertado en una sociedad civil que se nutre de fuentes espontáneas, prepolíticas por así decirlo. De ello no cabe deducir, sin embargo, que el Estado liberal sea incapaz de reproducir sus presupuestos motivacionales a partir de recursos seculares propios. Sin duda, los motivos para la participación de los ciudadanos en la opinión pública y los procesos de decisión tienen su origen en proyectos de vida éticos y formas de vida culturales; pero las prácticas democráticas desarrollan una dinámica política propia. Sólo un Estado de derecho sin democracia, algo a lo que en Alemania hemos estado acostumbrados largo tiempo, sugeriría una respuesta negativa a la pregunta de Böckenförde: "¿Pueden los pueblos unificados estatalmente apoyarse sólo en la garantización de las libertades individuales, sin que exista un vínculo unificador previo a esas libertades?" (5). En efecto, el Estado de derecho constituido democráticamente no solo garantiza libertades negativas para los miembros de la sociedad preocupados por su propio bien, sino que, al ofrecer libertades comunicativas, moviliza también la participación de los ciudadanos del Estado en el debate público en torno a temas que afectan a toda la colectividad. El vínculo unificador perdido es un proceso en el que se discute, en última instancia, la interpretación correcta de la constitución.

Así, por ejemplo, en las discusiones actuales en torno a la reforma de Estado del bienestar, la política de inmigración, la guerra de Iraq y la abolición del servicio militar obligatorio, lo que se juzga no son meramente políticas concretas, sino también, en todos los casos, la interpretación correcta de los principios constitucionales, y, de modo implícito, el modo en que queremos entendernos a nosotros mismos como ciudadanos de la República Federal Alemana y como europeos, a la luz de la multiplicidad de nuestras formas de vida culturales y del pluralismo de nuestras ideologías y convicciones religiosas. Ciertamente, al volver la vista atrás debe reconocerse que el hecho de compartir religión y lengua, y sobre todo la recuperación de la conciencia nacional, fueron útiles para el surgimiento de una solidaridad ciudadana, por otra parte sumamente abstracta. Pero entre tanto las convicciones republicanas se han desprendido en buena parte de esos lastres prepolíticos: el hecho de que no estemos dispuestos a morir por Niza no representa objeción alguna contra una constitución europea. Piensen ustedes en los discursos político-éticos en torno al holocausto y la criminalidad de masas, que han permitido a los ciudadanos de la República Federal ser conscientes del logro que representa la Constitución. El ejemplo de una política de la memoria de carácter autocrítico (algo que hoy en día ya no es excepcional, pues también está presente en otros países) muestra hasta qué punto la propia política puede ser un caldo de cultivo para la formación y renovación de los vínculos del patriotismo constitucional.

Al contrario de lo que sugiere un malentendido muy frecuente, el patriotismo constitucional significa que los ciudadanos se hagan suyos los principios de la Constitución no solo en su contenido abstracto, sino en su significado concreto, desde el contexto histórico de su respectiva historia nacional.



El proceso cognitivo no basta para que los contenidos morales de los principios fundamentales se afiancen en las convicciones de los ciudadanos. El razonamiento moral y la coincidencia mundial en la indignación ante las violaciones masivas de los derechos humanos solo bastarían para fomentar la integración de una sociedad constituida de ciudadanos del mundo (si tal cosa llega a existir algún día). Entre los miembros de una comunidad política, la solidaridad, tan abstracta como se quiera, y jurídicamente mediada, sólo puede surgir en el momento en que los principios de justicia encuentran acomodo en el entramado, más denso, de las orientaciones de valor culturales.

3. DE ACUERDO CON las anteriores consideraciones, la naturaleza secular del Estado democrático constitucional no muestra ninguna debilidad inherente al sistema político como tal, es decir, interna, que pueda dificultar su autoestabilización desde el punto de vista cognitivo o motivacional. Esto no excluye factores externos. Una modernización desencaminada de la sociedad en su conjunto podría muy bien debilitar el vínculo democrático del que depende necesariamente (pero no puede forzar por vía legal) el Estado democrático. En ese caso nos hallaríamos exactamente ante la situación que describe Böckenförde: la transformación de los ciudadanos de las sociedades liberales bienestantes y pacíficas en mónadas aisladas que actuarían sólo por su propio interés y sólo se dedicarían a usar las unas contra las otras como armas sus derechos subjetivos. En un contexto más amplio, se aprecian indicios de esa clase de desmoronamiento de la solidaridad interciudadana en la dinámica, no controlada políticamente, de la economía y la sociedad globales. Los mercados, que como es sabido no pueden democratizarse como si se tratara de instituciones estatales, asumen de manera creciente funciones de control en sectores de la vida cuya cohesión se había mantenido hasta ahora de modo normativo, es decir, por vías políticas o mediante formas prepolíticas de comunicación. Con esto, no sólo las esferas privadas se invierten transformándose en medida creciente en mecanismos de acción al servicio de las preferencias propias de cada uno, que persiguen exclusivamente el éxito, sino que también se reduce el ámbito sometido a las necesidades de legitimación de la esfera pública.

El privatismo del ciudadano se ve reforzado por la desmoralizante pérdida de función de un proceso democrático de formación de opinión y voluntad que a estas alturas ya sólo funciona, y de manera parcial, en los ámbitos nacionales, y por ello ya no alcanza a los procesos de decisión desplazados a niveles supranacionales. También la esperanza cada vez más mermada en la capacidad estructuradora de la comunidad internacional fomenta la tendencia a la despolitización de los ciudadanos. A la vista de los conflictos y de las sangrantes desigualdades sociales de una sociedad global fuertemente fragmentada, crece la decepción con cada nuevo tropiezo en el camino, iniciado sólo a partir de 1945, hacia la constitucionalización del derecho internacional.

Las teorías posmodernas, ejerciendo una crítica de la razón, entienden las crisis no como consecuencia de un agotamiento selectivo de los potenciales de racionalidad acumulados en la modernidad occidental, sino como resultado lógico de un proyecto de racionalización intelectual y social autodestructivo. Aunque el escepticismo radical con respecto a la razón es algo intrínsecamente extraño a la tradición católica, lo cierto es que hasta los años sesenta del siglo pasado el catolicismo tuvo dificultades para asumir el pensamiento secular del humanismo, la ilustración y el liberalismo político. Por eso hoy en día vuelve a encontrar eco el teorema según el cual sólo la orientación religiosa hacia un punto de referencia transcendente puede sacar del callejón sin salida a una modernidad que se siente culpable. En Teherán, un compañero me preguntó si, desde el punto de vista de la comparación entre culturas y la sociología de la religión, no sería precisamente la secularización europea la anomalía necesitada de corrección. Eso me hace pensar en la atmósfera intelectual de la República de Weimar, en Carl Schmitt, Heidegger o Leo Strauss. Personalmente prefiero no llevar al límite, desde un punto de vista de la crítica de la razón, la cuestión de si una modernidad ambivalente puede estabilizarse únicamente por medio de las fuerzas seculares de la razón comunicativa; lo mejor es huir de todo dramatismo y tratarla como una mera cuestión empírica no resuelta. Con esto no pretendo contemplar el hecho de la pervivencia de la religión en un entorno cada vez más secularizado como un mero fenómeno social. La filosofía debe tomar en serio este dato y contemplarlo, por así decirlo, desde dentro, como un desafío cognitivo. Sin embargo, antes de proseguir la discusión por esta línea, quisiera mencionar una derivación plausible del diálogo en otra dirección. Debido a la creciente radicalización de la crítica de la razón, la filosofía se ha implicado también en la autorreflexión acerca de sus propios orígenes religioso-metafísicos, y ocasionalmente también en el diálogo con una teología que, por su parte, busca conectar con los intentos filosóficos de autoreflexión poshegeliana de la razón (6). Excurso. Uno de los posibles puntos de arranque del discurso filosófico sobre la razón y la revelación es una figura de pensamiento que reaparece continuamente: la razón, al reflexionar acerca de sus fundamentos más profundos, descubre que tiene su origen en otra cosa; y si no quiere perder su orientación racional en el callejón sin salida de la autoapropiación híbrida, debe aceptar el poder fatal de esa otra cosa.

Como modelo sirve el ejercicio de una mutación llevada a cabo, o por lo menos puesta en marcha, mediante las propias fuerzas, una conversión de la razón por medio de la razón; el desencadenante de la reflexión puede ser la autoconciencia del sujeto cognoscente y actuante (como en Schleiermacher), o la historicidad de la autoconfirmación existencial del individuo (como en Kierkegaard), o el desgarro doloroso de los valores éticos imperantes (como en Hegel, Feuerbach y Marx). A pesar de carecer inicialmente de intención teológica, la razón que se hace consciente de sus propios límites acaba convirtiéndose en otra cosa, sea por medio de la amalgama mística con una conciencia de aspiraciones cósmicas, o la espera desesperada de un acontecimiento histórico en forma de mensaje redentor, o la solidaridad anticipatoria con los humillados y ofendidos, que pretende acelerar la redención mesiánica. Estos dioses anónimos de la metafísica poshegeliana -la conciencia de alcance cósmico, el acontecimiento inmemorial y la sociedad no alienada- son presa fácil para la teología, pues se prestan a ser descifrados como seudónimos de la trinidad del Dios personal que se comunica a sí mismo.

Estos intentos de renovación de una teología filosófica después de Hegel despiertan, en cualquier caso, más simpatía que ese nietzscheanismo que se limita a tomar prestados los conceptos, de connotación cristiana, de escuchar y aprender, devoción y expectación de la gracia, llegada y acontecimiento, a fin de proyectar un pensamiento vacío de proposiciones hacia una era arcaica indefinida, más allá de Cristo y Sócrates. Frente a esto, una filosofía consciente de su falibilidad y de su posición frágil dentro del complejo edificio de la sociedad moderna, ha de insistir en la diferenciación genérica, pero de ningún modo peyorativa, entre el discurso secular, que aspira a ser accesible a todo el mundo, y el discurso religioso, que depende de verdades reveladas. A diferencia de lo que sucede en Kant y Hegel, esta delimitación gramatical no se vincula con la aspiración filosófica de determinar de modo autónomo qué hay de verdadero o falso en el contenido de las tradiciones religiosas, más allá del saber mundano socialmente institucionalizado. El respeto que va asociado a esa renuncia cognitiva al juicio se fundamenta en la consideración hacia las personas y modos de vida que claramente extraen su integridad y autenticidad de sus convicciones religiosas. Pero hay algo más que respeto: a la filosofía no le faltan motivos para adoptar ante las tradiciones religiosas una actitud dispuesta al aprendizaje.

4. A DIFERENCIA de la austeridad ética del pensamiento posmetafísico, al que resulta ajeno todo concepto general vinculante de vida buena y ejemplar, en los libros sagrados y las tradiciones religiosas se articulan intuiciones de error y salvación, de la redención de una vida que se experimenta como huera de esperanza, que han sido deletreadas sutilmente durante milenios y refrescadas continuamente gracias a la hermenéutica. Por eso en la vida de las comunidades religiosas, en la medida en que eviten el dogmatismo y las restricciones a la conciencia, puede permanecer intacto algo que en otros lugares se ha perdido y que no puede recuperarse sólo por medio del saber profesional de los expertos: me refiero a la sensibilidad y la capacidad de expresión diferenciada para hablar de la vida carente de objeto, para las patologías sociales, para el fracaso de proyectos de vida individuales y la deformación de contextos de vida desfigurados. A partir de la asimetría de las aspiraciones epistémicas se puede fundamentar la disposicion de la filosofía al aprendizaje con respecto a la religión, y no por motivos funcionales, sino -en recuerdo de sus exitosos procesos de aprendizaje hegelianos-por motivos de contenido. Como es sabido, la influencia recíproca del cristianismo y la metafísica griega no sólo ha dado lugar a la concreción intelectual de la dogmática teológica y a una helenización -no siempre positiva- del cristianismo, sino que, por otro lado, también ha fomentado la asunción de ideas genuinamente cristianas por parte de la filosofía. Esa tarea de apropiación se ha plasmado en redes de conceptos normativos fuertemente connotados, como los de responsabilidad, autonomía y justificación, historia y recuerdo, recomienzo, innovación y retorno, emancipación y realización, renuncia, interiorización y encarnación, individualidad y comunidad. Esa tarea ha transformado el sentido religioso original de los conceptos, pero sin deflacionarlo y consumirlo hasta dejarlo vacío. Un ejemplo de ese tipo de transformación salvadora es la traducción de la idea del ser humano a imagen y semejanza de Dios a la idea de que todos los hombres poseen la misma dignidad, que debe respetarse incondicionalmente. Así se expande el contenido de los conceptos bíblicos más allá de las fronteras de una comunidad religiosa hacia el público general de creyentes y no creyentes. Por ejemplo, Walter Benjamin logró más de una vez realizar ese tipo de transformaciones.A partir de esa experiencia de la liberación secularizadora de potenciales de significado encapsulados en la religión, podemos conferir un sentido no capcioso al teorema de Böckenförde. Ya he mencionado el diagnóstico según el cual el equilibrio conseguido en la modernidad entre los tres grandes medios de integración social está en peligro debido a que los mercados y el poder administrativo expulsan de cada vez más ámbitos de la vida la solidaridad social, es decir, la actuación coordinada en lo que afecta a valores, normas y usos lingüísticos al servicio del entendimiento. Por eso al Estado constitucional le conviene, por su propio interés, tratar de modo respetuoso a todas las fuentes culturales de las que se nutre la conciencia normativa y la solidaridad de los ciudadanos. Esa conciencia que se ha vuelto conservadora se refleja en el discurso en torno a la sociedad postsecular (7). Con ello no se alude sólo al hecho constatable de la supervivencia de la religión en un entorno crecientemente secularizado y la persistencia en el tiempo de las comunidades religiosas. La expresión postsecular tampoco se limita a pagar peaje público a las comunidades religiosas por su aportación funcional a la reproducción de motivaciones y actitudes deseables. No: en la conciencia pública de una sociedad postsecular se refleja, ante todo, una visión normativa que tiene consecuencias para las relaciones políticas entre ciudadanos no creyentes y ciudadanos creyentes. En la sociedad postsecular se abre paso la noción de que la modernización de la conciencia pública abarca y modifica, por medio de la reflexión y de modo asincrónico, todas las mentalidades, tanto las religiosas como las mundanas. Así, ambos bandos, si entienden conjuntamente la secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje complementario, pueden tomar en serio recíprocamente, y por motivos cognitivos, sus respectivas aportaciones al debate público sobre temas sujetos a controversia.

5. POR UN LADO, la conciencia religiosa se ha visto forzada a llevar a cabo procesos de adaptación. Toda religión es originariamente visión del mundo o doctrina omniabacadora, y también en el sentido de que reclama la autoridad para estructurar en su conjunto una forma de vida completa. La religión debería abandonar esa aspiración a erigirse en monopolio de la interpretación y a organizar la vida en todos sus aspectos, para lo cual deberían cumplirse condiciones como la secularización del saber, la neutralización de la autoridad estatal y la generalización de la libertad religiosa. Con la diferenciación funcional de los sistemas sociales parciales, la vida de la comunidad religiosa se separa también de sus entornos sociales. El papel de miembro de la comunidad religiosa se disocia del papel de miembro de la sociedad. Y como el Estado liberal depende necesariamente de una integración política de los ciudadanos que vaya más allá de un mero modus vivendi, esa disociación no debe agotarse en una adaptación, privada de aspiraciones cognitivas, del ethos religioso a las leyes impuestas de la sociedad secular. Antes bien, el ordenamiento jurídico universalista y la moral social igualitaria deben conectarse de modo interno al ethos de la comunidad religiosa de modo que los primeros se deduzcan de manera consistente a partir del segundo. Para esa inserción (Einbettung), John Rawls escogió la imagen de un módulo: a pesar de que ha sido construido sobre fundamentos ideológicamente neutrales, ese módulo de la justicia mundana debe poder insertarse en los respectivos contextos de fundamentación ortodoxos (8).
Esa expectación normativa con la que el Estado liberal confronta a las comunidades religiosas se da la mano con los intereses propios de dichas comunidades en la medida en que de este modo se les abre la posibilidad de ejercer, a través de la opinión pública política, una influencia sobre la sociedad en su conjunto. Ciertamente, las consecuencias de la tolerancia, como muestran las distintas regulaciones del aborto más o menos liberales, no reparten simétricamente entre creyentes y no creyentes; pero también la conciencia secular tiene que pagar un precio por el ejercicio de la libertad religiosa negativa. De ella se espera la práctica de una autorreflexión que permita familiarizarse con los límites de la ilustración.

En las sociedades pluralistas dotadas de una constitución liberal, el concepto de tolerancia fuerza a los creyentes a comprender, en su trato con los no creyentes o los creyentes de otras religiones, que deben contar, razonablemente, con el desacuerdo persistente de aquellos; pero por el otro lado, en el marco de una cultura política liberal también se fuerza a los no creyentes a asumir esa misma posibilidad en su trato con los creyentes. Para el ciudadano carente de oído para la religión, esto significa la nada trivial exigencia de determinar autocríticamente la relación entre la fe y el saber desde la perspectiva del saber global. Y es que la expectativa de una falta de coincidencia persistente entre la fe y el saber sólo merece el calificativo de racional si, a su vez, a las convicciones religiosas también se les concede, desde el punto de vista del saber secular, un estado epistémico no totalmente irracional. Por eso, en la opinión pública política, las visiones del mundo naturalistas, deudoras de una elaboración especulativa de informaciones científicas, y relevantes para la autoconciencia ética de los ciudadanos (9), no tienen ni mucho menos preponderancia prima facie ante las concepciones ideológicas o religiosas que les hacen la competencia. La neutralidad ideológica de la autoridad estatal, que garantiza las mismas libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la generalización política de una visión del mundo secularista.

Los ciudadanos secularizados, en la medida en que actúen en su papel de ciudadanos del Estado, no deben negarles en principio a las visiones del mundo religiosas un potencial de verdad, ni negarles a sus conciudadanos creyentes el derecho a hacer aportaciones a los debates públicos utilizando un lenguaje religioso. Una cultura política liberal puede esperar incluso de los ciudadanos secularizados que tomen parte en los esfuerzos para traducir las aportaciones relevantes del lenguaje religioso a un lenguaje más accesible al público en general (10).

1. E.-W. Böckenförde, "Die Entstehung des Staates als Vorgang der Säkularisation" (1967), en: varios, Recht, Staat, Freiheit, Frankfurt (1991), página 92 y siguientes, aquí 112
2. J. Habermas, Die Einbeziehung des Anderen, Frankfurt (1996)
3. J. Habermas, Faktizität und Geltung, Frankfurt (1992), capítulo III
4. H. Brunkhorst, Der lange Traducción: Joan Parra Schatten des taatswillenspositivismus, Leviathan, 31 ,(2003), p. 362-381
5. Böckenförde (1991), pág. 111
6. P. Neuner, G. Wenz (Hg.), Theologen des 20. Jahrhunderts, Darmstadt (2002)
7. K. Eder, ‘Europäische Säkularisierung – ein Sonderweg in die postsäkulare Gesellschaft?’ Berliner Journal für Soziologie, Cuaderno 3 ( 2002), pág. 331-343
8. J. Rawls, Politischer Liberalismus, Frankfurt (1998), página 76 y siguientes
9. Como ejemplo, W. Singer, ‘Keiner kann anders sein, als er ist. Verschaltungen legen uns fest: Wir sollten aufhören, von Freiheit zu reden’, Frankfurter Allgemeine Zeitung, 8 de enero del 2004, página 33
10. J. Habermas, Glauben und Wissen, Frankfurt (2001)

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