jueves, 9 de julio de 2009
Hans-Georg Gadamer
Semántica y hermenéutica (1968)
Semántica y hermenéutica (1968)
Verdad y método, Ediciones
Sígueme, Salamanca, 1994, cap. 13, pp. 171- 179
Sígueme, Salamanca, 1994, cap. 13, pp. 171- 179
No me parece un azar que entre las corrientes filosóficas de hoy la semántica y la hermenéutica hayan alcanzado una actualidad especial. Ambas parten de la expresión lingüística de nuestro pensamiento. Ya no se saltan la forma fenoménica primaria de toda experiencia espiritual. Por ocuparse de lo lingüístico, ambas poseen una perspectiva de verdadera universalidad. Pues ¿qué hay en el fenómeno lingüístico que no sea signo y que no sea un momento del proceso de entendimiento?
La semántica parece describir el campo lingüístico desde fuera, por la observación, y se ha podido desarrollar una clasificación de los comportamientos en el trato con estos signos. Debemos esa clasificación al investigador estadounidense Charles Morris. La hermenéutica por su parte aborda el aspecto interno en el uso de ese mundo semiótico; o, más exactamente, el hecho interno del habla, que visto desde fuera aparece como la utilización de un mundo de signos. Ambas estudian con su propio método la totalidad del acceso al mundo que representa e1 lenguaje. Y ambas lo hacen investigando más allá del pluralismo lingüístico existente.
Creo que el mérito del análisis semántico ha sido el haber descubierto la estructura global del lenguaje y haber relacionado con ella los falsos ideales de univocidad de los signos o símbolos y de formalizabilidad lógica de la expresión lingüística. El gran valor del análisis de la estructura semántica consiste en parte en disolver la apariencia de singularidad que produce el signo verbal aislado, y lo hace de diferentes modos: o bien explicitando sus sinónimos o, en forma aún más significativa, mostrando la expresión verbal individual como algo intransferible y no intercambiable. Me parece más significativa esta segunda operación porque apunta hacia algo que está detrás de la sinonimia. La mayoría de las expresiones de un mismo pensamiento, de las palabras que designan la misma cosa, admite quizá desde la perspectiva de la mera designación y denominación de algo, la distinción, articulación y diferenciación; pero cuanto menos se aísla el signo concreto tanto más se individualiza el significado de la expresión. El concepto de sinonimia se va diluyendo más y más. Al final queda patente un ideal semántico que en un determinado contexto sólo reconoce una expresión y ninguna otra como correcta, como acertada. El lenguaje poético podría estar aquí en la cima, y dentro de él parece aumentar esa individualización que lleva desde el lenguaje épico, pasando por el dramático, al lírico, a la construcción lírica del poema. Esto aparece en el hecho de ser el poema lírico, en buena medida, intraducible. El ejemplo del poema puede aclarar lo que aporta el aspecto semántico. Hay un verso de Immermann que dice: Die Zähre rinnt (la lágrima resbala), y el que oye la palabra Zähre se sentirá quizá perplejo ante el uso de este vocablo arcaico en lugar de Träne. Pero tratándose de un poema, como en este caso, el poeta puede haber acertado en la elección. El vocablo Zähre hace aflorar en el hecho cotidiano del llanto otro sentido ligeramente distinto. Cabe la duda. ¿Hay realmente una diferencia de sentido? ¿no se trata de un matiz meramente estético, de una valoración emocional o eufónica? Es posible que Zähre suene diferente que Täne; pero ¿no son palabras intercambiables en lo que al sentido se refiere?
Hay que examinar esta objeción en todo su rigor. Porque es realmente difícil encontrar una mejor definición de lo que es el sentido o el significado o the meaning de una expresión que su sustituibilidad. Cuando entra una expresión en lugar de otra sin que cambie el sentido de la totalidad, esa expresión posee el mismo sentido que la expresión sustituida. Pero cabe preguntar hasta qué punto puede valer esa teoría de la sustitución para el sentido del discurso, de la auténtica unidad del fenómeno lingüístico. Es indudable que se trata de la unidad del discurso y no de una expresión sustituible como tal. Precisamente la superación de una teoría del significado que aísla las palabras reside en las posibilidades del análisis semántico. En este aspecto más amplio habrá que limitar en su validez la teoría de la sustitución que haya de definir el significado de las palabras. La estructura de una trama lingüística no debe describirse partiendo sin más de la correspondencia y la sustituibilidad de las distintas expresiones. Hay sin duda giros equivalentes, pero tales relaciones de equivalencia no son coordinaciones inmutables, sino que aparecen y mueren, igual que el espíritu de una época se refleja también de un decenio a otro en el cambio semántico. Obsérvese, por ejemplo, la introducción de expresiones inglesas en la vida social de nuestros días. De ese modo el análisis semántico puede descubrir hasta cierto punto las diferencias de los tiempos y el curso de la historia, y puede hacer perceptible, en especial, la inserción de una totalidad estructural en la nueva estructura global. Su precisión descriptiva demuestra la incoherencia resultante de la adopción de un ámbito verbal en nuevos contextos y esa incoherencia sugiere a menudo que se ha reconocido aquí algo realmente nuevo. Esto es válido también y sobre todo para la lógica de la metáfora. La metáfora nos parece una transferencia, es decir, actúa retrotrayéndonos al ámbito originario del que procede y desde el que fue llevada a un nuevo ámbito de aplicación, mientras tenemos conciencia de esta relación como tal. Sólo cuando la palabra arraiga en su uso metafórico y ha perdido el carácter de recepción y de transferencia, empieza a desarrollar su significado como «propio». Así, es sin duda una mera convención gramatical el atribuir a la palabra «flor» como significado propio el que tiene en el mundo vegetal, y el considerar la aplicación de esta palabra a unidades vitales superiores, como la sociedad o la cultura, un uso impropio y figurado. El entramado de un vocabulario y de sus reglas de empleo realiza únicamente el compendio de lo que forma de ese modo la estructura de una lengua mediante la constante adición de expresiones en nuevos ámbitos de uso.
Esto impone un cierto límite a la semántica. Cabe considerar sin duda, desde la idea de un análisis total de la estructura fundamental del lenguaje, todos los idiomas existentes como formas fenoménicas de lenguaje. Pero la constante tendencia a la individualización chocará con la tendencia a la convención, que también es inherente al lenguaje. Pues lo que constituye la vida del lenguaje es que nunca se puede alejar demasiado de las convenciones lingüísticas. El que habla una lengua que nadie entiende no habla en realidad. Mas, por otro lado, el que sólo habla una lengua cuya convencionalidad se ha hecho absoluta en la elección de las palabras, en la sintaxis o en el estilo, pierde la capacidad de interpelación y evocación, que sólo es alcanzable por la individualización del vocabulario y de los recursos lingüísticos.
Un buen ejemplo de este proceso es la tensión que existe siempre entre terminología y lenguaje vivo. Un fenómeno familiar no sólo al estudioso, sino sobre todo al profano culto es que las expresiones técnicas resultan poco manejables. Poseen un perfil especial que rehúsa integrarse en la verdadera vida del lenguaje. Y sin embargo es esencial para esas expresiones técnicas de definición unívoca incorporadas en la comunicación viva a la vida del lenguaje, que enriquezcan su fuerza aclaratoria, reducida por la univocidad, con la fuerza comunicativa del lenguaje vago e impreciso. La ciencia puede resistirse a ese oscurecimiento de sus propios conceptos, pero la «pureza» metodológica sólo es asequible en ámbitos particulares. Presupone el hecho de la orientación en el mundo, que va implícito en la relación lingüística con éste. Recordemos, por ejemplo, el concepto de fuerza en física y los matices semánticos que resuenan en la palabra viva «fuerza» y hacen que el profano se interese por los conocimientos de la ciencia. Yo he podido mostrar alguna vez como la obra de Newton quedó integrada de este modo a través de Oetinger y de Herder en la conciencia pública alemana. El concepto de fuerza fue interpretado desde la experiencia viva de fuerza. Pero con ello el término conceptual se inserta en el idioma y queda individualizado hasta ser intraducible. Porque... a ver quién se atreve a traducir la sentencia de Goethe Im Anfang war die Kraft (en el principio era la fuerza) a otro idioma sin titubear con el mismo Goethe: «algo me dice que no puedo asegurarlo».
Si tenemos presente esta tendencia a la individualización, veremos en el producto poético su culminación. Y si esto es así, cabe preguntar si la teoría de la sustitución se ajusta realmente al sentido de la expresión lingüística. La intraducibilidad que caracteriza en el límite al poema lírico, haciéndolo intransferible de un idioma a otro sin perder toda su fuerza poética, hace fracasar la idea de sustitución, de presencia de una expresión por otra. Pero esto parece independiente del fenómeno especial de un lenguaje poético superindividualizado con significación general. La sustituibilidad contradice, a mi juicio, al momento individualizante del acto lingüístico. Incluso cuando sustituimos, al hablar, una expresión por otra o la yuxtaponemos por facundia retórica o por autocorrección del orador, que no encontró mejor expresión al principio, el sentido del discurso se construye en el proceso de las expresiones sucesivas y sin salirse de esta singularidad fluida. Pero hay una salida cuando se introduce, en lugar de una palabra, otra de significado idéntico. Llegamos aquí al punto en el que la semántica desaparece para convertirse en otra cosa. Semántica es una teoría de la significación, especialmente de los signos verbales. Pero los signos son medios. Se utilizan y se desechan a discreción como todos los demás medios de la actividad humana. Cuando se dice de alguien que «domina sus recursos» se quiere significar que «los emplea correctamente en orden al fin». Decimos también que es preciso dominar un idioma para poder comunicarse en él. Pero el verdadero lenguaje es algo más que la elección de los medios para alcanzar determinados objetivos de comunicación. El idioma que uno domina es tal que uno vive en él, y esto es: lo que uno desea comunicar, no lo conoce de ninguna manera que no sea en su forma idiomática. Que uno mismo «elija» sus palabras, es un gesto o efecto con fines comunicativos en el cual el habla es inhibida. El habla «libre» fluye, en olvido de sí mismo, en la entrega a la cosa que es evocada en el medium del lenguaje. Esto es aplicable también al discurso escrito, a los textos. Porque también los textos, si se comprenden realmente, se funden de nuevo en el movimiento de sentido del discurso.
Surge así, detrás del campo de investigación que analiza la constitución lingüística de un texto como un todo y destaca su estructura semántica, otro punto cardinal de búsqueda e indagación: la hermenéutica. Tiene su fundamento en el hecho de que el lenguaje apunta siempre más allá de sí mismo y de lo que dice explícitamente. No se resuelve en lo que expresa, en lo que verbaliza. La dimensión hermenéutica que aquí se abre supone evidentemente una limitación en objetivabilidad de lo que pensamos y comunicamos. No es que la expresión verbal sea inexacta y esté necesitada de mejora, sino que justamente cuando es lo que puede ser, transciende lo que evoca y comunica. Porque el lenguaje lleva siempre implícito un sentido depositado en él y que sólo ejerce su función como sentido subyacente y que pierde esa función si se explicita. Para aclararlo voy a distinguir dos formas de retracción del lenguaje detrás de sí mismo: lo callado en el lenguaje y, sin embargo, actualizado por éste, y lo encubierto por el lenguaje.
Veamos primero lo dicho pese a ser silenciado. Lo que aparece este caso es el gran ámbito de la ocasionalidad de todo discurso y que interviene en la constitución de su sentido. Ocasionalidad significa la dependencia de la ocasión en que se utiliza un lenguaje. El análisis hermenéutico puede mostrar que esa dependencia de la ocasión no es a su vez algo ocasional, al modo de las expresiones denominadas, ocasionales como «aquí» o «esto», que no poseen evidentemente en su peculiaridad semántica ningún contenido fijo y señalable, sino que son utilizables en los distintos contenidos como formas vacías. El análisis hermenéutico puede mostrar que esa ocasionalidad constituye la esencia del habla. Porque cada enunciado no posee simplemente un sentido unívoco en su estructura lingüística y lógica, sino que aparece motivado. Sólo una pregunta subyacente en él confiere su sentido a cada enunciado. La función hermenéutica de la pregunta hace a su vez que el enunciado sea respuesta. No voy a referirme aquí a la hermenéutica de la pregunta, que está aún por estudiarse. Hay muchos géneros de pregunta y todos sabemos que la pregunta no necesita poseer siquiera una forma sintáctica para irradiar plenamente su sentido interrogativo. Me refiero al tono interrogativo, que puede conferir el carácter de pregunta a una frase formada sintácticamente como frase enunciativa. Pero también es un ejemplo muy bello su inversión, es decir, que algo que posee el carácter de pregunta adquiera el carácter de enunciado. A eso llamamos pregunta retórica. La pregunta retórica es pregunta sólo en la forma; en realidad es una afirmación. Y si analizamos cómo el carácter interrogativo pasa a ser afirmativo, vemos que la pregunta retórica se vuelve afirmativa al sobreentender la respuesta. Anticipa en cierto modo con la pregunta la respuesta común.
La figura más formal en que lo no dicho aparece en lo dicho es, pues, la referencia a la pregunta. Habrá que indagar si esta forma de implicación es omnicomprensiva o si coexiste con otras formas. ¿Es aplicable, por ejemplo, a todo el campo de los enunciados que no son ya enunciados en sentido estricto porque no dan información, comunicación de un algo concebido como su intención propia y única, sino que poseen más bien un sentido funcional totalmente heterogéneo? Pienso en ciertos fenómenos del lenguaje, como la maldición o la bendición, el anuncio de la salvación dentro de una tradición religiosa, pero también el mandato o el lamento. Son modos de hablar que revelan su propio sentido porque son irrepetibles, porque su homologación, su transformación en un enunciado informativo, por ejemplo, del estilo «afirmo que te maldigo», modifica totalmente o incluso destruye el sentido del enunciado, el carácter de maldición en este caso. ¿La frase es también aquí respuesta a una pregunta motivante? ¿es así, y sólo así, inteligible? Lo cierto es que el sentido de todas esas formas de enunciado, desde la maldición a la bendición, es irrealizable si no reciben su determinación semántica de un contexto de acción. Es innegable que también estas formas de enunciado poseen el carácter de la ocasionalidad, porque la ocasión de su contenido se cumple en la comprensión.
El problema adquiere otro nivel cuando afrontamos un texto «literario» en el sentido fuerte del adjetivo. Porque el «sentido» de tal texto no está motivado ocasionalmente, sino que pretende por el contrario ser válido «siempre», es decir, ser «siempre» respuesta, y esto significa suscitar inevitablemente la pregunta cuya respuesta es el texto. Precisamente tales textos son los objetos preferidos de la hermenéutica tradicional, como la crítica teológica, la crítica jurídica y la crítica literaria, pues en ellos se plantea la tarea de despertar el sentido fosilizado desde la letra misma.
Pero en las condiciones hermenéuticas de nuestra conducta lingüística aparece aún, a un nivel más profundo, otra forma de reflexión hermenéutica que no afecta sólo a lo no dicho, sino a lo encubierto por el lenguaje. Que el lenguaje puede encubrir con el acto mismo de su ejecución es obvio en el caso especial de la mentira. El complejo entramado de las relaciones humanas en el que se produce la mentira, desde las fórmulas de cortesía oriental hasta la clara ruptura de confianza entre personas, no posee como tal un carácter primariamente semántico. El que miente bajo presión lo hace sin titubear y sin dar muestras de azoramiento; es decir, encubre también el encubrimiento de su lenguaje. Pero este carácter de mentira adquiere claramente una realidad lingüística especialmente allí donde el objetivo es evocar la realidad mediante el lenguaje; es decir, en la obra de arte lingüística. Dentro de la totalidad lingüística de un conjunto literario el modo de encubrimiento que se llama mentira posee sus propias estructuras semánticas. El lingüista moderno habla entonces de señales que delatan el encubrimiento latente en un enunciado. La mentira no es simplemente la afirmación de algo falso. Se trata de un lenguaje encubridor que sabe lo que dice. Y por eso la tarea de la exposición lingüística en el contexto literario es el descubrimiento de la mentira o, más exactamente, la comprensión del carácter falaz de la mentira en cuanto que ésta responde a la verdadera intención del hablante.
En cambio, el encubrimiento en tanto que error es de otra naturaleza. La conducta lingüística en el caso de la afirmación correcta no difiere en nada de la conducta lingüística en el caso de la afirmación errónea. El error no es un fenómeno semántico, pero tampoco un fenómeno hermenéutico, aunque intervienen ambos aspectos. Los enunciados erróneos son una expresión
«correcta» de opiniones erróneas, pero como fenómeno expresivo y lingüístico no son específicos frente a la expresión de opiniones correctas. La mentira es un fenómeno lingüística destacado, pero en general un caso irrelevante de encubrimiento. No sólo porque las mentiras no llegan lejos, sino porque se insertan en una conducta lingüística que se confirma en ellas en cuanto que presuponen el valor del lenguaje como comunicación de la verdad y este valor se restablece en la adivinación o el desenmascaramiento o el descubrimiento de la mentira. El convicto de mentira reconoce dicho valor. Sólo cuando la mentira no es consciente de sí misma en tanto que encubrimiento adquiere un nuevo carácter que determina la relación global con el mundo. Conocemos este fenómeno como mendacidad, en la que se ha perdido el sentido de la verdad y la verdad en general. Esa mendacidad no se reconoce a sí misma y se asegura contra su desenmascaramiento mediante el discurso mismo. Se aferra a sí misma extendiendo el velo del discurso sobre sí. Aquí aparece el poder del discurso , aunque siempre en la situación embarazosa de un veredicto social en su desarrollo completo y global. La mendacidad se convierte así en ejemplo de la autoalienación que puede sufrir la conciencia lingüística y que reclama una disolución mediante el esfuerzo de reflexión hermenéutica. Hermenéuticamente, el conocimiento de la mendacidad significa para el interlocutor que el otro está excluido de la comunicación porque no es consecuente consigo mismo.
En efecto, la acción de la hermenéutica es baldía cuando no hay entendimiento con los demás ni consigo mismo. Las dos formas más importantes de encubrimiento mediante el lenguaje que ha de abordar sobre todo la reflexión hermenéutica y que voy a analizar a continuación atañen a este encubrimiento mediante el lenguaje que determina toda la relación con el mundo. Una es la aceptación sin reparo de los prejuicios. Constituye una estructura fundamental de nuestro lenguaje el que seamos dirigidos por ciertos preconceptos y por una precomprensión en nuestro discurso, de suerte que esos preconceptos y esa precomprensión permanecen siempre encubiertos y se precisa una ruptura de lo que subyace en la orientación del discurso para hacer explícitos los prejuicios como tales. Esto suele generar una nueva experiencia. Esta hace insostenible el prejuicio. Pero los prejuicios profundos son más fuertes y se aseguran reivindicando el carácter de evidencia o se presentan incluso como presunta liberación de todo prejuicio y refuerzan así su vigencia. Conocemos esta figura lingüística de refuerzo de los prejuicios como repetición obstinada, propia de todo dogmatismo. Pero la conocemos también en la ciencia cuando, so pretexto de conocimiento sin presupuestos y de objetividad de la ciencia, se transfiere el método de una ciencia acreditada como la física, sin modificación metodológica, a otras áreas, como el conocimiento de la sociedad. Y sobre todo, como ocurre cada vez más en nuestro tiempo, cuando se invoca la ciencia como instancia suprema de procesos de decisión social. Eso es desconocer los intereses que se asocian al conocimiento, y esto sólo puede mostrarlo la hermenéutica. Podemos concebir esta reflexión hermenéutica como crítica de la ideología que pone a ésta en entredicho, es decir, que explica la presunta objetividad como expresión de la estabilidad de las relaciones de poder. La crítica de la ideología intenta explicitar y disolver con ayuda de la reflexión histórica y sociológica los prejuicios sociales imperantes, esto es, intenta deshacer el encubrimiento que preside la influencia incontrolada de tales prejuicios. Es una tarea de extrema dificultad. Porque el poner en duda lo obvio provoca siempre la resistencia de todas las evidencias prácticas. Pero aquí reside justamente la función de la teoría hermenéutica: ésta crea una disposición general capaz de bloquear la disposición especial de unos hábitos y prejuicios arraigados. La crítica de la ideología constituye una forma concreta de reflexión hermenéutica que intenta disolver críticamente un determinado género de prejuicios.
Pero la reflexión hermenéutica es de alcance universal. A diferencia de la ciencia, tiene que luchar por su reconocimiento incluso cuando no se trata del problema sociológico de crítica de la ideología, sino de una autoilustración de la metodología científica. La ciencia descansa en la particularidad de aquello que ella eleva a objeto con sus métodos objetivantes. Se define como ciencia metodológica moderna por una renuncia inicial a todo lo que se sustrae a sus procedimientos. Así produce la impresión de conocimiento global que oculta en realidad la defensa de ciertos prejuicios e intereses sociales. Piénsese en el papel del experto en la sociedad actual, cómo la voz del experto influye en la economía y en la política, en la guerra y en el derecho más que los estamentos políticos, que representan la voluntad de la sociedad.
Pero la crítica hermenéutica sólo adquiere su verdadera eficacia cuando llega a reflexionar sobre su propio esfuerzo crítico, es decir, sobre el propio condicionamiento y la dependencia en que se halla. Creo que la reflexión hermenéutica que esto realiza se aproxima más al ideal cognitivo porque hace tomar conciencia incluso de las ilusiones de la reflexión. Una conciencia crítica que encuentra en todo prejuicios y dependencia, pero que se considera ella misma absoluta, es decir, libre de prejuicios e independiente, incurre necesariamente en ilusiones. Porque sólo es motivada por aquello cuya crítica ella es. Hay para ella una dependencia indestructible respecto a aquello que combate. La plena liberación de los prejuicios es una ingenuidad, ya se presente como delirio de una ilustración absoluta, como delirio de una experiencia libre de los prejuicios de la tradición metafísica o como delirio de una superación de la ciencia por la crítica de la ideología. Creo, en todo caso, que la conciencia hermenéuticamente ilustrada pone de manifiesto una verdad superior al involucrarse en la reflexión. Su verdad es la verdad de la traducción. Su superioridad consiste en convertir lo extraño en propio al no disolverlo críticamente ni reproducirlo acríticamente, al revalidarlo interpretándolo con sus propios conceptos en su propio horizonte. La traducción puede hacer confluir lo ajeno y lo propio en una nueva figura, estableciendo el punto de verdad del otro frente a uno mismo. En esa forma de reflexión hermenéutica, lo dado lingüísticamente queda eliminado en cierto modo desde su propia estructura lingüística mundana. Pero esa misma realidad -y no nuestra opinión sobre ella- se inserta en una nueva interpretación lingüística del mundo. En este proceso de constante avance del pensamiento, en la aceptación del otro frente a sí mismo, se muestra el poder de la razón. Esta sabe que el cono cimiento humano es y será limitado aun cuando sepa de su propio límite. La reflexión hermenéutica ejerce así una autocrítica de la conciencia pensante que retrotrae todas sus abstracciones, incluidos los conocimientos de las ciencias, al todo de la experiencia humana del mundo. La filosofía, que es siempre, expresamente o no, una crítica del pensamiento tradicional, es ese ejercicio hermenéutico que funde las totalidades estructurales que elabora el análisis semántico en el continuo de la traducción y la conceptuación en que existimos y desaparecemos.
0 Comments:
Post a Comment