Claude Lefort: "Negarse a Pensar el Totalitarismo"

jueves, 28 de enero de 2010

Negarse a pensar el totalitarismo

Claude Lefort


Conferencia Hannah Arendt pronunciada en el año 2000 con motivo de la instalación de los Archivos Hannah Arendt en Berlín. Primera edición en francés como “Le refus de penser le totalitarisme”, en C. Lefort, Le Temps présent. Écrits 1945-2005, París, Belin, 2007, pp. 969-980.



INTITULÉ ESTA CONFERENCIA: negarse a pensar el totalitarismo. Me parece pertinente aclarar de inmediato mi propósito. Desde su formación hasta su derrumbe, la naturaleza y la evolución del comunismo soviético fueron objeto de un debate incesante. Este debate movilizó las pasiones políticas y los argumentos de orden teórico. Los defensores de un Estado cuyo objetivo parecía ser la edificación de una sociedad socialista se enfrentaban a aquéllos que lo veían como un nuevo órgano de dominación dotado de todos los medios del poder. En general, los partidarios del régimen soviético, quienes lo consideraban, cuando menos, progresista, se ubicaban dentro de la izquierda, y sus adversarios dentro de la derecha. Sin embargo, observemos que, desde un principio, algunos grupos de extrema izquierda y algunos socialistas o socialdemócratas denunciaron la formación de una dictadura sobre el proletariado, oculta bajo la apariencia de una dictadura del proletariado. Algunos alemanes, opositores de Hitler —pienso particularmente en Hermann Rauschning, un conservador—, fueron de los primeros en equiparar el sistema nazi al sistema soviético. Creo conveniente recordar que Léon Blum, el líder del Partido Socialista en Francia, calificó a los partidos comunistas de totalitarios a principios de la década de 1930, antes de adoptar la estrategia del Frente Popular. Por lo tanto, resulta un error creer que el concepto de totalitarismo es un producto de la Guerra Fría, pues los emigrados rusos y alemanes, en particular, ya habían introducido este concepto con mucha anterioridad. En cuanto al debate que puso en oposición a historiadores, sociólogos y politólogos, se puede decir que también es antiguo, pero se intensificó después de la Segunda Guerra Mundial. Las especulaciones sobre la evolución del régimen soviético tomaron un nuevo rumbo a partir de la época de la desestalinización. Por último, cosa digna de notarse, el derrumbe del comunismo no puso fin al debate. Aunque el concepto de totalitarismo ya no alimenta las pasiones políticas, sigue siendo ampliamente contestado, como bien se sabe; y, cuando éste llega a utilizarse, a menudo se hace con reservas, negándole una pertinencia científica. Afortunadamente, la obra de Hannah Arendt goza de un interés creciente; sin embargo, apenas se toma en cuenta en los trabajos de los historiadores.

He aquí lo que quisiera preguntarme: más allá de las divergencias o las oposiciones que ha suscitado la interpretación del fenómeno comunista, ¿acaso no hay una negación persistente a pensar el totalitarismo? Por “pensar” entiendo: enfrentar aquello que, como muy bien dijo Hannah Arendt, no tiene precedentes y nos abre una pregunta que, a diferencia de un problema que podría tener solución, se imprime a partir de ese momento en nuestra experiencia del mundo. Hace casi dos años, tras la publicación de un libro que intitulé La Complication [La complicación] (Lefort, 1999), asistí a algunas reuniones en las que siempre me interrogaban sobre el sentido de la frase inicial de mi prefacio: “el comunismo pertenece al pasado, en cambio la cuestión del comunismo sigue estando en el corazón de nuestro tiempo”. La resistencia a la idea de que la aventura totalitaria, más precisamente comunista, no nos dejaba indemnes, tal resistencia, me pareció resueltamente tenaz.

Desde hace algún tiempo se habla mucho del “deber de memoria”. Existen razones para sentirnos satisfechos por ello. Cuando se hace un llamado a no olvidar los crímenes contra la humanidad, se espera que el recuerdo nos mantendrá a salvo de reproducir las abominaciones del pasado. Sin embargo, el deber de memoria corre palpablemente el riesgo de resultar ineficaz si no está presente el deber de pensar. Ahora bien, lo que debemos pensar es en el renunciar a pensar, lo cual fue una de las condiciones para el establecimiento del totalitarismo, una de las características principales, tanto del comunismo como del nazismo y el fascismo. ¿Cómo no cuestionarse acerca de este prodigioso fenómeno? ¿Acaso podemos hablar de un nuevo tipo de poder, de un englobamiento de la sociedad por parte del Estado-partido, sin tomar en cuenta el hecho —perdonen la extraña expresión— de que algo le pasó al pensamiento? Este acontecimiento nos pone en alerta, sobre todo porque no estamos acostumbrados a vincular política y pensamiento. No tendríamos por qué sorprendernos, si pudiéramos conformarnos con creer que los dirigentes totalitarios disponían plenamente de los medios para sofocar la libertad de expresión y pensamiento. Nos bastaría con observar el progreso de la tiranía en los tiempos modernos. Sin embargo, el poder totalitario no se puede reducir a un poder tiránico o despótico. Hannah Arendt toca un punto esencial cuando describe una dominación que no sólo se ejerce desde el exterior, sino también desde el interior. Para dar cuenta de este tipo de dominación, recurre a la creencia en una ley de la historia o en una ley de la naturaleza, concebida como ley de movimiento, donde la sujeción a una ideología se concibe como “lógica de una idea” (Arendt, 1982 [1951]: vol. 3: 605), y a la inclusión de los ciudadanos en el proceso general de la organización. De cada uno de sus análisis, se desprende una conclusión: la inhibición del pensamiento.

Arendt descubre el origen de los principios que han guiado los movimientos totalitarios en las teorías o las representaciones que surgieron en el siglo XIX. No hablaré aquí de esta interpretación, pues ya lo hice en otro lugar. En cambio, lo que me parece pertinente señalar es que en el siglo XIX, precisamente, nace la sensibilidad hacia una dominación que se volvió invisible para quienes la padecen y que encuentra su motor en un renunciamiento a pensar y, más precisamente, en un negarse a pensar. A mi parecer, esta sensibilidad se despierta como consecuencia de la experiencia de la Revolución Francesa. Las esperanzas que habían surgido con la creación de una sociedad en la que se reconocerían las libertades políticas, civiles e individuales, habían sido sustituidas, efectivamente, por la dictadura terrorista de un gobierno que se valía de la doctrina de la Salvación Pública y, después, tras un intermedio en el que se había restaurado un Estado de derecho, vino la dictadura bonapartista. Para los escritores que hicieron una importante contribución a la cultura política moderna, la gran pregunta es, en ese entonces, cómo se pasó de la libertad a la servidumbre. Estoy pensando particularmente en Benjamin Constant, en Guizot (al menos, en el periodo en el que fue líder de la oposición liberal durante la Restauración) y también pienso en Tocqueville, Michelet y Edgar Quinet. Basta por ahora que me refiera a Tocqueville y a Quinet.

Tocqueville se preocupa por los peligros que encierra la democracia, por el hecho de que los hombres ya no pueden reconocer, por encima de ellos, una autoridad política incontestable, sea por derecho divino, sea respaldada por la tradición, y porque son llevados a dejarse dominar por la imagen de su semejanza y a basar el criterio de sus juicios en el hecho de acomodarse a la opinión común. En uno de los últimos capítulos de La democracia en América, Tocqueville señala que “cada individuo tolera que se le sujete porque ve que no es un hombre ni una clase, sino el pueblo mismo, quien tiene el extremo de la cadena” (Tocqueville, 2001 [1835]: 634).† Imagina una especie de opresión que no se asemejaría a nada de lo que la ha precedido en el mundo. Dice buscar en vano una expresión que traduzca su pensamiento, ya que “las voces antiguas de despotismo y de tiranía no le convienen”. En un pasaje citado a menudo, describe la formación de un poder inmenso y tutelar que se encargaría de asegurar cada detalle de la vida de los ciudadanos, y completa esta imagen con las siguientes palabras: “¿por qué no quitarles de una vez la perturbación de pensar y la pena de vivir?” (Tocqueville, 2001 [1835]: 633).‡ La perturbación de pensar: en eso consiste, desde la visión de Tocqueville, el objetivo último de la nueva dominación, que aún no se alcanza, es verdad. La expresión es notable porque sugiere que el pensamiento sólo permanece alerta mientras el Sujeto pueda dejarse sacudir por la duda.

En los primeros capítulos de La democracia en América, Tocqueville ya se mostraba aterrado por los nuevos medios de opresión del pensamiento, temibles por razones completamente distintas que aquéllos que había utilizado la censura bajo la monarquía: “En Norteamérica, la mayoría traza un círculo formidable en torno al pensamiento” (Tocqueville, 2001 [1835]: 260).§ De este modo, un escritor que cree poder expresar libremente sus pensamientos, se vuelve víctima de una exclusión tan grande que llega a perder hasta el deseo de pensar por sí mismo. Apenas es necesario precisar que Tocqueville no se imaginaba lo que sería un Estado totalitario. En realidad, este Estado no sólo se ocupa de adormecer a los ciudadanos, asegurándoles placeres apacibles que los distraigan de los asuntos públicos, sino que, por el contrario, quiere movilizarlos y disciplinarlos al servicio de la construcción de un nuevo orden social.

Por su parte, Edgar Quinet (1803-1875) demuestra estar tan atormentado como Tocqueville por la amenaza que pesa sobre el pensamiento de su época. Sin embargo, hace gala de una audacia singular al preguntarse lo que significa “no pensar”. Ése es el objetivo de varios pequeños capítulos que aparecen en la última parte de su gran obra, La Revolución, un tanto olvidada en nuestros días (Quinet, 1877 [1865-1867]).1 Sólo señalo de paso que escribía en la época del Segundo Imperio. En cierto momento, sostiene que no es tan difícil conducir a un pueblo, durante un tiempo, a abstenerse de pensar. Al parecer, ésta es la enseñanza que extrae de la época en la que los franceses, fascinados por Napoleón, le atribuyeron un saber infalible que los dejó en “cierto estupor”. Sin embrago, en otro momento, rechaza la hipótesis de una especie de parálisis del pensamiento. La “bestialidad” moderna, lo que él llama la “simpleza”, no le parece una propiedad exclusiva de las masas, sino también de los intelectuales. Piensa que esta simpleza, en su primer grado, se manifiesta en el nuevo reino del sofisma (Quinet, 1877 [1865-1867]: 351-356). Ya no habla de un abandono del pensamiento, de un estado de cosas en el cual ya no se quiere pensar, sino de una voluntad de no pensar, que va acompañada de una movilización de la inteligencia: lo que se observa en la creación de teorías diversas, guiadas por el menosprecio del individuo. Una vez, Quinet se pregunta: “¿Acaso es menor la servidumbre porque sea voluntaria?” (Quinet, 1877 [1865-1867]: 320). Desde luego, Quinet le otorga la importancia debida al miedo que suscita la dictadura, pero precisa que ésta crea una “ceguera voluntaria” (Quinet, 1877 [1865-1867]: 324).

Probablemente, la noción de servidumbre voluntaria se tomó de Étienne de La Boétie. Este autor había escrito una obra extremadamente subversiva, Discurso de la servidumbre voluntaria, alrededor del año 1550 (La Boétie, 1986 [1550]). Montaigne, tras la muerte de su amigo, emprendió el proyecto de insertar este Discurso en el corazón de sus Ensayos; tuvo que renunciar a él, por miedo a servir a los intereses de los protestantes, que utilizaban la obra como un panfleto, y por miedo a contribuir a la crisis del reino. En resumen, La Boétie se cuestionaba acerca de los fundamentos de la dominación, cuando ésta no era producto de una conquista, ni se mantenía únicamente por la fuerza de las armas. No respondía a sus propias preguntas, absteniéndose así de ocupar, con respecto a sus lectores, la posición de autoridad que confiere la posesión de la verdad. La Boétie se sorprendía e incitaba a sorprenderse de que los hombres se mostraran dispuestos a darle todo al príncipe: todo, sus bienes, sus padres o allegados, incluso su vida. ¿Acaso será, preguntaba, que los hombres sucumben al encanto del Uno y ven en el cuerpo del príncipe la imagen de un gran ser colectivo del cual ellos serían los miembros? Permítaseme citar estas cuantas líneas, todavía tan perturbadoras para un lector de nuestro tiempo:


Éste que os domina tanto no tiene más que dos ojos, no tiene más que dos manos, no tiene más que un cuerpo, y no tiene ni una cosa más de las que posee el último hombre de entre los infinitos que habitan en vuestras ciudades. Lo que tiene de más sobre todos vosotros son las prerrogativas que le habéis otorgado para que os destruya. ¿De dónde tomaría tantos ojos con los cuales os espía si vosotros no se los hubierais dado? ¿Cómo tiene tantas manos para golpear si no las toma de vosotros? Los pies con que huella vuestras ciudades, ¿de dónde los tiene si no es de vosotros? ¿Cómo tiene algún poder sobre vosotros, si no es por obra de vosotros mismos? ¿Cómo osaría perseguiros si no hubiera sido en confabulación con vosotros [s’il n’avait intelligence avec vous]? (La Boétie, 1986 [1550]: 14)

Al forjar el concepto de servidumbre voluntaria, La Boétie nos confronta con un enigma, nos incita a reconsiderar el fenómeno totalitario.


Ni la aceleración del cambio que hace surgir una historia por encima de los hombres, una historia cuyo movimiento hace ley, ni la formación de ideologías, tales como el marxismo o el darwinismo, ni el éxito del modelo de la organización social, derivado de la ciencia y la tecnología, son suficientes para explicar las características del nuevo sistema de dominación. Éste tiende a obtener, y durante un tiempo lo consigue, la sumisión a la omnipotencia de un dirigente supremo y, al mismo tiempo, la participación activa de una gran parte de la población en la realización de objetivos homicidas. Pongámonos de acuerdo sobre este punto: es indudable que hemos conocido formaciones políticas, como el nazismo o el comunismo, que se beneficiaron de semejante devoción, de tal resolución, por parte de muchos de los que se sometían a ella, de darle todo, incluyendo su vida, al poder.

El régimen comunista requiere una atención particular, no sólo en razón de la dimensión de los crímenes cometidos en la época del estalinismo (no olvido que el genocidio de los judíos marca un grado extremo en la escala de la criminalidad), sino porque creo que existen otras dos razones. La primera es que el terror se ejerció, en gran medida, sobre una masa de gente ordinaria, que obedecía las órdenes recibidas, y que las víctimas se sometieron a la regla de la confesión, hasta el punto de renunciar a su inocencia: ejemplo extremo de la servidumbre voluntaria. La segunda razón es que —aquí me sumo a la fina observación de Quinet— esta servidumbre estuvo acompañada, entre los militantes comunistas, de una movilización de la inteligencia, de una extraordinaria proliferación de argumentos sofísticos. Harold Rosenberg, un escritor que formaba parte de la izquierda liberal estadounidense, señalaba con un humor sombrío (en uno de los ensayos de The Tradition of the New [La tradición de lo nuevo], publicado en la década de 1950) que el militante era un intelectual que no tenía necesidad de pensar (Rosenberg, 1960: 184). Intelectual, en el sentido de que se mostraba capaz de hacer razonamientos artificiosos para explicar o justificar, en cualquier circunstancia, la línea del partido. Ahora bien, señalémoslo una vez más aquí: cualquiera que sea la seguridad que la ideología le provee al militante, ésta sólo le otorga un saber muy general. Con todo, le hace falta, al entrar en contacto con los acontecimientos y frente a lo arbitrario de las decisiones de los dirigentes, demostrar cierta inventiva para explicar lo que parece inexplicable. Solzhenitsyn dio ejemplos convincentes de este arte de desbaratar las objeciones del sentido común o de negar las evidencias.

No se piense que al evocar a La Boétie, o bien a escritores del siglo XIX, pretendo subestimar la novedad del fenómeno totalitario. Este fenómeno sólo puede aparecer en el mundo moderno, un mundo que no sólo ha sido transformado por la Revolución Industrial, de donde surgieron técnicas de movilización y reclutamiento de las masas en el partido y técnicas de propaganda inéditas, sino un mundo que también ha sido transformado por la revolución democrática. Esta última arruinó todas las jerarquías tradicionales y destruyó las divisiones características del antiguo espacio social. La posibilidad de establecer un régimen capaz de conseguir la integración de los múltiples sectores de actividad al Estado, la unificación de las normas que rigen las relaciones entre los hombres en toda la sociedad, la posibilidad de establecer un régimen capaz de borrar las huellas de la división entre dominantes y dominados, tal posibilidad se delineó en una época en la que, en las democracias, se afirmaba la soberanía del pueblo, al mismo tiempo que se reconocía la pluralidad de intereses y de creencias.

Algunos historiadores intentan explicar el origen de los regímenes totalitarios poniendo en evidencia la coyuntura que éstos aprovecharon: la de una crisis social, económica y nacional. Sin embargo, por justificado que esté y por fecundo que sea el estudio de los hechos, no nos exime de enfrentar el enigma de un poder que logra aparecer como una emanación del pueblo y el agente de su depuración, el creador de un cuerpo social sano, liberado de sus parásitos, trátese de los pequeños burgueses en Rusia o de los judíos en Alemania. Aquí está la prueba, se ha dicho, de que la gran arma de los movimientos totalitarios es la ideología, la teoría de la raza superior o del proletariado misionero. Sin embargo, lo que se conoce como ideología sólo es eficaz gracias a la creación de un partido de un nuevo género: un partido que rompe con todas las demás formaciones políticas, se libera del marco de la legalidad y se fija como objetivo la conquista del Estado.

El modelo del Partido bolchevique resulta particularmente instructivo porque se acompaña de una ideología mucho mejor articulada que la del nazismo. Existe la tentación de imputarle a la doctrina marxista la causa principal de su gran influencia. Al hacerlo, nos estamos cegando ante la transformación de la doctrina, dado que ésta se inserta en una organización que se caracteriza por la estricta disciplina que se impone a sus miembros. Sus principios son muy conocidos: división del trabajo revolucionario, profesionalización de la militancia, exigencia de dedicación incondicional de cada uno a la causa del Partido. La organización tiende a encontrar en sí misma su propio fin, en razón de su identificación con el proletariado. En su interior, se opera un proceso de identificación del militante con el dirigente supremo. El Partido no se reduce, como se ha supuesto, a la función de un instrumento al servicio de la aplicación de una doctrina. La doctrina se modela conforme al imperativo de una absoluta unidad del Partido. Fuera de sus fronteras, ningún acceso a la verdad es posible, ninguna participación en la lucha revolucionaria es posible.

Para retomar una fórmula de Quinet (1877 [1865-1867]: 322): “el pensamiento sólo está autorizado para producirse á condicion de someterse á ciertas máximas impuestas”.* Por consiguiente, el marxismo se encuentra depurado, liberado de cualquier elemento de incertidumbre. Su enseñanza está circunscrita a los límites de la definición que dio Lenin. En síntesis, de la obra de Marx y de Engels, ya no queda más que un solo lector. De este modo, se van combinando un cuerpo colectivo, el grupo de los militantes fusionaDos unos con otros, y un cuerpo de ideas, un dogma. El que los militantes sean creyentes es un hecho seguro, pero sólo lo son en la medida en que creen todos juntos; donde para cada uno, el Yo se pierde en el Nosotros. Una vez que el partido está en el poder, el principio de la organización se difunde a toda la sociedad. Por supuesto, no es posible obtener la disciplina característica del Partido en todo el conjunto de la población. No obstante, en cada sector de actividad, se exhorta a los individuos a ajustarse unos a otros, a considerarse como los agentes de un aparato. Este espectáculo de una sociedad completamente consagrada a la organización es, precisamente, el que inspira a Arendt para plantear la idea de una dominación desde el interior, es decir, una dominación de tal naturaleza que aquellos que la padecen se prestan a integrarse en un sistema que encubre la violencia del poder.

Sin embargo, si sólo nos atuviéramos a este fenómeno, estaríamos ignorando el proceso de incorporación de los individuos dentro de un ser colectivo, proceso que me esforcé por esclarecer, en el marco del Partido. Este proceso tiende a reproducirse a gran escala, sin jamás, es verdad, alcanzar su objetivo. Efectivamente, a todo lo ancho de la sociedad vemos surgir una inmensa cantidad de colectivos que tienen, cada uno, la propiedad de representar una especie de cuerpo cuyos miembros están regidos por un mismo fin: sindicatos profesionales, movimientos de jóvenes, agrupaciones culturales o deportivas, uniones de escritores o de artistas, academias de ciencias, asociaciones de todo tipo, que están controladas por el Partido. Al considerar esta inmensa red de organismos en los que están atrapados los ciudadanos, se mide la novedad y la amplitud de la empresa totalitaria. Se mide también la atracción que proporciona el hecho de pertenecer a una comunidad que forma un solo bloque, que ofrece la imagen del Uno. ¿Acaso no podemos añadir que, por medio de estas múltiples incorporaciones, se impone la creencia en la gran comunidad del pueblo, la cual se refleja en el cuerpo visible del dirigente supremo? Me inclino a pensar que, en lo más profundo, la imagen del cuerpo es la que mantiene la fe en el Uno. Mientras que la organización puede ser objeto de discurso, y celebrarse su virtud, la imagen del cuerpo se ancla en el inconsciente, su eficacia simplemente es más fuerte; persiste aun cuando la organización se haya estropeado. Entonces, ¿cómo no admitir que la negación a pensar se encuentra en el corazón del sistema totalitario? En este sistema, pensar consistiría en aceptar el riesgo de sentirse excluido de la comunidad. Evidentemente, el miedo suscita el renunciamiento a pensar.

¿Quién podría subestimar el efecto que tiene el miedo bajo el reinado de un poder terrorista, o bien, cuando éste se ha moderado, de un poder policiaco? Sin embargo, existe otro miedo que debe tomarse en cuenta: el de perder la seguridad psíquica que provee la pertenencia a un colectivo.

No quisiera que se creyera con esto que la facultad de pensar puede desaparecer en un régimen totalitario. El comunismo dio origen a una élite compuesta por individuos de todas las condiciones, en su mayoría anónimos, pero, entre ellos, hubo unos cuantos que no tuvieron miedo de darse a conocer: hablo de la élite de la disidencia. No existe mejor ejemplo en nuestros tiempos de la resistencia indestructible del pensamiento. Por otra parte, no hemos podido terminar de evaluar el desastre que provocó la larga educación para no pensar que recibió la gran mayoría. El nacionalismo, en su forma más agresiva, la del odio hacia un supuesto enemigo, tratado como una especie de subhumanidad, sustituye al comunismo en la Rusia de Putin o bien en la Serbia de Milosevic.

En gran medida, los occidentales permanecieron ciegos frente al sistema totalitario que se estableció en Rusia. Según una tesis, el proyecto de edificar una sociedad sin clases se ejecutaba de acuerdo con los principios del marxismo, pero se enfrentaba a dificultades que la teoría no permitía prever, ya que la revolución proletaria se había producido en un país donde el capitalismo todavía no desarrollaba plenamente las fuerzas productivas; la dictadura del Partido y el recurso al terror eran resultado del estado de retraso en el que se encontraba Rusia, del fracaso de la revolución en Alemania y de la hostilidad de las potencias capitalistas. De acuerdo con una segunda tesis —la de los trotskistas—, los fundamentos del socialismo se habían establecido a través de la estatización de los medios de producción, pero, por las razones que acabo de mencionar, se había injertado provisionalmente en el poder una burocracia parasitaria de esencia proletaria. De acuerdo con una tercera tesis, la formación de una clase de managers provenía de las transformaciones características de cualquier sociedad industrial moderna. Otra tesis más combinaba la idea de una sociedad burocrática con la idea de un capitalismo de Estado: este fenómeno, aunque Marx no lo previó, resultaba inteligible en el marco de su análisis.

Por diferentes que fueran para algunos estas interpretaciones, o incluso opuestas, tenían en común el efecto de apartar la pregunta que planteaba la llegada de un régimen de una naturaleza desconocida, es decir, apartar la cuestión de lo político y enfocarse, sea en un encadenamiento de acontecimientos, sea en los fenómenos puramente sociales y económicos.

Para mi propósito, resulta más significativa la concepción de un tipo de régimen totalitario cuyas características se definen a partir de criterios empíricos, con respecto al tipo que constituiría la democracia liberal. Carl Joachim Friedrich fue quien introdujo estos criterios y, grosso modo, los adoptó Raymond Aron (Aron, 1965). Parecería que esta concepción tiene los atributos de un análisis político. Sin embargo, ¿acaso es suficiente, para captar la novedad del Partido Comunista, tratarlo como una variante, que fue muy particular, del partido único? ¿Acaso basta con observar que el Partido dispone del monopolio de la actividad política, que está armado con una ideología cuya autoridad es absoluta, y que el Estado detenta el monopolio de los medios de coerción y de propaganda y que somete la mayoría de las actividades económicas y profesionales? Reducirlo a una dominación completamente exterior no es pensar el totalitarismo sino negarse a pensarlo.El derrumbe del comunismo, decía yo al inicio, no puso fin al debate. Hace algunos años, dos obras de historiadores eminentes, El pasado de una ilusión de François Furet y La tragedia soviética de Martin Malia, trazaron un nuevo esquema de interpretación. Estos dos autores explotan una rica documentación y tienen el mérito de volver a colocar el fenómeno comunista en los horizontes del mundo moderno. Se dieron a la tarea de combinar la primera tesis que mencioné, la de una edificación del socialismo expuesta a obstáculos imprevistos, con la de un Estado todopoderoso que merece el calificativo de totalitario. No obstante, la primera tesis se modifica de manera fundamental: a diferencia de los defensores de la causa del socialismo, estos historiadores piensan que la conducta de los dirigentes soviéticos estuvo guiada constantemente por una ilusión (Furet, 1995) o una utopía (Malia, 1994). Todos estos dirigentes habrían creído en el socialismo, todos, incluido Stalin, pero el socialismo no habría sido más que una quimera. Así, su política terrorista se esclarecería si se admitiera que, momento tras momento, se enfrentaron a las “consecuencias no deseadas” de medidas que no habían tomado en cuenta la realidad y que se vieron obligados a radicalizar sus métodos para no renunciar al objetivo final. En resumen, François Furet y Martin Malia, al constatar la descomposición del régimen, obtienen la prueba de su inconsistencia y, al mismo tiempo, le reconocen una coherencia: la de su ideología.

No me detendré a criticar esta concepción de la historia del comunismo. Se trata de una historia, si nos atenemos a la letra, idealista; es decir, completamente regida por ideas —una historia desde arriba que descuida el análisis de una nueva estructuración de las relaciones sociales y, en primer lugar, el análisis del funcionamiento del partido—. La ingenuidad consiste en tomar al pie de la letra el discurso de los dirigentes. La simplificación consiste en hablar del bolchevismo como de la expresión directa de la utopía revolucionaria, sin tomar en cuenta los múltiples movimientos que han compartido la creencia en una transformación radical de la sociedad. Lo único que importa destacar es la voluntad de reducir el totalitarismo a un episodio sin consecuencias, una digresión.

En términos de Furet (1995), el totalitarismo sólo fue un paréntesis en el transcurso del siglo XX y, hoy en día, ya está cerrado. En términos de Malia (1994), el hecho de que el totalitarismo se haya desplomado como un castillo de naipes demuestra que nunca fue más que un castillo de naipes (sic). En resumen, según la visión de ambos, nuestro tiempo es el de un regreso a la realidad. Pero no se preguntan por qué una ilusión o una utopía, tan ampliamente compartida, pudo surgir del mundo real del siglo XX, cuya marcha se supone que debemos reanudar; por qué la creación de sistemas totalitarios fue imprevista y, durante mucho tiempo, desconocida tanto por la derecha liberal, como por una amplia fracción de la izquierda, siendo que los occidentales tenían “los pies sobre la tierra”; y, finalmente, por qué el modelo comunista ejerció tanta influencia en todos los continentes.

Circunscribir el comunismo en un espacio y en un tiempo es querer creerse protegido de acontecimientos que pueden socavar los fundamentos de nuestras sociedades. No obstante, el hecho de que estos acontecimientos se hayan producido debería volvernos más sensibles a lo imprevisible. Debería hacernos sospechar de la idea de que la democracia ya no tiene enemigos y de que, por sí misma, no es el foco de nuevos modos de opresión del pensamiento, de nuevos modos de servidumbre voluntaria, cuyas consecuencias ignoramos.



Traducción del francés al español de Vania Galindo Juárez.




Correspondencia: Centre de Recherches Politiques Raymond Aron/École des Hautes Études en Sciences Sociales/105 Boulevard Raspail/75006 París/Francia/correo electrónico: paccaud@ehess.fr (pendiente pedir autorización de traducción y publicación). communication@editions-belin.fr;

† [Traducción corregida: la edición del FCE dice “Cada individuo sufre porque se le sujeta (…)”; el original en francés dice: “Chaque individu souffre qu’on l’attache (…)”. Nota del editor; cursivas nuestras.]

‡ [Traducción corregida: la edición del FCE dice: “se lamenta de no poder evitarles el trabajo de pensar y la pena de vivir”; el original en francés dice: “que ne peutil leur ôter entièrement le trouble de penser et la peine de vivre?”. Nota del editor; cursivas nuestras.]
§ [“Mayoría” en contraste con “minoría”, es decir, por mayoría ha de entenderse la parte que triunfa en una votación. Nota del editor.]

1 Nueva edición en francés con un prefacio de Claude Lefort: Quinet (1987). [Nota del editor: se cita por la traducción al español del siglo XIX: Quinet (1877)].
* [Nota del editor: conservamos la ortografía original del siglo XIX.]

Bibliografía

Arendt, Hannah (1982) [1951], Los orígenes del totalitarismo, versión española de Guillermo Solana, Madrid, Alianza, 3 vols.

Aron, Raymond (1965), Démocratie et totalitarisme, París, Gallimard.
Furet, François (1995), El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, trad. de Mónica Utrilla, México, Fondo de Cultura Económica.

La Boétie, Estienne de (1986) [1550], Discurso de la servidumbre voluntaria o el contra uno, estudio preliminar, trad. y notas de José María Hernández Rubio, Madrid, Tecnos.

Lefort, Claude (1999), La Complication. Retour sur le communisme, París, Fayard. Malia, Martin (1994), The Soviet Tragedy: A History of Socialism in Russia, 1917-1991, Nueva York, The Free Press.

Quinet, Edgar (1987) [1865-1867], La Révolution, pref. de Claude Lefort, París, Belin. (1877) [1865-1867], La revolución, precedida de la crítica de la misma, trad. de Mariano Blanch, Barcelona, La Anticuaria.

Rosenberg, Harold (1960), “The Heroes of Marxist Science”, en The Tradition of the New, Nueva York, McGraw-Hill, pp. 178-198.

Tocqueville, Alexis de (2001) [1835], La democracia en América, pref., notas y bibliografía de J. P. Mayer, introd. de Enrique González Pedrero, trad. de Luis R. Cuéllar, México, Fondo de Cultura Económica.

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