Claude Lefort: "Negarse a Pensar el Totalitarismo"

jueves, 28 de enero de 2010

Negarse a pensar el totalitarismo

Claude Lefort


Conferencia Hannah Arendt pronunciada en el año 2000 con motivo de la instalación de los Archivos Hannah Arendt en Berlín. Primera edición en francés como “Le refus de penser le totalitarisme”, en C. Lefort, Le Temps présent. Écrits 1945-2005, París, Belin, 2007, pp. 969-980.



INTITULÉ ESTA CONFERENCIA: negarse a pensar el totalitarismo. Me parece pertinente aclarar de inmediato mi propósito. Desde su formación hasta su derrumbe, la naturaleza y la evolución del comunismo soviético fueron objeto de un debate incesante. Este debate movilizó las pasiones políticas y los argumentos de orden teórico. Los defensores de un Estado cuyo objetivo parecía ser la edificación de una sociedad socialista se enfrentaban a aquéllos que lo veían como un nuevo órgano de dominación dotado de todos los medios del poder. En general, los partidarios del régimen soviético, quienes lo consideraban, cuando menos, progresista, se ubicaban dentro de la izquierda, y sus adversarios dentro de la derecha. Sin embargo, observemos que, desde un principio, algunos grupos de extrema izquierda y algunos socialistas o socialdemócratas denunciaron la formación de una dictadura sobre el proletariado, oculta bajo la apariencia de una dictadura del proletariado. Algunos alemanes, opositores de Hitler —pienso particularmente en Hermann Rauschning, un conservador—, fueron de los primeros en equiparar el sistema nazi al sistema soviético. Creo conveniente recordar que Léon Blum, el líder del Partido Socialista en Francia, calificó a los partidos comunistas de totalitarios a principios de la década de 1930, antes de adoptar la estrategia del Frente Popular. Por lo tanto, resulta un error creer que el concepto de totalitarismo es un producto de la Guerra Fría, pues los emigrados rusos y alemanes, en particular, ya habían introducido este concepto con mucha anterioridad. En cuanto al debate que puso en oposición a historiadores, sociólogos y politólogos, se puede decir que también es antiguo, pero se intensificó después de la Segunda Guerra Mundial. Las especulaciones sobre la evolución del régimen soviético tomaron un nuevo rumbo a partir de la época de la desestalinización. Por último, cosa digna de notarse, el derrumbe del comunismo no puso fin al debate. Aunque el concepto de totalitarismo ya no alimenta las pasiones políticas, sigue siendo ampliamente contestado, como bien se sabe; y, cuando éste llega a utilizarse, a menudo se hace con reservas, negándole una pertinencia científica. Afortunadamente, la obra de Hannah Arendt goza de un interés creciente; sin embargo, apenas se toma en cuenta en los trabajos de los historiadores.

He aquí lo que quisiera preguntarme: más allá de las divergencias o las oposiciones que ha suscitado la interpretación del fenómeno comunista, ¿acaso no hay una negación persistente a pensar el totalitarismo? Por “pensar” entiendo: enfrentar aquello que, como muy bien dijo Hannah Arendt, no tiene precedentes y nos abre una pregunta que, a diferencia de un problema que podría tener solución, se imprime a partir de ese momento en nuestra experiencia del mundo. Hace casi dos años, tras la publicación de un libro que intitulé La Complication [La complicación] (Lefort, 1999), asistí a algunas reuniones en las que siempre me interrogaban sobre el sentido de la frase inicial de mi prefacio: “el comunismo pertenece al pasado, en cambio la cuestión del comunismo sigue estando en el corazón de nuestro tiempo”. La resistencia a la idea de que la aventura totalitaria, más precisamente comunista, no nos dejaba indemnes, tal resistencia, me pareció resueltamente tenaz.

Desde hace algún tiempo se habla mucho del “deber de memoria”. Existen razones para sentirnos satisfechos por ello. Cuando se hace un llamado a no olvidar los crímenes contra la humanidad, se espera que el recuerdo nos mantendrá a salvo de reproducir las abominaciones del pasado. Sin embargo, el deber de memoria corre palpablemente el riesgo de resultar ineficaz si no está presente el deber de pensar. Ahora bien, lo que debemos pensar es en el renunciar a pensar, lo cual fue una de las condiciones para el establecimiento del totalitarismo, una de las características principales, tanto del comunismo como del nazismo y el fascismo. ¿Cómo no cuestionarse acerca de este prodigioso fenómeno? ¿Acaso podemos hablar de un nuevo tipo de poder, de un englobamiento de la sociedad por parte del Estado-partido, sin tomar en cuenta el hecho —perdonen la extraña expresión— de que algo le pasó al pensamiento? Este acontecimiento nos pone en alerta, sobre todo porque no estamos acostumbrados a vincular política y pensamiento. No tendríamos por qué sorprendernos, si pudiéramos conformarnos con creer que los dirigentes totalitarios disponían plenamente de los medios para sofocar la libertad de expresión y pensamiento. Nos bastaría con observar el progreso de la tiranía en los tiempos modernos. Sin embargo, el poder totalitario no se puede reducir a un poder tiránico o despótico. Hannah Arendt toca un punto esencial cuando describe una dominación que no sólo se ejerce desde el exterior, sino también desde el interior. Para dar cuenta de este tipo de dominación, recurre a la creencia en una ley de la historia o en una ley de la naturaleza, concebida como ley de movimiento, donde la sujeción a una ideología se concibe como “lógica de una idea” (Arendt, 1982 [1951]: vol. 3: 605), y a la inclusión de los ciudadanos en el proceso general de la organización. De cada uno de sus análisis, se desprende una conclusión: la inhibición del pensamiento.

Arendt descubre el origen de los principios que han guiado los movimientos totalitarios en las teorías o las representaciones que surgieron en el siglo XIX. No hablaré aquí de esta interpretación, pues ya lo hice en otro lugar. En cambio, lo que me parece pertinente señalar es que en el siglo XIX, precisamente, nace la sensibilidad hacia una dominación que se volvió invisible para quienes la padecen y que encuentra su motor en un renunciamiento a pensar y, más precisamente, en un negarse a pensar. A mi parecer, esta sensibilidad se despierta como consecuencia de la experiencia de la Revolución Francesa. Las esperanzas que habían surgido con la creación de una sociedad en la que se reconocerían las libertades políticas, civiles e individuales, habían sido sustituidas, efectivamente, por la dictadura terrorista de un gobierno que se valía de la doctrina de la Salvación Pública y, después, tras un intermedio en el que se había restaurado un Estado de derecho, vino la dictadura bonapartista. Para los escritores que hicieron una importante contribución a la cultura política moderna, la gran pregunta es, en ese entonces, cómo se pasó de la libertad a la servidumbre. Estoy pensando particularmente en Benjamin Constant, en Guizot (al menos, en el periodo en el que fue líder de la oposición liberal durante la Restauración) y también pienso en Tocqueville, Michelet y Edgar Quinet. Basta por ahora que me refiera a Tocqueville y a Quinet.

Tocqueville se preocupa por los peligros que encierra la democracia, por el hecho de que los hombres ya no pueden reconocer, por encima de ellos, una autoridad política incontestable, sea por derecho divino, sea respaldada por la tradición, y porque son llevados a dejarse dominar por la imagen de su semejanza y a basar el criterio de sus juicios en el hecho de acomodarse a la opinión común. En uno de los últimos capítulos de La democracia en América, Tocqueville señala que “cada individuo tolera que se le sujete porque ve que no es un hombre ni una clase, sino el pueblo mismo, quien tiene el extremo de la cadena” (Tocqueville, 2001 [1835]: 634).† Imagina una especie de opresión que no se asemejaría a nada de lo que la ha precedido en el mundo. Dice buscar en vano una expresión que traduzca su pensamiento, ya que “las voces antiguas de despotismo y de tiranía no le convienen”. En un pasaje citado a menudo, describe la formación de un poder inmenso y tutelar que se encargaría de asegurar cada detalle de la vida de los ciudadanos, y completa esta imagen con las siguientes palabras: “¿por qué no quitarles de una vez la perturbación de pensar y la pena de vivir?” (Tocqueville, 2001 [1835]: 633).‡ La perturbación de pensar: en eso consiste, desde la visión de Tocqueville, el objetivo último de la nueva dominación, que aún no se alcanza, es verdad. La expresión es notable porque sugiere que el pensamiento sólo permanece alerta mientras el Sujeto pueda dejarse sacudir por la duda.

En los primeros capítulos de La democracia en América, Tocqueville ya se mostraba aterrado por los nuevos medios de opresión del pensamiento, temibles por razones completamente distintas que aquéllos que había utilizado la censura bajo la monarquía: “En Norteamérica, la mayoría traza un círculo formidable en torno al pensamiento” (Tocqueville, 2001 [1835]: 260).§ De este modo, un escritor que cree poder expresar libremente sus pensamientos, se vuelve víctima de una exclusión tan grande que llega a perder hasta el deseo de pensar por sí mismo. Apenas es necesario precisar que Tocqueville no se imaginaba lo que sería un Estado totalitario. En realidad, este Estado no sólo se ocupa de adormecer a los ciudadanos, asegurándoles placeres apacibles que los distraigan de los asuntos públicos, sino que, por el contrario, quiere movilizarlos y disciplinarlos al servicio de la construcción de un nuevo orden social.

Por su parte, Edgar Quinet (1803-1875) demuestra estar tan atormentado como Tocqueville por la amenaza que pesa sobre el pensamiento de su época. Sin embargo, hace gala de una audacia singular al preguntarse lo que significa “no pensar”. Ése es el objetivo de varios pequeños capítulos que aparecen en la última parte de su gran obra, La Revolución, un tanto olvidada en nuestros días (Quinet, 1877 [1865-1867]).1 Sólo señalo de paso que escribía en la época del Segundo Imperio. En cierto momento, sostiene que no es tan difícil conducir a un pueblo, durante un tiempo, a abstenerse de pensar. Al parecer, ésta es la enseñanza que extrae de la época en la que los franceses, fascinados por Napoleón, le atribuyeron un saber infalible que los dejó en “cierto estupor”. Sin embrago, en otro momento, rechaza la hipótesis de una especie de parálisis del pensamiento. La “bestialidad” moderna, lo que él llama la “simpleza”, no le parece una propiedad exclusiva de las masas, sino también de los intelectuales. Piensa que esta simpleza, en su primer grado, se manifiesta en el nuevo reino del sofisma (Quinet, 1877 [1865-1867]: 351-356). Ya no habla de un abandono del pensamiento, de un estado de cosas en el cual ya no se quiere pensar, sino de una voluntad de no pensar, que va acompañada de una movilización de la inteligencia: lo que se observa en la creación de teorías diversas, guiadas por el menosprecio del individuo. Una vez, Quinet se pregunta: “¿Acaso es menor la servidumbre porque sea voluntaria?” (Quinet, 1877 [1865-1867]: 320). Desde luego, Quinet le otorga la importancia debida al miedo que suscita la dictadura, pero precisa que ésta crea una “ceguera voluntaria” (Quinet, 1877 [1865-1867]: 324).

Probablemente, la noción de servidumbre voluntaria se tomó de Étienne de La Boétie. Este autor había escrito una obra extremadamente subversiva, Discurso de la servidumbre voluntaria, alrededor del año 1550 (La Boétie, 1986 [1550]). Montaigne, tras la muerte de su amigo, emprendió el proyecto de insertar este Discurso en el corazón de sus Ensayos; tuvo que renunciar a él, por miedo a servir a los intereses de los protestantes, que utilizaban la obra como un panfleto, y por miedo a contribuir a la crisis del reino. En resumen, La Boétie se cuestionaba acerca de los fundamentos de la dominación, cuando ésta no era producto de una conquista, ni se mantenía únicamente por la fuerza de las armas. No respondía a sus propias preguntas, absteniéndose así de ocupar, con respecto a sus lectores, la posición de autoridad que confiere la posesión de la verdad. La Boétie se sorprendía e incitaba a sorprenderse de que los hombres se mostraran dispuestos a darle todo al príncipe: todo, sus bienes, sus padres o allegados, incluso su vida. ¿Acaso será, preguntaba, que los hombres sucumben al encanto del Uno y ven en el cuerpo del príncipe la imagen de un gran ser colectivo del cual ellos serían los miembros? Permítaseme citar estas cuantas líneas, todavía tan perturbadoras para un lector de nuestro tiempo:


Éste que os domina tanto no tiene más que dos ojos, no tiene más que dos manos, no tiene más que un cuerpo, y no tiene ni una cosa más de las que posee el último hombre de entre los infinitos que habitan en vuestras ciudades. Lo que tiene de más sobre todos vosotros son las prerrogativas que le habéis otorgado para que os destruya. ¿De dónde tomaría tantos ojos con los cuales os espía si vosotros no se los hubierais dado? ¿Cómo tiene tantas manos para golpear si no las toma de vosotros? Los pies con que huella vuestras ciudades, ¿de dónde los tiene si no es de vosotros? ¿Cómo tiene algún poder sobre vosotros, si no es por obra de vosotros mismos? ¿Cómo osaría perseguiros si no hubiera sido en confabulación con vosotros [s’il n’avait intelligence avec vous]? (La Boétie, 1986 [1550]: 14)

Al forjar el concepto de servidumbre voluntaria, La Boétie nos confronta con un enigma, nos incita a reconsiderar el fenómeno totalitario.


Ni la aceleración del cambio que hace surgir una historia por encima de los hombres, una historia cuyo movimiento hace ley, ni la formación de ideologías, tales como el marxismo o el darwinismo, ni el éxito del modelo de la organización social, derivado de la ciencia y la tecnología, son suficientes para explicar las características del nuevo sistema de dominación. Éste tiende a obtener, y durante un tiempo lo consigue, la sumisión a la omnipotencia de un dirigente supremo y, al mismo tiempo, la participación activa de una gran parte de la población en la realización de objetivos homicidas. Pongámonos de acuerdo sobre este punto: es indudable que hemos conocido formaciones políticas, como el nazismo o el comunismo, que se beneficiaron de semejante devoción, de tal resolución, por parte de muchos de los que se sometían a ella, de darle todo, incluyendo su vida, al poder.

El régimen comunista requiere una atención particular, no sólo en razón de la dimensión de los crímenes cometidos en la época del estalinismo (no olvido que el genocidio de los judíos marca un grado extremo en la escala de la criminalidad), sino porque creo que existen otras dos razones. La primera es que el terror se ejerció, en gran medida, sobre una masa de gente ordinaria, que obedecía las órdenes recibidas, y que las víctimas se sometieron a la regla de la confesión, hasta el punto de renunciar a su inocencia: ejemplo extremo de la servidumbre voluntaria. La segunda razón es que —aquí me sumo a la fina observación de Quinet— esta servidumbre estuvo acompañada, entre los militantes comunistas, de una movilización de la inteligencia, de una extraordinaria proliferación de argumentos sofísticos. Harold Rosenberg, un escritor que formaba parte de la izquierda liberal estadounidense, señalaba con un humor sombrío (en uno de los ensayos de The Tradition of the New [La tradición de lo nuevo], publicado en la década de 1950) que el militante era un intelectual que no tenía necesidad de pensar (Rosenberg, 1960: 184). Intelectual, en el sentido de que se mostraba capaz de hacer razonamientos artificiosos para explicar o justificar, en cualquier circunstancia, la línea del partido. Ahora bien, señalémoslo una vez más aquí: cualquiera que sea la seguridad que la ideología le provee al militante, ésta sólo le otorga un saber muy general. Con todo, le hace falta, al entrar en contacto con los acontecimientos y frente a lo arbitrario de las decisiones de los dirigentes, demostrar cierta inventiva para explicar lo que parece inexplicable. Solzhenitsyn dio ejemplos convincentes de este arte de desbaratar las objeciones del sentido común o de negar las evidencias.

No se piense que al evocar a La Boétie, o bien a escritores del siglo XIX, pretendo subestimar la novedad del fenómeno totalitario. Este fenómeno sólo puede aparecer en el mundo moderno, un mundo que no sólo ha sido transformado por la Revolución Industrial, de donde surgieron técnicas de movilización y reclutamiento de las masas en el partido y técnicas de propaganda inéditas, sino un mundo que también ha sido transformado por la revolución democrática. Esta última arruinó todas las jerarquías tradicionales y destruyó las divisiones características del antiguo espacio social. La posibilidad de establecer un régimen capaz de conseguir la integración de los múltiples sectores de actividad al Estado, la unificación de las normas que rigen las relaciones entre los hombres en toda la sociedad, la posibilidad de establecer un régimen capaz de borrar las huellas de la división entre dominantes y dominados, tal posibilidad se delineó en una época en la que, en las democracias, se afirmaba la soberanía del pueblo, al mismo tiempo que se reconocía la pluralidad de intereses y de creencias.

Algunos historiadores intentan explicar el origen de los regímenes totalitarios poniendo en evidencia la coyuntura que éstos aprovecharon: la de una crisis social, económica y nacional. Sin embargo, por justificado que esté y por fecundo que sea el estudio de los hechos, no nos exime de enfrentar el enigma de un poder que logra aparecer como una emanación del pueblo y el agente de su depuración, el creador de un cuerpo social sano, liberado de sus parásitos, trátese de los pequeños burgueses en Rusia o de los judíos en Alemania. Aquí está la prueba, se ha dicho, de que la gran arma de los movimientos totalitarios es la ideología, la teoría de la raza superior o del proletariado misionero. Sin embargo, lo que se conoce como ideología sólo es eficaz gracias a la creación de un partido de un nuevo género: un partido que rompe con todas las demás formaciones políticas, se libera del marco de la legalidad y se fija como objetivo la conquista del Estado.

El modelo del Partido bolchevique resulta particularmente instructivo porque se acompaña de una ideología mucho mejor articulada que la del nazismo. Existe la tentación de imputarle a la doctrina marxista la causa principal de su gran influencia. Al hacerlo, nos estamos cegando ante la transformación de la doctrina, dado que ésta se inserta en una organización que se caracteriza por la estricta disciplina que se impone a sus miembros. Sus principios son muy conocidos: división del trabajo revolucionario, profesionalización de la militancia, exigencia de dedicación incondicional de cada uno a la causa del Partido. La organización tiende a encontrar en sí misma su propio fin, en razón de su identificación con el proletariado. En su interior, se opera un proceso de identificación del militante con el dirigente supremo. El Partido no se reduce, como se ha supuesto, a la función de un instrumento al servicio de la aplicación de una doctrina. La doctrina se modela conforme al imperativo de una absoluta unidad del Partido. Fuera de sus fronteras, ningún acceso a la verdad es posible, ninguna participación en la lucha revolucionaria es posible.

Para retomar una fórmula de Quinet (1877 [1865-1867]: 322): “el pensamiento sólo está autorizado para producirse á condicion de someterse á ciertas máximas impuestas”.* Por consiguiente, el marxismo se encuentra depurado, liberado de cualquier elemento de incertidumbre. Su enseñanza está circunscrita a los límites de la definición que dio Lenin. En síntesis, de la obra de Marx y de Engels, ya no queda más que un solo lector. De este modo, se van combinando un cuerpo colectivo, el grupo de los militantes fusionaDos unos con otros, y un cuerpo de ideas, un dogma. El que los militantes sean creyentes es un hecho seguro, pero sólo lo son en la medida en que creen todos juntos; donde para cada uno, el Yo se pierde en el Nosotros. Una vez que el partido está en el poder, el principio de la organización se difunde a toda la sociedad. Por supuesto, no es posible obtener la disciplina característica del Partido en todo el conjunto de la población. No obstante, en cada sector de actividad, se exhorta a los individuos a ajustarse unos a otros, a considerarse como los agentes de un aparato. Este espectáculo de una sociedad completamente consagrada a la organización es, precisamente, el que inspira a Arendt para plantear la idea de una dominación desde el interior, es decir, una dominación de tal naturaleza que aquellos que la padecen se prestan a integrarse en un sistema que encubre la violencia del poder.

Sin embargo, si sólo nos atuviéramos a este fenómeno, estaríamos ignorando el proceso de incorporación de los individuos dentro de un ser colectivo, proceso que me esforcé por esclarecer, en el marco del Partido. Este proceso tiende a reproducirse a gran escala, sin jamás, es verdad, alcanzar su objetivo. Efectivamente, a todo lo ancho de la sociedad vemos surgir una inmensa cantidad de colectivos que tienen, cada uno, la propiedad de representar una especie de cuerpo cuyos miembros están regidos por un mismo fin: sindicatos profesionales, movimientos de jóvenes, agrupaciones culturales o deportivas, uniones de escritores o de artistas, academias de ciencias, asociaciones de todo tipo, que están controladas por el Partido. Al considerar esta inmensa red de organismos en los que están atrapados los ciudadanos, se mide la novedad y la amplitud de la empresa totalitaria. Se mide también la atracción que proporciona el hecho de pertenecer a una comunidad que forma un solo bloque, que ofrece la imagen del Uno. ¿Acaso no podemos añadir que, por medio de estas múltiples incorporaciones, se impone la creencia en la gran comunidad del pueblo, la cual se refleja en el cuerpo visible del dirigente supremo? Me inclino a pensar que, en lo más profundo, la imagen del cuerpo es la que mantiene la fe en el Uno. Mientras que la organización puede ser objeto de discurso, y celebrarse su virtud, la imagen del cuerpo se ancla en el inconsciente, su eficacia simplemente es más fuerte; persiste aun cuando la organización se haya estropeado. Entonces, ¿cómo no admitir que la negación a pensar se encuentra en el corazón del sistema totalitario? En este sistema, pensar consistiría en aceptar el riesgo de sentirse excluido de la comunidad. Evidentemente, el miedo suscita el renunciamiento a pensar.

¿Quién podría subestimar el efecto que tiene el miedo bajo el reinado de un poder terrorista, o bien, cuando éste se ha moderado, de un poder policiaco? Sin embargo, existe otro miedo que debe tomarse en cuenta: el de perder la seguridad psíquica que provee la pertenencia a un colectivo.

No quisiera que se creyera con esto que la facultad de pensar puede desaparecer en un régimen totalitario. El comunismo dio origen a una élite compuesta por individuos de todas las condiciones, en su mayoría anónimos, pero, entre ellos, hubo unos cuantos que no tuvieron miedo de darse a conocer: hablo de la élite de la disidencia. No existe mejor ejemplo en nuestros tiempos de la resistencia indestructible del pensamiento. Por otra parte, no hemos podido terminar de evaluar el desastre que provocó la larga educación para no pensar que recibió la gran mayoría. El nacionalismo, en su forma más agresiva, la del odio hacia un supuesto enemigo, tratado como una especie de subhumanidad, sustituye al comunismo en la Rusia de Putin o bien en la Serbia de Milosevic.

En gran medida, los occidentales permanecieron ciegos frente al sistema totalitario que se estableció en Rusia. Según una tesis, el proyecto de edificar una sociedad sin clases se ejecutaba de acuerdo con los principios del marxismo, pero se enfrentaba a dificultades que la teoría no permitía prever, ya que la revolución proletaria se había producido en un país donde el capitalismo todavía no desarrollaba plenamente las fuerzas productivas; la dictadura del Partido y el recurso al terror eran resultado del estado de retraso en el que se encontraba Rusia, del fracaso de la revolución en Alemania y de la hostilidad de las potencias capitalistas. De acuerdo con una segunda tesis —la de los trotskistas—, los fundamentos del socialismo se habían establecido a través de la estatización de los medios de producción, pero, por las razones que acabo de mencionar, se había injertado provisionalmente en el poder una burocracia parasitaria de esencia proletaria. De acuerdo con una tercera tesis, la formación de una clase de managers provenía de las transformaciones características de cualquier sociedad industrial moderna. Otra tesis más combinaba la idea de una sociedad burocrática con la idea de un capitalismo de Estado: este fenómeno, aunque Marx no lo previó, resultaba inteligible en el marco de su análisis.

Por diferentes que fueran para algunos estas interpretaciones, o incluso opuestas, tenían en común el efecto de apartar la pregunta que planteaba la llegada de un régimen de una naturaleza desconocida, es decir, apartar la cuestión de lo político y enfocarse, sea en un encadenamiento de acontecimientos, sea en los fenómenos puramente sociales y económicos.

Para mi propósito, resulta más significativa la concepción de un tipo de régimen totalitario cuyas características se definen a partir de criterios empíricos, con respecto al tipo que constituiría la democracia liberal. Carl Joachim Friedrich fue quien introdujo estos criterios y, grosso modo, los adoptó Raymond Aron (Aron, 1965). Parecería que esta concepción tiene los atributos de un análisis político. Sin embargo, ¿acaso es suficiente, para captar la novedad del Partido Comunista, tratarlo como una variante, que fue muy particular, del partido único? ¿Acaso basta con observar que el Partido dispone del monopolio de la actividad política, que está armado con una ideología cuya autoridad es absoluta, y que el Estado detenta el monopolio de los medios de coerción y de propaganda y que somete la mayoría de las actividades económicas y profesionales? Reducirlo a una dominación completamente exterior no es pensar el totalitarismo sino negarse a pensarlo.El derrumbe del comunismo, decía yo al inicio, no puso fin al debate. Hace algunos años, dos obras de historiadores eminentes, El pasado de una ilusión de François Furet y La tragedia soviética de Martin Malia, trazaron un nuevo esquema de interpretación. Estos dos autores explotan una rica documentación y tienen el mérito de volver a colocar el fenómeno comunista en los horizontes del mundo moderno. Se dieron a la tarea de combinar la primera tesis que mencioné, la de una edificación del socialismo expuesta a obstáculos imprevistos, con la de un Estado todopoderoso que merece el calificativo de totalitario. No obstante, la primera tesis se modifica de manera fundamental: a diferencia de los defensores de la causa del socialismo, estos historiadores piensan que la conducta de los dirigentes soviéticos estuvo guiada constantemente por una ilusión (Furet, 1995) o una utopía (Malia, 1994). Todos estos dirigentes habrían creído en el socialismo, todos, incluido Stalin, pero el socialismo no habría sido más que una quimera. Así, su política terrorista se esclarecería si se admitiera que, momento tras momento, se enfrentaron a las “consecuencias no deseadas” de medidas que no habían tomado en cuenta la realidad y que se vieron obligados a radicalizar sus métodos para no renunciar al objetivo final. En resumen, François Furet y Martin Malia, al constatar la descomposición del régimen, obtienen la prueba de su inconsistencia y, al mismo tiempo, le reconocen una coherencia: la de su ideología.

No me detendré a criticar esta concepción de la historia del comunismo. Se trata de una historia, si nos atenemos a la letra, idealista; es decir, completamente regida por ideas —una historia desde arriba que descuida el análisis de una nueva estructuración de las relaciones sociales y, en primer lugar, el análisis del funcionamiento del partido—. La ingenuidad consiste en tomar al pie de la letra el discurso de los dirigentes. La simplificación consiste en hablar del bolchevismo como de la expresión directa de la utopía revolucionaria, sin tomar en cuenta los múltiples movimientos que han compartido la creencia en una transformación radical de la sociedad. Lo único que importa destacar es la voluntad de reducir el totalitarismo a un episodio sin consecuencias, una digresión.

En términos de Furet (1995), el totalitarismo sólo fue un paréntesis en el transcurso del siglo XX y, hoy en día, ya está cerrado. En términos de Malia (1994), el hecho de que el totalitarismo se haya desplomado como un castillo de naipes demuestra que nunca fue más que un castillo de naipes (sic). En resumen, según la visión de ambos, nuestro tiempo es el de un regreso a la realidad. Pero no se preguntan por qué una ilusión o una utopía, tan ampliamente compartida, pudo surgir del mundo real del siglo XX, cuya marcha se supone que debemos reanudar; por qué la creación de sistemas totalitarios fue imprevista y, durante mucho tiempo, desconocida tanto por la derecha liberal, como por una amplia fracción de la izquierda, siendo que los occidentales tenían “los pies sobre la tierra”; y, finalmente, por qué el modelo comunista ejerció tanta influencia en todos los continentes.

Circunscribir el comunismo en un espacio y en un tiempo es querer creerse protegido de acontecimientos que pueden socavar los fundamentos de nuestras sociedades. No obstante, el hecho de que estos acontecimientos se hayan producido debería volvernos más sensibles a lo imprevisible. Debería hacernos sospechar de la idea de que la democracia ya no tiene enemigos y de que, por sí misma, no es el foco de nuevos modos de opresión del pensamiento, de nuevos modos de servidumbre voluntaria, cuyas consecuencias ignoramos.



Traducción del francés al español de Vania Galindo Juárez.




Correspondencia: Centre de Recherches Politiques Raymond Aron/École des Hautes Études en Sciences Sociales/105 Boulevard Raspail/75006 París/Francia/correo electrónico: paccaud@ehess.fr (pendiente pedir autorización de traducción y publicación). communication@editions-belin.fr;

† [Traducción corregida: la edición del FCE dice “Cada individuo sufre porque se le sujeta (…)”; el original en francés dice: “Chaque individu souffre qu’on l’attache (…)”. Nota del editor; cursivas nuestras.]

‡ [Traducción corregida: la edición del FCE dice: “se lamenta de no poder evitarles el trabajo de pensar y la pena de vivir”; el original en francés dice: “que ne peutil leur ôter entièrement le trouble de penser et la peine de vivre?”. Nota del editor; cursivas nuestras.]
§ [“Mayoría” en contraste con “minoría”, es decir, por mayoría ha de entenderse la parte que triunfa en una votación. Nota del editor.]

1 Nueva edición en francés con un prefacio de Claude Lefort: Quinet (1987). [Nota del editor: se cita por la traducción al español del siglo XIX: Quinet (1877)].
* [Nota del editor: conservamos la ortografía original del siglo XIX.]

Bibliografía

Arendt, Hannah (1982) [1951], Los orígenes del totalitarismo, versión española de Guillermo Solana, Madrid, Alianza, 3 vols.

Aron, Raymond (1965), Démocratie et totalitarisme, París, Gallimard.
Furet, François (1995), El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, trad. de Mónica Utrilla, México, Fondo de Cultura Económica.

La Boétie, Estienne de (1986) [1550], Discurso de la servidumbre voluntaria o el contra uno, estudio preliminar, trad. y notas de José María Hernández Rubio, Madrid, Tecnos.

Lefort, Claude (1999), La Complication. Retour sur le communisme, París, Fayard. Malia, Martin (1994), The Soviet Tragedy: A History of Socialism in Russia, 1917-1991, Nueva York, The Free Press.

Quinet, Edgar (1987) [1865-1867], La Révolution, pref. de Claude Lefort, París, Belin. (1877) [1865-1867], La revolución, precedida de la crítica de la misma, trad. de Mariano Blanch, Barcelona, La Anticuaria.

Rosenberg, Harold (1960), “The Heroes of Marxist Science”, en The Tradition of the New, Nueva York, McGraw-Hill, pp. 178-198.

Tocqueville, Alexis de (2001) [1835], La democracia en América, pref., notas y bibliografía de J. P. Mayer, introd. de Enrique González Pedrero, trad. de Luis R. Cuéllar, México, Fondo de Cultura Económica.

Leo Strauss, Conservative Mastermind (By Robert Locke)

lunes, 25 de enero de 2010

Leo Strauss, Conservative Mastermind
By
Robert Locke

FrontPageMagazine.com | Friday, May 31, 2002


IN CONTEMPORARY American intellectual life, there is only one school of conservative intellectuals that has taken root in academia as a movement. They are the Straussians, followers of the late Leo Strauss (1899-1973). The hostile New Republic referred to Straussians as "one of the top ten gangs of the millennium." Strauss is an ambiguous, sometimes even troubling, figure, but he is essential to the conservative revival of our time and he offers the intellectual depth we are so desperately in need of. As a crude measure of his importance for those readers who continue to believe that philosophical matters are of no practical importance, consider the following list of his students or students of his students: Justice Clarence Thomas; Supreme Court nominee Robert Bork; Deputy Defense Secretary Paul Wolfowitz; former Assistant Secretary of State Alan Keyes; former Secretary of Education William Bennett; Weekly Standard editor and former Quayle Chief of Staff William Kristol; Allan Bloom, author of The Closing of the American Mind; former New York Post editorials editor John Podhoretz; former National Endowment for the Humanities Deputy Chairman John T. Agresto; and, not meaning to class myself with this august company but in the interests of full disclosure, myself.

The great significance of Strauss for mainstream conservatives is that his is the deepest philosophical analysis of what is wrong with liberalism. Technocratic, legalistic, and empirical criticism of liberalism is all very well, but it is not enough. He believes that contemporary liberalism is the logical outcome of the philosophical principles of modernity, taken to their extremes. In some sense, modernity itself is the problem. Strauss believed that liberalism, as practiced in the advanced nations of the West in the 20th century, contains within it an intrinsic tendency towards relativism, which leads to nihilism. He first experienced this crisis in his native Germany’s Weimar Republic of the 1920s, in which the liberal state was so ultra-tolerant that it tolerated the Communists and Nazis who eventually destroyed it and tolerated the moral disorder that turned ordinary Germans against it. A Jew, he fled Germany in 1938. We see this problem repeated today in the multiculturalism that sanctions the importation into the West of Moslem fundamentalists whose foremost aim is the destruction of the Western society that makes that tolerance possible, and in an America so frightened of offending anyone that it refuses to carry out the basic duty of any normal state to guard its own borders.

Strauss believed that America is founded on an uneasy mixture of classical (Greco-Roman), Biblical, and modern political philosophy. Conservatives have not failed to note that a significant part of the mischief of liberalism consists in abandoning the biblical element; this story has been told many times and is well-represented in Washington. Where Strauss comes in is that he is the outstanding critic of the abandonment of the classical element. His key contribution to fighting the crisis of modernity was to restore the intellectual legitimacy of classical political philosophy, especially Plato and Aristotle.

Strauss’s first move, which came as a stunning shock to a 1950s academic world sunk in scientism and desirous of making "political science" substitute for political philosophy, was to reactivate the legitimacy of ancient philosophy as real political critique. It is almost impossible to overstate how unlikely this seemed at the time, it being then a casual article of faith than ancient philosophy had no more to say about modern political problems than ancient physics about modern engineering. But he succeeded. When leftists today feel obliged to denounce Great Books curricula, it is because they know, consciously or unconsciously, that classical thought is very much alive and is a real threat to them. The holy grail of Straussian scholarship has been to understand the ancient philosophers not from a modern point of view but from their own point of view. The implication is that then we become free to adopt the ancient point of view towards modern political affairs, freeing us from the narrowness of the modern perspective and enabling us to step back from the distortions and corruptions of modernity. Strauss contends that the modern view of politics is artificial and that the ancient one is direct and honest about the experience of political things.

Strauss was not ignorant of the reasons modern political philosophy had come about. He saw it as a grand compromise made when the demands of virtue made by ancient political philosophy seemed too high to be attainable. Modern political philosophy provides no rational basis for higher human achievement, but it provides a very solid basis for the moderate human achievement of stability and prosperity. He famously described modernity as built on "low but solid ground." (Natural Right and History)

The key Straussian concept is the Straussian text, which is a piece of philosophical writing that is deliberately written so that the average reader will understand it as saying one ("exoteric") thing but the special few for whom it is intended will grasp its real ("esoteric") meaning. The reason for this is that philosophy is dangerous. Philosophy calls into question the conventional morality upon which civil order in society depends; it also reveals ugly truths that weaken men’s attachment to their societies. Ideally, it then offers an alternative based on reason, but understanding the reasoning is difficult and many people who read it will only understand the "calling into question" part and not the latter part that reconstructs ethics. Worse, it is unclear whether philosophy really can construct a rational basis for ethics. Therefore philosophy has a tendency to promote nihilism in mediocre minds, and they must be prevented from being exposed to it. The civil authorities are frequently aware of this, and therefore they persecute and seek to silence philosophers. Strauss shockingly admits, contrary to generations of liberal professors who have taught him as a martyr to the First Amendment, that the prosecution of Socrates was not entirely without point. This honesty about the dangers of philosophy gives Straussian thought a seriousness lacking in much contemporary philosophy; it is also a sign of the conviction that philosophy, contrary to the mythology of our "practical" (though sodden with ideology and quick to take offense at ideas) age, matters.

Strauss not only believed that the great thinkers of the past wrote Straussian texts, he approved of this. It is a kind of class system of the intellect, which mirrors the class systems of rulers and ruled, owners and workers, creators and audiences, which exist in politics, economics, and culture. He views the founding corruption of modern political philosophy, which hundreds of years later bears poisonous fruit in the form of liberal nihilism, to be the attempt to abolish this distinction. It is a kind of Bolshevism of the mind.

Some dispute whether Straussian texts exist. The great medieval Jewish Aristotelian Moses Maimonides admitted writing this way. I can only say that I have found the concept fruitful in my own readings in philosophy. On a more prosaic level, even a courageous editor like my own can’t print certain things, so I certainly write my column in code from time to time, and other writers have told me the same thing.

According to Strauss, Machiavelli is the key turning point that leads to modern political philosophy, and Machiavelli’s sin was to speak esoteric truths openly. He told all within hearing that there is no certain God who punishes wrongdoing; the essence of Machiavellianism is that one can get away with things. Because of this, he turned his back on the Christian virtue that the belief in a retributive God had upheld. Pre-Machiavellian philosophy, be in Greco-Roman or Christian, had taught that the good political order must be based upon human virtues. Machiavelli believed that sufficient virtue was not attainable and therefore taught that the good political order must be based on men as they are, i.e. upon their mediocrity and vices. This is not just realism, or mere cynicism. It amounts to a deliberate choice as to how society should be organized and a decided de-emphasis on personal virtue. It leads to the new discipline of political science, which is concerned with coldly describing men as they actually are, warts and all. It leads ultimately to Immanuel Kant’s statement that,

"We could devise a constitution for a race of devils, if only they were intelligent."

The ancient view is that this will get you nowhere, because only men with civic virtue will obey a constitution. The modern view leads naturally to value-free social science and social policies that seek to solve social problems through technocratic manipulation that refrains from "imposing value judgments" on the objects of its concern.

The key hidden step in the Machiavellian view, a bold intellectual move that is made logically rigorous and then politically palatable by Thomas Hobbes and John Locke, is to define man as outside nature. Strauss sees this as the key to modernity. Man exists in opposition to nature, conquering it to serve his comfort. Nature does not define what is good for man; man does. This view is the basis for the modern penchant to make freedom and comfort (read "prosperity") the central concerns of political philosophy, whereas the ancients made virtue the center. Once man is outside nature, he has no natural teleology or purpose, and therefore no natural virtues. Since he has no natural purpose, anything that might give him one, like God, is suspect, and thus modernity tends towards atheism. Similarly, man’s duties, as opposed to his rights, drop away, as does his natural sociability. The philosophical price of freedom is purposelessness, which ultimately gives rise to the alienation, anomie, and nihilism of modern life.

The interesting question is why Strauss chose to "spill the beans" about Straussian texts if they are supposed to remain a secret. The answer is that he felt he had to, given the severity of our crisis. Admittedly, the concept of the Straussian text is one susceptible to intellectual mischief in the form of wild claims about the esoteric meaning of texts, not to mention rather off-putting for anyone who doesn’t like know-it-all elites. But before getting too huffy about this elitist view of the good society, it is best to remind oneself that it is strikingly similar to the view cultivated for centuries by the Catholic and Orthodox churches and by Orthodox Judaism, not to mention other religions: there is a small number of men who know the detailed truth; the masses are told what they need to know and no more. Free inquiry outside the bounds of revelation is dangerous. And yet Strauss practiced free inquiry and taught anyone who could afford the tuition at the University of Chicago how to do so. Clearly he is not just an elitist trying to return to the past that he claims existed; he strongly hints this is impossible anyway.

So what was his positive teaching about the good? In a nutshell, Strauss would lead us back to the Aristotelian conception of man as naturally political. Politics implies natural goods that are prior to human thinking about them. If man is political by nature, the goods of politics also exist by nature. The goods of politics are the ways man must behave to make political community work. If there are natural goods, there is a natural hierarchy of goods, and therefore a natural hierarchy of men, as different men pursue different goods. Civic equality may be salutary for the functioning of society, but men are not truly equal in value. All these things and more follow. Following Strauss’s arguments, it is not hard to realize that much of what conservatives find attractive in society is ultimately premised on philosophy that is pre-modern and to some extent anti-modern. We realize that our America is a modern society but not only a modern society. This alone is worth the price of the Straussian ticket.

It goes without saying that one naturally wonders whether Strauss’s own writings are Straussian texts. That is, what did Strauss really believe? Basically, there are two schools of thought on this question, which turn on whether or not one thinks that Strauss really believed he had found an answer to nihilism. Does the restoration of classical political philosophy really re-establish convincing values? Are Aristotle’s virtues really virtues? Is Plato’s critique of democracy true? Did Strauss find the answer? Did he think he did? Or was he just spinning a new myth for intellectuals to keep them from spreading relativism and nihilism? There are vigorous Straussian partisans for both views.

Strauss believed that the great competitor of philosophy is revealed religion. He believed that reason and revelation cannot refute each other. He believed that religion was the great necessity for ordinary men. For him, religion is in essence revealed law, and he took his native Judaism to be its paradigm. Strauss had an ambivalent attitude towards Christianity. On the one hand, Christianity is the only practicable religion for America. On the other hand, Christianity has troubling strands within it, like St. Aquinas’s claim that reason and revelation are compatible, for him the precise opposite of the most important truth. It is a commonplace that Christianity is a synthesis of Greek philosophy with biblical theism; Strauss rejects the idea that such a synthesis is possible. For him, religion is at bottom simply dogmatic and unapologetic about it. It is not quite credo quia absurdum est, but it is a very bright line in the sand. Nietzsche was right: man needs lies. Or, as we saw above, maybe some men don’t.

Strauss was an atheist, which is the thing I find most troubling about him. He never produces a proof that there is no God. More seriously, there’s his apparent certainty that (Judeo-Christian) religion is false, not just uncertain. Of course he combines this with a vigorous defense of that same religion, which is part of what makes him attractive to conservatives, but there’s something unnecessary and rather dangerous about being an atheist rather than an agnostic. Agnosticism would fit in with the rest of his teachings just fine, and without either begging the question of how Mr. Strauss has proved the non-existence of God or tempting his followers with the impunity that atheism confers. Far better for the conservative intellectual who doesn’t believe in God to be not quite sure on the point and to live his life so as to stay out of too much trouble with the Almighty if he turns out to exist. In my view, this is the ultimate basis for the self-restraint and humility before existence that conservative thinkers must cultivate. True agnosticism which is not a version either of lazy atheism or lazy theism, is a rare and difficult intellectual balancing act, requiring great intellectual poise and a skill for reasoning in terms of balanced probabilities and multiple simultaneous values. This Strauss does not teach.

The canard has been leveled at Strauss that he was in a profound sense anti-American. This is so because he is the profoundest modern critic of the modern natural-right teaching on which our society is based, but as I argued above, this is an incomplete view of our foundation, and he only criticizes modern natural-right because he thinks it destroys itself and becomes untenable. As Strauss says, "just because we are friends of liberal democracy does not entitle us to be flatterers of liberal democracy." In his public utterances on contemporary politics he was a conventional conservative patriot who backed the United States against Nazi Germany in WWII and Soviet Russia in the Cold War. He was boldly anti-Communist at a time when most Western intellectuals were dangerously equivocal, if not outright sympathetic. What is undeniable is that he did see the United States as the most advanced case of liberalism and therefore the most susceptible to the nihilism he dedicated his life to fighting. But he also saw the United States as partly founded on the classical and Biblical political wisdom that offered an answer. There is no doubt that he saw the United States as the world’s only hope. One of the lessons we can draw from him is that the essence of liberal modernity is so problematic that America cannot afford for its essence to be liberal modernity, whether that liberalism takes Lockean, classical (in the sense of 19th Century) or postmodern form.

Strauss describes the purpose or project of modernity as "the universal society, a society consisting of free and equal nations, each consisting of free and equal men and women, with all these nations to be fully developed as regards their power of production, thanks to science." (essay, "The Crisis of Our Time") It is interesting to note that this crisp conception makes clear that globalism is not the inevitable culmination of modernity, as its proponents believe, but a perversion which would first make nations unfree and then abolish them outright. Strauss was a trenchant anti-globalist avant la lettre, writing that "no human being and no group of human beings can rule the whole of the human race justly." (Natural Right and History) His most serious reservation about the Cold War was its lurking premise that the undesirability of Soviet world rule implied the desirability of American world rule. He believed that world citizenship is impossible, as citizenship, like friendship, implies a certain exclusivity, and universal love is a fraud. (I would say if it exists, it is the province only of God.) Good men are patriots or lovers of their patria or fatherland, which must by definition be specific. The United Nations has failed in its fundamental mission: to prevent war.

What are Strauss’s drawbacks? His followers are accused of being cultish, which they are to an extent, though not in my experience offensively so, and this is irrelevant to the truth of his ideas. When I was a student at the University of Chicago, there was a circle clustered around Allan Bloom and his great Nobel-laureate friend Saul Bellow. Favored students of the usually haughty Bloom were gradually introduced to greater and greater intimacies with the master, culminating in exclusive dinner parties with him and Saul in Bloom’s lavishly furnished million-dollar apartment. (Read Bellow’s novel Ravelstein if you want the details). Bloom was reputed to say that he liked his students to come to him "virgins," not having read philosophy before, so he could shape their entire outlooks. Straussians talk in a kind of code to one another. When one refers to someone as a "gentleman," it means they are a morally admirable person but not capable of philosophy. They network in academia and in Washington and find one another jobs. A lot of their academic money comes from the John Olin Foundation. This is the inside dope on them; I don’t find it particularly damning, as the Left seems to.

Intellectually, one may criticize Strauss with the simple question: are you really arguing that the classical view of man is true? If so, are you also defending classical physics and metaphysics, which the classical thinkers thought was essential to their teachings? If not, and the classical teaching is just a useful corrective for modernity, not a truth in its own right, then what is the good regime? What is your ideal? Perhaps unsurprisingly, Strauss is elusive on these points. He certainly argued in the direction of defending the classical view of man, but there is nowhere where he declares, QED: here I have proved it. To some extent, this is just honesty on his part, and the Straussian project awaits others to complete it.

Note: If you want to learn about Strauss for yourself, start with Allan Bloom’s The Closing of the American Mind to get a popularized version, bearing in mind that Bloom is an odd character with his own peculiar obsessions. Then try Strauss’s own Natural Right and History, followed by Persecution and the Art of Writing. With his student Joseph Cropsey, Strauss also edited The History of Political Philosophy, which has essays on all the major political philosophers and is an excellent and reliable introduction to the field as a whole. Shadia B. Drury is the Left’s designated debunker of Strauss; her first book on him, The Political Ideas of Leo Strauss, written when she still had some respect for him, is somewhat useful, though not wholly reliable. Her second book, Leo Strauss and the American Right, is a snide, careless and inaccurate piece of liberal boilerplate.

Novedad Editorial: "Ontología del declinar: diálogos con la hermenéutica nihilista de Gianni Vattimo" - (Leiro, Muñoz Gutiérrez, Rivera, comp.)

lunes, 18 de enero de 2010

Ontología del Declinar


Diálogos con la hermenéutica nihilista de Gianni Vattimo



Coordinadores

Carlos MUÑOZ GUTIÉRREZ, Daniel Mariano LEIRO, Victor Samuel RIVERA.


Autores

Gianni VATTIMO,

Carlos Bernardo GUTIÉRREZ,

Francisco ARENAS-DOLZ,

Giaccomo MARRAMAO,

Giovanni GIORGIO,

José Ignacio LÓPEZ SORIA,

Manuel Torres VIZVAYA,

María Helena LISBOA DA CUNHA,

María José ROSSI,

Mariana URQUIJO REGUERA,

Marta DE LAVEGA VISBAL,

Massimo DESIATO,

Mauricio BEUCHOT,

Miroslav MILOVIC,

Mónica GIARDIN,

Pablo GUADARRAMA GONZÁLEZ,

Raquel PAIVA ARAUJO SOARES,

Ricardo VISCARDI,

Rossano PECORARO,

Sergio DE ZUBIRÍA SAMPER,

Teresa OÑATE Y ZUBÍA,

Victor Samuel RIVERA,

Daniel Mariano LEIRO.


ISBN: 978-950-786-771-2

Editorial: Biblos

Ciudad: Buenos Aires

Año: 2009

Lengua: Español


Resumen

Gianni Vattimo es, sin duda, uno de los mayores filósofos vivos que se ha embarcado en una difícil empresa de renovación del pensamiento crítico de izquierda en una era posmetafísica, mediante una propuesta de pensamiento débil que reformula las posibilidades de emancipación humana en términos de una progresiva reducción de la violencia y el dogmatismo. Dicha concepción se inspira en un creativo diálogo que el filósofo de Turín ha sabido entablar con el pensamiento heideggeriano reinterpretado desde una perspectiva de “izquierda”, por un lado, y la filosofía de Friedrich Nietzsche, por otro. Este diálogo ha motivado un singular desarrollo de una ontología hermenéutica nihilista donde se advierte la marcada influencia de Hans-Georg Gadamer y Luigi Pareyson, y donde se manifiesta también la impronta de la tradición dialéctica hegelo-marxista desde George Lukács hasta la teoría crítica de Herbert Marcuse, Theodor Adorno y Max Horkheimer, y en la cual no faltan tampoco lecturas originales del pensamiento de J-P Sartre, Ernst Bloch y Walter Benjamin.


La hermenéutica de Vattimo es, pues, una sutil filosofía que se ha desarrollado en asiduo contacto y discusión con la filosofía clásica alemana desde Kant hasta Hegel y Marx, y desde Schopenhauer y los románticos alemanes a Schleiermacher. E incluso se extiende más allá de ese horizonte teórico hasta Dilthey, la filosofía del neokantismo alemán y el idealismo fenomenológico de Edmund Husserl. Así se podría caracterizar a la ontología hermenéutica del debolismo como un lugar de encuentro y diferenciación, pero también de recuperación distorsionante en sentido de Verwindung de las principales corrientes del pensamiento contemporáneo.


Por esa creativa labor la obra de Gianni Vattimo ha merecido un justo reconocimiento internacional que se ha intensificado en los últimos años con homenajes en diversas partes del mundo y con la entrega de doctorados honoris causa en varias universidades. Sumándose a ese reconocimiento que se rinde a su figura, el presente volumen procura recoger las intervenciones de destacados filósofos de Europa como Giaccomo Marramao, Giovanni Giorgio, Teresa Oñate, Francisco Arenas-Dolz, Manuel Torres Viscaya y ofrecer al mismo tiempo, un amplio panorama de la recepción del pensamiento débil en Iberoamérica con atención a los aportes algunos de los más importantes filósofos latinoamericanos.


En un momento histórico en el que asistimos a un declinar de las fuerzas progresistas en el mundo desarrollado, América del Sur ha vuelto a cobrar una especial gravitación en las últimas reflexiones ético-políticas del pensador italiano. Por tal motivo esperamos que las páginas de este libro puedan contribuir a un diálogo cargado de futuro, no sólo para nuestra región.



Librerías donde es posible conseguir Ontología del declinar:




BUENOS AIRES-ARGENTINA

Guadalquivir

Humanidades

Callao 1012. Tel. 4816-0221
guadalquivir@proeme.com

Librería Paidós

http://www.libreriapaidos.com/libros/2/950786771.asp?TipoBusqueda=101

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Ventas/Fax: (5411) 4801-2860
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Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
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Lunes a viernes de 9.30 a 20 hs.
Sábado 10 a 14hs y de 16 a 20 hs

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