"¿Qué sabemos de la democracia?" - Facundo Bey

miércoles, 19 de agosto de 2009

¿Qué sabemos de la democracia?

por Facundo Bey

Aparecido originalmente en Ciudadanía & Democracia,
17 de agosto de 2009 (ir al enlace original)



Seguramente muchos de nosotros creemos o deseamos creer en la democracia. Lo primero que me pregunto al sostener algo así es quiénes somos nosotros. La respuesta a esta pregunta es difícil, pues la pregunta supone, en principio, que este nosotros es finito. Un nosotros infinito no sería [tampoco] un nosotros. Pero un nosotros inmediatamente delimitado por la creencia positiva en la democracia sería tan propio como peligroso para todos, creyentes y no creyentes.


Lo que podría ayudar a iniciar esta pregunta es reconocernos en cómo creemos en la democracia. Es posible que nos sea objetado que creer en las leyes de la democracia y cuestionarlas a un tiempo nos convierte en este movimiento en enemigos de lo que defendemos. Pero los que decidimos participar de esa relación exigente procuramos crear propiamente el problema democrático.


Aun creyendo de este modo en la democracia, no buscamos el apartamiento e intentamos huir de un orgullo vanaglorioso. Pero creando el problema, no nos aseguramos evitar el sacrificio de la existencia [común]. Interpretar la democracia no es un pasatiempo: es un riesgo y un desafío. Entender a quién desafiamos y a quien ponemos en riesgo puede indicarnos el sentido de nuestro afecto hacia un modo de vida en común incapaz aún de dar por tierra, a partir de la propia búsqueda y de la experiencia que despliega, un pensamiento hoy nostálgico, tímido, fóbico y rencoroso.



Al experimentar la creación de nuestro problema, nos deslizamos silenciosamente entre una multitud de miradas condenatorias y el peligro de una duda ilimitada. Esto debe atemorizarnos en la medida que nos alejemos de nuestra existencia ciudadana. Sólo actuaremos con prudencia al relacionarnos con nuestra creencia si al encontrarnos con la materia que impulsa nuestras preguntas y desde la que planteamos nuestros relatos atendemos nuestro tiempo, nuestro lugar y nuestro nosotros.


¿Es posible que para interrogarnos nos permitamos retroceder y evitar decaer por la pendiente del escepticismo o por la del pánico? Podría ser que así fuera si es que consideramos necesario cuestionar hoy explícitamente lo que públicamente es autorizado como bueno o malo para nuestra sociedad.


Es casi imposible no escuchar a quienes repiten sin esfuerzo –y por la sola motivación de hablar- aquellos valores que preferimos y deseamos para nuestra vida en común sin preguntarse vitalmente a sí mismos en qué consiste la bondad y justicia de la libertad y la igualdad. Sería un inicio si logramos rechazar la curiosa tentación de saber el todo de la democracia y asumimos analizar a la democracia con el compromiso suficiente para sentirla y conocerla como el régimen político que consideramos correcto sin soslayar su carácter controversial con los velos funerarios del rigor, el miedo y la complacencia, por débil o poderoso que sea nuestro numeroso auditorio.

"La increíble democracia" - Facundo Bey

miércoles, 22 de julio de 2009

La increíble democracia

por Facundo Bey

Aparecido originalmente en Ciudadanía & Democracia,
20 de julio de 2009 (ir al enlace original)



¿Qué satisfacción podemos hallar en la base de mantener la creencia en la democracia? O mejor, ¿qué importancia puede tener para nosotros reunir una disposición intelectual y afectiva en torno a una tácita y secreta suposición sobre la grandeza de aquel curioso abuso de la estadística, de aquélla metonimia de la que descree el dictum borgiano, que acallamos a gritos cuando cerramos nuestra capacidad de escucha más auténtica ante la infatigable producción del vértigo informativo de este tiempo, exagerado denodadamente tras la última escena electoral?

Están poco claras las ventajas que anhelamos obtener en esta situación de pobreza política persistente. Pero sí se hace más próximo encontrarnos con la dificultad que opone un estado político escurridizo como el actual para reflexionar con un atisbo de profundidad y detenimiento, sin ambigüedad, hipocresía o ingenuidad, sobre una experiencia que nos atraviesa a todos.

El dudoso culto a los guarismos, el absurdo gusto por la sospecha y el secreto a voces, la crónica apocalíptica y la olímpica soberbia con pretensiones de humildad, decencia o magnificencia real, son raídos disfraces de la fastuosa celebración de esta veloz y penosa decadencia del juicio y la experiencia política.

¿Quiénes serán capaces de renunciar al balbuceo constante y a la ansiedad por llegar al tercer acto del teatro numerario, a favor de una atenta escucha de la increíble cotidianidad de nuestra democracia abandonada a la inmóvil secuencia de datos nostálgicamente esperables?

Desde estas palabras se invita a reflexionar sobre esta gigante dificultad por ocuparnos material e intelectualmente de nuestros asuntos democráticos con insistencia, afecto, sensibilidad, compromiso y resolución. En el tesoro de las relaciones y valores compartidos con nuestros prójimos, en los fines de la justicia, la igualdad, la libertad y la compasión mutua, existe esa posibilidad de abrir en común un presente aún demasiado remoto y responsabilizarnos con cautela de cuidar y extender una esperanza reflexiva, memoriosa y profunda en esta desgastada experiencia que algunos anhelamos significar democrática.

En Memoria de Ralf Dahrendorf (1929-2009) - Facundo Calegari

lunes, 20 de julio de 2009

En memoria de Ralf Dahrendorf (1929-2009)

por Facundo Calegari

Aparecido originalmente en Ciudadanía & Democracia,
20 de junio de 2009 (ir al enlace original)



Una pesada sensación de desanimo inunda hasta a los temperamentos más rudos ante la noticia de que Ralf Dahrendorf ha fallecido en Colonia a la edad de 80 años.

La aristas principales de la vida de este gran individuo estuvieron signadas por la expresión de una virtuosa dualidad: lejos de ser aquella clase de pensadores que reposan cómodamente en la parsimoniosa tranquilidad de sus vidas académicas, Dahrendorf se asumió desde muy corta edad como un hombre de la Política (esa que se escribe con mayúsculas, por ser mayúscula). Su gordiana preocupación por la libertad en sus múltiples aspectos no fueron resultado de sus reflexiones intelectuales o de alguna clase de racionalidad inmanente en su interior: Dahrendorf comprendió la importancia de la libertad desde su abrupta y catastrófica entrada a un campo de exterminio Nazi y desde la forzosa resistencia que planteó a lo que posteriormente significó la República Democrática Alemana.

De ahí en más, su vida política adoptó la forma de un ascetismo cruzado por la realización (intelectual, pero ante todo práctica, insisto) de una de sus preocupaciones cívicas centrales: la posibilidad de una democracia liberal que, parafraseando a John Dewey, logre redescribir los vicios de aquel viejo individualismo decimonónico para trocarlos por un sistema de libertades que se oponga a las atroces desigualdades que calaban su alma y la de muchos de sus compatriotas continentales.

Su presagiosa vida intelectual hizo que en una de sus principales obras, Dahrendorf forjara lo que sólo su gigantesco e iluminado intelecto podría forjar: por un lado, el reconocimiento de la genialidad analítica de Karl Marx en la caracterización del sistema capitalista moderno y su importancia en la moderna estructuración social, por otro lado, la contundente demarcación analítica hacia todas aquellas interpretaciones marxistas a las cuales consideraba políticamente vacuas o sociológicamente errantes.

Ya sea como diputado del parlamento alemán, como comisario europeo o desde su estancia en Inglaterra como director de la London School of Economics y el St. Anthony’s College de Oxford, Dahrendorf continuó fiel al peso de su intelectualidad sociológica y a la honestidad de sus pulsiones políticas más viscerales. Sus incalculables aportes a las Ciencias Sociales y los propios realizados en la titánica tarea de dar forma a lo que en la actualidad se conoce como Unión Europea, le granjearon a Dahrendorf nada menos que el premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 2007.

La miserabilidad humana en cualquiera de sus mezquinos lenguajes podrá intentar hacer de Ralf Dahrendorf un vacuo pensador del orden y la armonía elitista (sobre todo en las informes y esquizofrénicas latitudes que nos circundan más inmediatamente).

Pero todos aquellos que reconozcamos las verdaderas preocupaciones morales, intelectuales y políticas de Ralf Dahrendorf, no dejaremos de extrañar su capilar debilidad ante la complejidad de los hechos sociales, las mismas que lo hicieron negar cualquier posibilidad de resolución definitiva de la conflictividad y sostener a la democracia como la natural y necesaria canalización institucional de los conflictos sociales.

Hans-Georg Gadamer: "Semántica y hermenéutica"

jueves, 9 de julio de 2009

Hans-Georg Gadamer

Semántica y hermenéutica (1968)

Verdad y método, Ediciones
Sígueme, Salamanca, 1994, cap. 13, pp. 171- 179



No me parece un azar que entre las corrientes filosóficas de hoy la semántica y la hermenéutica hayan alcanzado una actualidad especial. Ambas parten de la expresión lingüística de nuestro pensamiento. Ya no se saltan la forma fenoménica primaria de toda experiencia espiritual. Por ocuparse de lo lingüístico, ambas poseen una perspectiva de verdadera universalidad. Pues ¿qué hay en el fenómeno lingüístico que no sea signo y que no sea un momento del proceso de entendimiento?

La semántica parece describir el campo lingüístico desde fuera, por la observación, y se ha podido desarrollar una clasificación de los comportamientos en el trato con estos signos. Debemos esa clasificación al investigador estadounidense Charles Morris. La hermenéutica por su parte aborda el aspecto interno en el uso de ese mundo semiótico; o, más exactamente, el hecho interno del habla, que visto desde fuera aparece como la utilización de un mundo de signos. Ambas estudian con su propio método la totalidad del acceso al mundo que representa e1 lenguaje. Y ambas lo hacen investigando más allá del pluralismo lingüístico existente.

Creo que el mérito del análisis semántico ha sido el haber descubierto la estructura global del lenguaje y haber relacionado con ella los falsos ideales de univocidad de los signos o símbolos y de formalizabilidad lógica de la expresión lingüística. El gran valor del análisis de la estructura semántica consiste en parte en disolver la apariencia de singularidad que produce el signo verbal aislado, y lo hace de diferentes modos: o bien explicitando sus sinónimos o, en forma aún más significativa, mostrando la expresión verbal individual como algo intransferible y no intercambiable. Me parece más significativa esta segunda operación porque apunta hacia algo que está detrás de la sinonimia. La mayoría de las expresiones de un mismo pensamiento, de las palabras que designan la misma cosa, admite quizá desde la perspectiva de la mera designación y denominación de algo, la distinción, articulación y diferenciación; pero cuanto menos se aísla el signo concreto tanto más se individualiza el significado de la expresión. El concepto de sinonimia se va diluyendo más y más. Al final queda patente un ideal semántico que en un determinado contexto sólo reconoce una expresión y ninguna otra como correcta, como acertada. El lenguaje poético podría estar aquí en la cima, y dentro de él parece aumentar esa individualización que lleva desde el lenguaje épico, pasando por el dramático, al lírico, a la construcción lírica del poema. Esto aparece en el hecho de ser el poema lírico, en buena medida, intraducible. El ejemplo del poema puede aclarar lo que aporta el aspecto semántico. Hay un verso de Immermann que dice: Die Zähre rinnt (la lágrima resbala), y el que oye la palabra Zähre se sentirá quizá perplejo ante el uso de este vocablo arcaico en lugar de Träne. Pero tratándose de un poema, como en este caso, el poeta puede haber acertado en la elección. El vocablo Zähre hace aflorar en el hecho cotidiano del llanto otro sentido ligeramente distinto. Cabe la duda. ¿Hay realmente una diferencia de sentido? ¿no se trata de un matiz meramente estético, de una valoración emocional o eufónica? Es posible que Zähre suene diferente que Täne; pero ¿no son palabras intercambiables en lo que al sentido se refiere?

Hay que examinar esta objeción en todo su rigor. Porque es realmente difícil encontrar una mejor definición de lo que es el sentido o el significado o the meaning de una expresión que su sustituibilidad. Cuando entra una expresión en lugar de otra sin que cambie el sentido de la totalidad, esa expresión posee el mismo sentido que la expresión sustituida. Pero cabe preguntar hasta qué punto puede valer esa teoría de la sustitución para el sentido del discurso, de la auténtica unidad del fenómeno lingüístico. Es indudable que se trata de la unidad del discurso y no de una expresión sustituible como tal. Precisamente la superación de una teoría del significado que aísla las palabras reside en las posibilidades del análisis semántico. En este aspecto más amplio habrá que limitar en su validez la teoría de la sustitución que haya de definir el significado de las palabras. La estructura de una trama lingüística no debe describirse partiendo sin más de la correspondencia y la sustituibilidad de las distintas expresiones. Hay sin duda giros equivalentes, pero tales relaciones de equivalencia no son coordinaciones inmutables, sino que aparecen y mueren, igual que el espíritu de una época se refleja también de un decenio a otro en el cambio semántico. Obsérvese, por ejemplo, la introducción de expresiones inglesas en la vida social de nuestros días. De ese modo el análisis semántico puede descubrir hasta cierto punto las diferencias de los tiempos y el curso de la historia, y puede hacer perceptible, en especial, la inserción de una totalidad estructural en la nueva estructura global. Su precisión descriptiva demuestra la incoherencia resultante de la adopción de un ámbito verbal en nuevos contextos y esa incoherencia sugiere a menudo que se ha reconocido aquí algo realmente nuevo. Esto es válido también y sobre todo para la lógica de la metáfora. La metáfora nos parece una transferencia, es decir, actúa retrotrayéndonos al ámbito originario del que procede y desde el que fue llevada a un nuevo ámbito de aplicación, mientras tenemos conciencia de esta relación como tal. Sólo cuando la palabra arraiga en su uso metafórico y ha perdido el carácter de recepción y de transferencia, empieza a desarrollar su significado como «propio». Así, es sin duda una mera convención gramatical el atribuir a la palabra «flor» como significado propio el que tiene en el mundo vegetal, y el considerar la aplicación de esta palabra a unidades vitales superiores, como la sociedad o la cultura, un uso impropio y figurado. El entramado de un vocabulario y de sus reglas de empleo realiza únicamente el compendio de lo que forma de ese modo la estructura de una lengua mediante la constante adición de expresiones en nuevos ámbitos de uso.

Esto impone un cierto límite a la semántica. Cabe considerar sin duda, desde la idea de un análisis total de la estructura fundamental del lenguaje, todos los idiomas existentes como formas fenoménicas de lenguaje. Pero la constante tendencia a la individualización chocará con la tendencia a la convención, que también es inherente al lenguaje. Pues lo que constituye la vida del lenguaje es que nunca se puede alejar demasiado de las convenciones lingüísticas. El que habla una lengua que nadie entiende no habla en realidad. Mas, por otro lado, el que sólo habla una lengua cuya convencionalidad se ha hecho absoluta en la elección de las palabras, en la sintaxis o en el estilo, pierde la capacidad de interpelación y evocación, que sólo es alcanzable por la individualización del vocabulario y de los recursos lingüísticos.

Un buen ejemplo de este proceso es la tensión que existe siempre entre terminología y lenguaje vivo. Un fenómeno familiar no sólo al estudioso, sino sobre todo al profano culto es que las expresiones técnicas resultan poco manejables. Poseen un perfil especial que rehúsa integrarse en la verdadera vida del lenguaje. Y sin embargo es esencial para esas expresiones técnicas de definición unívoca incorporadas en la comunicación viva a la vida del lenguaje, que enriquezcan su fuerza aclaratoria, reducida por la univocidad, con la fuerza comunicativa del lenguaje vago e impreciso. La ciencia puede resistirse a ese oscurecimiento de sus propios conceptos, pero la «pureza» metodológica sólo es asequible en ámbitos particulares. Presupone el hecho de la orientación en el mundo, que va implícito en la relación lingüística con éste. Recordemos, por ejemplo, el concepto de fuerza en física y los matices semánticos que resuenan en la palabra viva «fuerza» y hacen que el profano se interese por los conocimientos de la ciencia. Yo he podido mostrar alguna vez como la obra de Newton quedó integrada de este modo a través de Oetinger y de Herder en la conciencia pública alemana. El concepto de fuerza fue interpretado desde la experiencia viva de fuerza. Pero con ello el término conceptual se inserta en el idioma y queda individualizado hasta ser intraducible. Porque... a ver quién se atreve a traducir la sentencia de Goethe Im Anfang war die Kraft (en el principio era la fuerza) a otro idioma sin titubear con el mismo Goethe: «algo me dice que no puedo asegurarlo».

Si tenemos presente esta tendencia a la individualización, veremos en el producto poético su culminación. Y si esto es así, cabe preguntar si la teoría de la sustitución se ajusta realmente al sentido de la expresión lingüística. La intraducibilidad que caracteriza en el límite al poema lírico, haciéndolo intransferible de un idioma a otro sin perder toda su fuerza poética, hace fracasar la idea de sustitución, de presencia de una expresión por otra. Pero esto parece independiente del fenómeno especial de un lenguaje poético superindividualizado con significación general. La sustituibilidad contradice, a mi juicio, al momento individualizante del acto lingüístico. Incluso cuando sustituimos, al hablar, una expresión por otra o la yuxtaponemos por facundia retórica o por autocorrección del orador, que no encontró mejor expresión al principio, el sentido del discurso se construye en el proceso de las expresiones sucesivas y sin salirse de esta singularidad fluida. Pero hay una salida cuando se introduce, en lugar de una palabra, otra de significado idéntico. Llegamos aquí al punto en el que la semántica desaparece para convertirse en otra cosa. Semántica es una teoría de la significación, especialmente de los signos verbales. Pero los signos son medios. Se utilizan y se desechan a discreción como todos los demás medios de la actividad humana. Cuando se dice de alguien que «domina sus recursos» se quiere significar que «los emplea correctamente en orden al fin». Decimos también que es preciso dominar un idioma para poder comunicarse en él. Pero el verdadero lenguaje es algo más que la elección de los medios para alcanzar determinados objetivos de comunicación. El idioma que uno domina es tal que uno vive en él, y esto es: lo que uno desea comunicar, no lo conoce de ninguna manera que no sea en su forma idiomática. Que uno mismo «elija» sus palabras, es un gesto o efecto con fines comunicativos en el cual el habla es inhibida. El habla «libre» fluye, en olvido de sí mismo, en la entrega a la cosa que es evocada en el medium del lenguaje. Esto es aplicable también al discurso escrito, a los textos. Porque también los textos, si se comprenden realmente, se funden de nuevo en el movimiento de sentido del discurso.

Surge así, detrás del campo de investigación que analiza la constitución lingüística de un texto como un todo y destaca su estructura semántica, otro punto cardinal de búsqueda e indagación: la hermenéutica. Tiene su fundamento en el hecho de que el lenguaje apunta siempre más allá de sí mismo y de lo que dice explícitamente. No se resuelve en lo que expresa, en lo que verbaliza. La dimensión hermenéutica que aquí se abre supone evidentemente una limitación en objetivabilidad de lo que pensamos y comunicamos. No es que la expresión verbal sea inexacta y esté necesitada de mejora, sino que justamente cuando es lo que puede ser, transciende lo que evoca y comunica. Porque el lenguaje lleva siempre implícito un sentido depositado en él y que sólo ejerce su función como sentido subyacente y que pierde esa función si se explicita. Para aclararlo voy a distinguir dos formas de retracción del lenguaje detrás de sí mismo: lo callado en el lenguaje y, sin embargo, actualizado por éste, y lo encubierto por el lenguaje.

Veamos primero lo dicho pese a ser silenciado. Lo que aparece este caso es el gran ámbito de la ocasionalidad de todo discurso y que interviene en la constitución de su sentido. Ocasionalidad significa la dependencia de la ocasión en que se utiliza un lenguaje. El análisis hermenéutico puede mostrar que esa dependencia de la ocasión no es a su vez algo ocasional, al modo de las expresiones denominadas, ocasionales como «aquí» o «esto», que no poseen evidentemente en su peculiaridad semántica ningún contenido fijo y señalable, sino que son utilizables en los distintos contenidos como formas vacías. El análisis hermenéutico puede mostrar que esa ocasionalidad constituye la esencia del habla. Porque cada enunciado no posee simplemente un sentido unívoco en su estructura lingüística y lógica, sino que aparece motivado. Sólo una pregunta subyacente en él confiere su sentido a cada enunciado. La función hermenéutica de la pregunta hace a su vez que el enunciado sea respuesta. No voy a referirme aquí a la hermenéutica de la pregunta, que está aún por estudiarse. Hay muchos géneros de pregunta y todos sabemos que la pregunta no necesita poseer siquiera una forma sintáctica para irradiar plenamente su sentido interrogativo. Me refiero al tono interrogativo, que puede conferir el carácter de pregunta a una frase formada sintácticamente como frase enunciativa. Pero también es un ejemplo muy bello su inversión, es decir, que algo que posee el carácter de pregunta adquiera el carácter de enunciado. A eso llamamos pregunta retórica. La pregunta retórica es pregunta sólo en la forma; en realidad es una afirmación. Y si analizamos cómo el carácter interrogativo pasa a ser afirmativo, vemos que la pregunta retórica se vuelve afirmativa al sobreentender la respuesta. Anticipa en cierto modo con la pregunta la respuesta común.

La figura más formal en que lo no dicho aparece en lo dicho es, pues, la referencia a la pregunta. Habrá que indagar si esta forma de implicación es omnicomprensiva o si coexiste con otras formas. ¿Es aplicable, por ejemplo, a todo el campo de los enunciados que no son ya enunciados en sentido estricto porque no dan información, comunicación de un algo concebido como su intención propia y única, sino que poseen más bien un sentido funcional totalmente heterogéneo? Pienso en ciertos fenómenos del lenguaje, como la maldición o la bendición, el anuncio de la salvación dentro de una tradición religiosa, pero también el mandato o el lamento. Son modos de hablar que revelan su propio sentido porque son irrepetibles, porque su homologación, su transformación en un enunciado informativo, por ejemplo, del estilo «afirmo que te maldigo», modifica totalmente o incluso destruye el sentido del enunciado, el carácter de maldición en este caso. ¿La frase es también aquí respuesta a una pregunta motivante? ¿es así, y sólo así, inteligible? Lo cierto es que el sentido de todas esas formas de enunciado, desde la maldición a la bendición, es irrealizable si no reciben su determinación semántica de un contexto de acción. Es innegable que también estas formas de enunciado poseen el carácter de la ocasionalidad, porque la ocasión de su contenido se cumple en la comprensión.

El problema adquiere otro nivel cuando afrontamos un texto «literario» en el sentido fuerte del adjetivo. Porque el «sentido» de tal texto no está motivado ocasionalmente, sino que pretende por el contrario ser válido «siempre», es decir, ser «siempre» respuesta, y esto significa suscitar inevitablemente la pregunta cuya respuesta es el texto. Precisamente tales textos son los objetos preferidos de la hermenéutica tradicional, como la crítica teológica, la crítica jurídica y la crítica literaria, pues en ellos se plantea la tarea de despertar el sentido fosilizado desde la letra misma.
Pero en las condiciones hermenéuticas de nuestra conducta lingüística aparece aún, a un nivel más profundo, otra forma de reflexión hermenéutica que no afecta sólo a lo no dicho, sino a lo encubierto por el lenguaje. Que el lenguaje puede encubrir con el acto mismo de su ejecución es obvio en el caso especial de la mentira. El complejo entramado de las relaciones humanas en el que se produce la mentira, desde las fórmulas de cortesía oriental hasta la clara ruptura de confianza entre personas, no posee como tal un carácter primariamente semántico. El que miente bajo presión lo hace sin titubear y sin dar muestras de azoramiento; es decir, encubre también el encubrimiento de su lenguaje. Pero este carácter de mentira adquiere claramente una realidad lingüística especialmente allí donde el objetivo es evocar la realidad mediante el lenguaje; es decir, en la obra de arte lingüística. Dentro de la totalidad lingüística de un conjunto literario el modo de encubrimiento que se llama mentira posee sus propias estructuras semánticas. El lingüista moderno habla entonces de señales que delatan el encubrimiento latente en un enunciado. La mentira no es simplemente la afirmación de algo falso. Se trata de un lenguaje encubridor que sabe lo que dice. Y por eso la tarea de la exposición lingüística en el contexto literario es el descubrimiento de la mentira o, más exactamente, la comprensión del carácter falaz de la mentira en cuanto que ésta responde a la verdadera intención del hablante.

En cambio, el encubrimiento en tanto que error es de otra naturaleza. La conducta lingüística en el caso de la afirmación correcta no difiere en nada de la conducta lingüística en el caso de la afirmación errónea. El error no es un fenómeno semántico, pero tampoco un fenómeno hermenéutico, aunque intervienen ambos aspectos. Los enunciados erróneos son una expresión
«correcta» de opiniones erróneas, pero como fenómeno expresivo y lingüístico no son específicos frente a la expresión de opiniones correctas. La mentira es un fenómeno lingüística destacado, pero en general un caso irrelevante de encubrimiento. No sólo porque las mentiras no llegan lejos, sino porque se insertan en una conducta lingüística que se confirma en ellas en cuanto que presuponen el valor del lenguaje como comunicación de la verdad y este valor se restablece en la adivinación o el desenmascaramiento o el descubrimiento de la mentira. El convicto de mentira reconoce dicho valor. Sólo cuando la mentira no es consciente de sí misma en tanto que encubrimiento adquiere un nuevo carácter que determina la relación global con el mundo. Conocemos este fenómeno como mendacidad, en la que se ha perdido el sentido de la verdad y la verdad en general. Esa mendacidad no se reconoce a sí misma y se asegura contra su desenmascaramiento mediante el discurso mismo. Se aferra a sí misma extendiendo el velo del discurso sobre sí. Aquí aparece el poder del discurso , aunque siempre en la situación embarazosa de un veredicto social en su desarrollo completo y global. La mendacidad se convierte así en ejemplo de la autoalienación que puede sufrir la conciencia lingüística y que reclama una disolución mediante el esfuerzo de reflexión hermenéutica. Hermenéuticamente, el conocimiento de la mendacidad significa para el interlocutor que el otro está excluido de la comunicación porque no es consecuente consigo mismo.

En efecto, la acción de la hermenéutica es baldía cuando no hay entendimiento con los demás ni consigo mismo. Las dos formas más importantes de encubrimiento mediante el lenguaje que ha de abordar sobre todo la reflexión hermenéutica y que voy a analizar a continuación atañen a este encubrimiento mediante el lenguaje que determina toda la relación con el mundo. Una es la aceptación sin reparo de los prejuicios. Constituye una estructura fundamental de nuestro lenguaje el que seamos dirigidos por ciertos preconceptos y por una precomprensión en nuestro discurso, de suerte que esos preconceptos y esa precomprensión permanecen siempre encubiertos y se precisa una ruptura de lo que subyace en la orientación del discurso para hacer explícitos los prejuicios como tales. Esto suele generar una nueva experiencia. Esta hace insostenible el prejuicio. Pero los prejuicios profundos son más fuertes y se aseguran reivindicando el carácter de evidencia o se presentan incluso como presunta liberación de todo prejuicio y refuerzan así su vigencia. Conocemos esta figura lingüística de refuerzo de los prejuicios como repetición obstinada, propia de todo dogmatismo. Pero la conocemos también en la ciencia cuando, so pretexto de conocimiento sin presupuestos y de objetividad de la ciencia, se transfiere el método de una ciencia acreditada como la física, sin modificación metodológica, a otras áreas, como el conocimiento de la sociedad. Y sobre todo, como ocurre cada vez más en nuestro tiempo, cuando se invoca la ciencia como instancia suprema de procesos de decisión social. Eso es desconocer los intereses que se asocian al conocimiento, y esto sólo puede mostrarlo la hermenéutica. Podemos concebir esta reflexión hermenéutica como crítica de la ideología que pone a ésta en entredicho, es decir, que explica la presunta objetividad como expresión de la estabilidad de las relaciones de poder. La crítica de la ideología intenta explicitar y disolver con ayuda de la reflexión histórica y sociológica los prejuicios sociales imperantes, esto es, intenta deshacer el encubrimiento que preside la influencia incontrolada de tales prejuicios. Es una tarea de extrema dificultad. Porque el poner en duda lo obvio provoca siempre la resistencia de todas las evidencias prácticas. Pero aquí reside justamente la función de la teoría hermenéutica: ésta crea una disposición general capaz de bloquear la disposición especial de unos hábitos y prejuicios arraigados. La crítica de la ideología constituye una forma concreta de reflexión hermenéutica que intenta disolver críticamente un determinado género de prejuicios.

Pero la reflexión hermenéutica es de alcance universal. A diferencia de la ciencia, tiene que luchar por su reconocimiento incluso cuando no se trata del problema sociológico de crítica de la ideología, sino de una autoilustración de la metodología científica. La ciencia descansa en la particularidad de aquello que ella eleva a objeto con sus métodos objetivantes. Se define como ciencia metodológica moderna por una renuncia inicial a todo lo que se sustrae a sus procedimientos. Así produce la impresión de conocimiento global que oculta en realidad la defensa de ciertos prejuicios e intereses sociales. Piénsese en el papel del experto en la sociedad actual, cómo la voz del experto influye en la economía y en la política, en la guerra y en el derecho más que los estamentos políticos, que representan la voluntad de la sociedad.

Pero la crítica hermenéutica sólo adquiere su verdadera eficacia cuando llega a reflexionar sobre su propio esfuerzo crítico, es decir, sobre el propio condicionamiento y la dependencia en que se halla. Creo que la reflexión hermenéutica que esto realiza se aproxima más al ideal cognitivo porque hace tomar conciencia incluso de las ilusiones de la reflexión. Una conciencia crítica que encuentra en todo prejuicios y dependencia, pero que se considera ella misma absoluta, es decir, libre de prejuicios e independiente, incurre necesariamente en ilusiones. Porque sólo es motivada por aquello cuya crítica ella es. Hay para ella una dependencia indestructible respecto a aquello que combate. La plena liberación de los prejuicios es una ingenuidad, ya se presente como delirio de una ilustración absoluta, como delirio de una experiencia libre de los prejuicios de la tradición metafísica o como delirio de una superación de la ciencia por la crítica de la ideología. Creo, en todo caso, que la conciencia hermenéuticamente ilustrada pone de manifiesto una verdad superior al involucrarse en la reflexión. Su verdad es la verdad de la traducción. Su superioridad consiste en convertir lo extraño en propio al no disolverlo críticamente ni reproducirlo acríticamente, al revalidarlo interpretándolo con sus propios conceptos en su propio horizonte. La traducción puede hacer confluir lo ajeno y lo propio en una nueva figura, estableciendo el punto de verdad del otro frente a uno mismo. En esa forma de reflexión hermenéutica, lo dado lingüísticamente queda eliminado en cierto modo desde su propia estructura lingüística mundana. Pero esa misma realidad -y no nuestra opinión sobre ella- se inserta en una nueva interpretación lingüística del mundo. En este proceso de constante avance del pensamiento, en la aceptación del otro frente a sí mismo, se muestra el poder de la razón. Esta sabe que el cono cimiento humano es y será limitado aun cuando sepa de su propio límite. La reflexión hermenéutica ejerce así una autocrítica de la conciencia pensante que retrotrae todas sus abstracciones, incluidos los conocimientos de las ciencias, al todo de la experiencia humana del mundo. La filosofía, que es siempre, expresamente o no, una crítica del pensamiento tradicional, es ese ejercicio hermenéutico que funde las totalidades estructurales que elabora el análisis semántico en el continuo de la traducción y la conceptuación en que existimos y desaparecemos.

Novedad Editorial - Myriam Revault d'Allones: "El hombre compasional" - Amorrotu Editores

lunes, 18 de mayo de 2009

Myriam Revault d'Allones


"El hombre compasional"



Nuestras sociedades están dominadas por la compasión. Un «celo compasivo» hacia los desposeídos, los desheredados, los excluidos, no cesa de manifestarse en el campo político, hasta el punto de que los dirigentes ya no vacilan en elevar su aptitud para compadecerse a argumento decisivo de su derecho a gobernar. ¿Fenómeno circunstancial, o nueva figura del sentimiento democrático? Myriam Revault d’Allonnes examina frontalmente las relaciones entre la dimensión afectiva del vivir-juntos, la naturaleza del lazo social y el ejercicio del poder.

Remontándose a las fuentes de la modernidad, demuestra que las pasiones y las emociones alimentaron constantemente la reflexión acerca de la existencia democrática, desde Rousseau hasta Arendt, pasando por Tocqueville.

Se verá así que, aunque el desbordamiento compasional no constituya una política, los vínculos entre sentimiento humanitario, reconocimiento del otro y capacidad para actuar deben ser pensados nuevamente desde el principio.


MYRIAM REVAULT D’ALLONNES es filósofa, profesora universitaria en la École Pratique des Hautes Études. Es autora de numerosos ensayos de filosofía política; entre ellos: El poder de los comienzos. Ensayo sobre la autoridad (2008) y Lo que el hombre hace al hombre. Ensayo sobre el mal político (en preparación), ambos de nuestro sello editorial.

Socratic Citizenship: Plato, Apology - Clase 2 - Steven B. Smith

sábado, 9 de mayo de 2009

Lecture Description

The lecture begins with an explanation of why Plato's Apology is the best introductory text to the study of political philosophy. The focus remains on the Apology as a symbol for the violation of free expression, with Socrates justifying his way of life as a philosopher and defending the utility of philosophy for political life.








Resources:

Plato, Apology, translated with an introduction by Benjamin Jowett
Courtesy of the University of Adelaide Library Electronic Texts Collection
http://etext.library.adelaide.edu.au/p/plato/p71ap/

Plato, Crito, translated with an introduction by Benjamin Jowett
Courtesy of the University of Adelaide Library Electronic Texts Collection
http://etext.library.adelaide.edu.au/p/plato/p71cro/index.html


Transcripción:

html



Major Political Thinkers: Plato to Mill (Online Library of Liberty)

sábado, 2 de mayo de 2009

Major Political Thinkers:

Plato to Mill


This List Is By:

Quentin Taylor

Resident Scholar Liberty Fund, Inc. Indianapolis, Indiana


Introduction

Political speculation in the West is as old as the Western tradition itself. Its origins may be traced as far back as Homer, but its foundations were laid by Plato and Aristotle. While many of the questions asked by political thinkers have remained the same —what is justice? — the answers have varied considerably over the last 2,400 years. The following selections represent the principal works of the major political philosophers, from the ancient Greeks and Romans to the mid-nineteenth century.

The American Founders were familiar with the names of all these thinkers (except Mill) and had read many of their works, as evidenced by their own libraries and papers. For a list of the most frequently read political authors of the Founding Era, see Donald Lutz and for an essay on “A Founding Father’s Library,” see Forrest McDonald.

  • Plato (427 BC-347 BC) The Republic

    As the first philosophical examination of “justice” in Western literature, the Republic occupies a seminal place in the history of political thought. Written in the form of a dialogue, Plato employs Socrates as a kind of discussion leader who seeks to discover justice in the individual by defining justice in the state. This discursive search leads Socrates-cum-Plato to reach some rather unexpected conclusions and to embrace some unconventional social practices and political arrangements, including the rule of philosophers. In addition to outlining the ideal state, Plato explores “corrupt” or “deviant” regimes (timarchy, oligarchy, democracy, and tyranny) through an analysis of their leading symptoms and psychological foundations. While often denounced as an enemy of the “open society,” Plato challenges us to reexamine prevailing orthodoxies and reconsider the higher purposes of community.

    Plato, The Dialogues of Plato translated into English with Analyses and Introductions by B. Jowett, M.A. in Five Volumes. 3rd edition revised and corrected (Oxford University Press, 1892). Chapter: THE REPUBLIC.

    Accessed from oll.libertyfund.org/title/767/93795 on 2008-08-12

  • Plato (427-347 BC) The Statesman

    In the Republic, Plato suggests that ruling is a kind of science or craft and concludes that only those trained in this craft should be permitted to govern. In the Statesman, he attempts to carefully define this “royal science” and distinguish it from other activities. In the process a new element is introduced — adherence to law — which becomes the basis for evaluating good and bad forms of regime types (e.g., monarchy vs. tyranny). Those regimes which follow the law — although inferior to the untrammeled rule of true philosophers — are far better than those that do not. With this concession to non-ideal forms of government, Plato foreshadows his abandonment of philosophic rule in the Republic in favor of the “second-best” state of the Laws.

    Plato, The Dialogues of Plato translated into English with Analyses and Introductions by B. Jowett, M.A. in Five Volumes. 3rd edition revised and corrected (Oxford University Press, 1892). Chapter: STATESMAN.

    Accessed from oll.libertyfund.org/title/768/93842 on 2008-08-12

  • Plato (427-347) The Laws

    His last and longest dialogue, the Laws is Plato’s most important contribution to legal and political science. In the form of a discussion between an Athenian, a Spartan, and a Cretan, Plato outlines the “second-best” state (the “law state”) in painstaking detail. While retaining some of the idealism of the Republic, the Laws aims at a more realizable goal, a community based on the principle of moderation. Accordingly, Plato replaces the communal living arrangements of the Republic with private property and permits citizens a voice in the management of public affairs. He also prefigures the famous “mixed” or “balanced” constitution, observing that democracy should be tempered with monarchy. His provisions for making, revising, and teaching the laws is a tacit admission that the “royal science” of philosophers must give way to known and settled rules. Similarly, Plato’s interest in existing institutions and appreciation for imperfect regimes serves as a bridge to the more empirical and realistic politics of Aristotle.

    Plato, The Dialogues of Plato translated into English with Analyses and Introductions by B. Jowett, M.A. in Five Volumes. 3rd edition revised and corrected (Oxford University Press, 1892). Chapter: LAWS.

    Accessed from oll.libertyfund.org/title/769/93863 on 2008-08-12

  • Aristotle (384-322 BC) The Politics

    Like his teacher Plato, Aristotle was interested in the nature of the political as such and deeply normative in his approach to politics. He was, however, more empirical and scientific in his method, writing treatises instead of dialogues and often handling his materials with considerable detachment. The result in the Politics is a far-reaching and often penetrating treatment of political life, from the origins and purpose of the state to the nuances of institutional arrangements. While Aristotle’s remarks on slavery, women, and laborers are often embarrassing to modern readers, his analysis of regime types (including the causes of their preservation and destruction) remains of perennial interest. His discussion of “polity”— a fusion of oligarchy and democracy — has been of particular significance in the history of popular government. Finally, his contention that a constitution is more than a set of political institutions, but also embodies a shared way of life, has proved a fruitful insight in the hands of subsequent thinkers such as Alexis de Tocqueville.

    Aristotle, The Politics of Aristotle, trans. into English with introduction, marginal analysis, essays, notes and indices by B. Jowett. Oxford, Clarendon Press, 1885. 2 vols. Vol. 1. Chapter: THE POLITICS.

    Accessed from oll.libertyfund.org/title/579/75394 on 2008-08-12

  • Cicero (106 BC-43 BC) The Laws (51 BC)

    Statesman, orator, and philosopher Marcus Tullius Cicero became the most widely read and admired Roman author following the recovery of his major works during the Renaissance. Best known for his public orations, he also penned two theoretical works on politics, the Republic and the Laws. Cast in the form of dialogues, each work addresses several leading concerns of political life, e.g., the relation between liberty and equality, the nature of political leadership, and the interplay of institutions. The Laws is particuarly noteworthy for its treatment of Natural Law, which can be traced down through the centuries to our own day. (Echoes of Cicero may be found in such luminaries as Thomas Aquinas, John Locke, and Thomas Jefferson.) Regrettably, only a portion of the dialogue survives, yet its author’s reflections on law and public morality remain fresh and relevant.

    Marcus Tullius Cicero, The Political Works of Marcus Tullius Cicero: Comprising his Treatise on the Commonwealth; and his Treatise on the Laws. Translated from the original, with Dissertations and Notes in Two Volumes. By Francis Barham, Esq. (London: Edmund Spettigue, 1841-42). Vol. 2.

    Accessed from oll.libertyfund.org/title/545 on 2008-08-08

  • Cicero (106 BC-43 BC) The Republic (54 BC)

    Like Plato’s dialogue of the same name, Cicero’s Republic embodies a comprehensive and ideal vision of political life. In addition to a search for justice, the discussants explore such foundational issues as the relation between the individual and the state, the qualities of the ideal statesman, and the nature of political knowledge. Additional themes include constitutional forms and their evolution, the social harmony of classes, and the influence of education on private morals and public virtue. Like the Laws, the Republic is a fragmentary work, but one that still resonates in the modern world.

    Marcus Tullius Cicero, The Political Works of Marcus Tullius Cicero: Comprising his Treatise on the Commonwealth; and his Treatise on the Laws. Translated from the original, with Dissertations and Notes in Two Volumes. By Francis Barham, Esq. (London: Edmund Spettigue, 1841-42). Vol. 1.

    Accessed from oll.libertyfund.org/title/546 on 2008-08-11

  • Aquinas (c.1225-1274) On Law and Justice (1274)

    The Online Library of Liberty hopes to add Thomas’s writings on law and justice in the near future.

    St. Thomas Aquinas, Aquinas Ethicus: or, the Moral Teaching of St. Thomas. A Translation of the Principal Portions of the Second part of the Summa Theologica, with Notes by Joseph Rickaby, S.J. (London: Burns and Oates, 1892).

    Accessed from oll.libertyfund.org/title/1967 on 2008-08-08

  • Machiavelli (1469-1527) The Prince (1513)

    The Prince is at once the most famous and infamous work in the canon of political thought. Instead of considering questions of justice and the ideal state, Machiavelli proposed to advise a “new” prince on how to succesfully maintain power. Given the realities of human nature and politics, it is sometimes necessary for a prince to “do evil,” including acts of violence, deceit, and cruelty, in order to survive. For Machiavelli, the capacity for such acts is not an aberration of the political art, but an essential part of a ruler’s “skill set.” Such stark realism and the hard break with the Classical-Christian tradition has led many to denounce Machiavelli as an “immoralist,” an “advisor to tyrants,” and a “teacher of evil.” Others have defended the Prince for its author’s realistic appraisal of politics, shrewd psychological insights, and tough-minded advice for a dangerous world. This “little book” (as Machiavelli called it) will undoubtedly continue to provoke highly varied responses.

    Niccolo Machiavelli, The Historical, Political, and Diplomatic Writings of Niccolo Machiavelli, tr. from the Italian, by Christian E. Detmold (Boston, J. R. Osgood and company, 1882). Vol. 2. Chapter: THE PRINCE.

    Accessed from oll.libertyfund.org/title/775/75825 on 2008-08-12

  • Machiavelli (1469-1527) The Discourses (1513)

    The Discourses on Livy is often described as Machiavelli’s “book on republics,” but this is not entirely accurate. He does focus on republics, ancient and modern, but he also discusses monarchies or princedoms. On the other hand, his advice in the Prince is often relevant to leaders of republics. There is, however, a tension between the republicanism of the Discourses and the autocracy of the Prince, for the same author who champions the cause of liberty and self-government in the former gives advice on preserving one-man rule in the latter. It is, however, possible to find a common thread in Machiavelli’s mode of analysis (realist and historical) and to view the Prince as a special instance of his political science and the Discourses as the core of this science, as well as the heart of his political creed. In recent years, it is the Machiavelli of the Discourses who has gained the attention (and often admiration) of scholars for reviving the republican tradition in the modern world.

    Niccolo Machiavelli, The Historical, Political, and Diplomatic Writings of Niccolo Machiavelli, tr. from the Italian, by Christian E. Detmold (Boston, J. R. Osgood and company, 1882). Vol. 2. Chapter: DISCOURSES on the FIRST TEN BOOKS OF TITUS LIVIUS.

    Accessed from oll.libertyfund.org/title/775/75879 on 2008-08-12

  • Hobbes (1588-1679) Leviathan (1651)

    Best known as the “father” of modern absolutism, Hobbes is also credited as the “father” of modern political science. In Leviathan, his principal work, the English philosopher endeavored to establish a new “science of politics” on the basis of the first principles of human nature. While his conclusion — that without an all-powerful Sovereign life would be a “war of all against all” — was largely rejected by his contemporaries, the novelty of his method and his reliance on natural law inaugurated a new era in political thinking. His use of the “social contract” as a method of explaining the origin and legitimacy of public authority would be adopted to more liberal ends by thinkers such as Locke and Rousseau. Moreover, Hobbes’s contention that men possess “natural” rights — that by nature individuals are free, equal, and autonomous — readily lent itself to theories of limited government. For this reason, Hobbes is often identified, paradoxically, as the “father” of modern liberalism. See, in particular, chapters 13-31.

    Thomas Hobbes, The English Works of Thomas Hobbes of Malmesbury; Now First Collected and Edited by Sir William Molesworth, Bart., (London: Bohn, 1839-45). 11 vols. Vol. 3.

    Accessed from oll.libertyfund.org/title/585 on 2008-08-12

  • Spinoza (1632-1677) Political Treatise (1677)

    Spinoza’s fame as a philosopher largely rests on his Ethics, but he also made an important, if rather engimatic, contribution to political thought. While employing much of the language and framework of natural rights thinkers, Spinoza rejected natural law as a regulative principle and adopted an entirely prudential approach to questions of civic formation, obligation, legitimacy, and freedom. Often described as a Hobbesian, Spinoza differs in important respects from his English predecessor. He advanced ideas of religious toleration and freedom of expression, held that peace was more than just the absence of war, and identified positive aspects in different forms of government. That he adopted these positions on pragmatic, rather than principled, grounds and denied inherent natural rights, places Spinoza outside the mainstream of modern liberalism, but he ultimately endorsed a relatively democratic and open society.

    Benedict de Spinoza, The Chief Works of Benedict de Spinoza, translated from the Latin, with an Introduction by R.H.M. Elwes, vol. 1 Introduction, Tractatus-Theologico-Politicus, Tractatus Politicus. Revised edition (London: George Bell and Sons, 1891). Chapter: A POLITICAL TREATISE

    Accessed from oll.libertyfund.org/title/1710/143847 on 2008-08-12

  • Locke (1632-1704) Second Treatise of Government (1690)

    Few political thinkers have had such a profound and lasting influence as John Locke. His Second Treatise, written against the backdrop of political crisis and revolution, contains classic arguments against arbitrary and despotic government. Drawing on the tradition of natural law, Locke developed a theory of natural liberty that placed limits on civil authority. For Locke, government is founded in human need and arises from “inconveniences” in the “state of nature.” Like Hobbes, he finds the origins of political authority in the “social contract,” a voluntary agreement to enter into civil society. Unlike Hobbes, however, the sovereignty of the people is not permanently transferred to an absolute “Sovereign,” but is temporarily delegated to a government of limited power. Locke’s Second Treatise also made important contributions to the concepts of equality, rule of law, separation of powers, majoritarianism, and the right to revolution. Along with its theory of (private) property, the Second Treatise remains the seminal text of classical liberalism.

    For additional reading see Eric Mack’s Introduction to the Political Thought of John Locke (in particular his Second Treatise of Government).

    John Locke, The Works of John Locke in Nine Volumes, (London: Rivington, 1824 12th ed.). Vol. 4. Chapter: OF CIVIL GOVERNMENT.: BOOK II.

    Accessed from oll.libertyfund.org/title/763/65388 on 2008-08-12

  • Hume (1711-1776) Political Essays (1741, 1752)

    Unlike Hobbes and Locke, Hume’s reputation as a major political thinker does not rest on a single systematic treastise, but rather on a series of topical essays. Hume also diverged from his English predecesors in his approach to politics, adopting a less abstract and more historical perspective. This led Hume to reject the idea of the social contract as an ahistorical fiction of dubious value: utility and interest are the mainsprings of government and the bases of community. In the Essays, Hume addresses many of the leading themes of political reflection, including property, obligation, liberty, and the forms of goverment. His essays on money, taxes, and commerce did much to establish modern political economy, and anticipated the doctrines of Hume’s friend, Adam Smith. His remarks on political parties and the balancing of opposed interests are believed to have significantly influenced James Madison, whose famous treatment of factions in Federalist 10 has a distinct Humean ring. See, especially, Part One, Essays 2-9, 12 and all of Part Two.

    David Hume, Essays Moral, Political, Literary, edited and with a Foreword, Notes, and Glossary by Eugene F. Miller, with an appendix of variant readings from the 1889 edition by T.H. Green and T.H. Grose, revised edition (Indianapolis: Liberty Fund 1987). Chapter: FOREWORD

    Accessed from oll.libertyfund.org/title/704/137468 on 2008-08-12

  • Montesquieu (1689-1755) The Spirit of the Laws (1748)

    Like Hume, Montesquieu’s approach to political thinking was historical, and his aim was less to construct a political theory than to understand law, liberty, and government in their various relations. In the Spirit of the Laws, Montesquieu explores these relations in great detail, considering the effects of climate, commerce, religion, and the family. This attention to the influence of social factors on law and government has led modern scholars to call him the “father” of sociology. Montesqueiu also engaged in the more conventional practice of regime analysis, with particular emphasis on the conditions that support political liberty. He is best known, however, for his discussion of the English constitution, his model of a modern free government. For Montesquieu, English liberty is the product of a balanced constitution, and specifically the separation of legislative and executive power. These reflections, as well as his observations on the conditions which support republics, would exercise a powerful influence on the American Founders, who appealed to Montesquieu — “that great man” — with considerable frequency. See in particular, Books 1-5 and 11.

    Charles Louis de Secondat, Baron de Montesquieu, The Complete Works of M. de Montesquieu (London: T. Evans, 1777), 4 vols. Vol. 1.

    Accessed from oll.libertyfund.org/title/837 on 2008-08-08

  • Rousseau (1712-1778) The Social Contract (1762)

    “Man was born free, and he is everywhere in chains.” Thus begins the Social Contract, Rousseau’s principal work of political thought. Like Hobbes and Locke, Rousseau made use of the “social contract” to explain the origins of civil society, but in his version sovereignty is neither transferred nor delegated to the government, but remains with the people collectively. In Rousseau’s ideal republic, the citizens legislate directly in accordance with the “general will,” the common good. To recognize this good, citizens must be trained in virtue and roughly similar in circumstances. Only then will they be fit for self-government; only then will they be truly free. Rousseau’s model of a small city-state was out of step with the times, but his general ideas on liberty, equality, and democracy were highly influential. His treatment of these themes, however, is not without paradox, for there is a tendency toward collectivism and orthodoxy in many of his prescriptions. This aside, the Social Contract continues to inform debates over civic virtue and popular democracy, as well as present-day efforts to reconcile liberty, equality, and order.

    Jean-Jacques Rousseau, Ideal Empires and Republics. Rousseau’s Social Contract, More’s Utopia, Bacon’s New Atlantis, Campanella’s City of the Sun, with an Introduction by Charles M. Andrews (Washington: M. Walter Dunne, 1901).

    Accessed from oll.libertyfund.org/title/2039 on 2008-08-08

  • Hamilton (1757-1804), Madison (1751-1836), and Jay (1745-1829) The Federalist (1788)

    Begun as a series of newspaper articles, the Federalist papers were written under the pseudonym “Publius” in defense of the proposed Constitution drafted in the summer of 1787. In the process of answering the critics, Publius provided a thorough and far-ranging account of how the envisioned federal republic would secure order, protect liberty, and produce prosperity. Central to this account was a discussion of those “auxiliary precautions” or institutional safeguards that in the absence of “better motives” would serve to “counteract ambition.” Such “inventions of prudence” were required to preserve liberty and insure the stability of popular government. While written for a specific purpose — the Constitution’s adoption — the Federalist often soars above the immediate context to touch on the perennial themes of politics, making it the one great classic of American political thought. See, in particular, No. 10 (faction and the extended republic), No. 39 (republicanism and federalism), No. 51 (separation of powers and checks and balances), and No. 78 (judicial review).

    George W. Carey, The Federalist (The Gideon Edition), Edited with an Introduction, Reader’s Guide, Constitutional Cross-reference, Index, and Glossary by George W. Carey and James McClellan (Indianapolis: Liberty Fund, 2001).

    Accessed from oll.libertyfund.org/title/788 on 2008-08-08

  • Burke (1729-1797) Reflections on the Revolution in France (1790)

    Had Burke never penned the Reflections on the Revolution in France, he might be best remembered as the British politician who defended the rights and liberties of the American colonists. As it is, Burke is best known as an apostle of order, tradition, and authority; indeed, as the “father” of modern conservatism. Writing in response to the outbreak of the French Revolution, Burke predicted that the attempt to remodel French society and government on the basis of abstract notions, such as the “rights of man,” would end in disaster. His warning was not so much directed at the French as his own countrymen, some of whom were drawing inspiration from events in France to initiate reform in Britain. In the process of excoriating the leaders of the Revolution and their “preposterous way of reasoning,” Burke addressed the central questions of political speculation, arriving at general principles by way of history, human nature, and circumstances. If his conclusions appeared reactionary to many, his approach to the social order, with its emphasis on prudence, utility, and prescription, reflects a depth and subtlety that has few rivals in the history of political thought.

    For additional reading see the Debate about the French Revolution.

    Edmund Burke, Select Works of Edmund Burke. A New Imprint of the Payne Edition. Foreword and Biographical Note by Francis Canavan (Indianapolis: Liberty Fund, 1999). Vol. 2.

    Accessed from oll.libertyfund.org/title/656 on 2008-08-08

  • Mill (1806-1873) On Liberty (1859)

    A century-and-a-half after its appearance, On Liberty remains the classic defense of individual freedom and the open society. For Mill, human happiness — the “greatest good” — is only possible in a free society where individuals are at liberty to make decisions about their lives. These decisions, including what to think, say, read, and write, should be free from state interference and left to the discretion of individuals. Believing that discussion, debate, and diversity were essential to the progress of society, Mill called for the widest degree of latitude for individual expression and even encouraged “experiments in living.” As long as people respect the rights of others, they should be allowed to think and live as they choose. Some beliefs and ways of living might be better than others, but it was not the proper role of the state to regulate such matters. Unlike classial liberals, Mill did not base his argument for liberty on natural right, but on utility or the “greatest happiness” principle. While this led him into some curious paradoxes, his strong defense of individual liberty and self-determination place him in the vanguard of liberal thinkers.

    John Stuart Mill, The Collected Works of John Stuart Mill, Volume XVIII - Essays on Politics and Society Part I, ed. John M. Robson, Introduction by Alexander Brady (Toronto: University of Toronto Press, London: Routledge and Kegan Paul, 1977). Chapter: ON LIBERTY 1859

    Accessed from oll.libertyfund.org/title/233/16550 on 2008-08-12

  • Mill (1806-1873) Considerations of Representative Government (1861)

    Considerations on Representative Government is sometimes characterized as the mold into which Mill poured the principles contained in On Liberty. With the belief that a government is never neutral in its effects, Mill proposed a number of broad reforms designed to better represent the electorate, improve the quality of representatives, and give experts a dominant role in legislating. If not exactly “illiberal,” a number of his proposals are less than democratic, even by the standards of the day. Basically, Mill envisioned an administrative state in which an elite bureaucracy would govern with the advice and consent of the legislature, whose principal function was to serve as a check on the executive. He did embrace popular government for its tendency to galvanize the energies of the people as well as encourage self-reliance and public- spiritedness. For Mill some type of high-toned republic represents the ideal. He did not, however, believe this model was suitable for less advanced peoples, whose level of development might require more autocratic methods.

    John Stuart Mill, The Collected Works of John Stuart Mill, Volume XIX - Essays on Politics and Society Part II, ed. John M. Robson, Introduction by Alexander Brady (Toronto: University of Toronto Press, London: Routledge and Kegan Paul, 1977). Chapter: CONSIDERATIONS ON REPRESENTATIVE GOVERNMENT 1861

    Accessed from oll.libertyfund.org/title/234/16569 on 2008-08-12

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