lunes, 26 de octubre de 2009
La izquierda cultural
por Facundo Calegari
“I haven't the foggiest idea about what Althusser meant by “science”. His book seemed to me bullshit from beginning to end. I´ve got no conception of what turned people on in Althusser”
Richard Rorty, 1988.
En el marco de una serie de conferencias realizadas entre 1996 y 1997 en el Stanford Humanities Center, Richard Rorty expresa sus habituales virtuosismos literarios y prácticos en una compilación posteriormente conocida con el nombre de “Forjar Nuestro País: el pensamiento de izquierdas en los Estados Unidos del Siglo XX”.
Con la intención de dar una breve pero prístina descripción de la política de izquierdas en la territorialidad y temporalidad en cuestión, una primaria división entre radicales y reformistas se constituye como el necesario primer paso del conato: a saber, mientras los reformistas encuentran su punto de partida en que las democracias constitucionales representativas contienen en su interior la posibilidad de reformas tendientes hacia incrementales espectros de libertad e igualdad, los radicales, sencillamente, no están de acuerdo. O también, mientras los reformistas contemplan y aprecian a Karl Marx como aquel brillante economista político que vio como los ricos utilizarían la industrialización para seguir hundiendo exacerbadamente a los pobres en la miseria y el sufrimiento, los radicales sostienen su verdad revelada y revolucionaria en la figura bíblica del Manifiesto Comunista y sus profecías impávidas.
En última instancia, mientras los reformistas poseen la convicción de que las mayores desigualdades y sufrimientos humanos se pueden corregir utilizando las instituciones democráticas, reformando la legislación, creando partidos que se conviertan en opciones concretas de poder, o sencillamente votando a los políticos adecuados, los radicales piensan que es necesaria una revolución total de las formas culturales occidentales.
Naturalmente, el siguiente movimiento descriptivo utilizado por Rorty acepta la posibilidad de distinguir entre una primera generación de políticos de izquierda -aquellos que de la mano de John Dewey, Walt Whitman, Roosevelt, Lyndon Johnson, Martin Luther King y otros tantos, tienen mucho por lo que ser reconocidos en materia de democratización y reformas legislativas-, y una nueva generación de políticas de izquierda que sustituyó a la economía política, al sistema tributario, a la salud, a la educación y a la distribución del ingreso por el encanto de la filosofía apocalíptica foucaultiana o por la indescifrable panoplia proto-conceptual toninegrista.
En este sentido, la afirmación rortyana latente y ulterior es que el horizonte de la política de izquierdas contemporánea ha creado una suerte de izquierda cultural que se reafirma en la solitaria existencia de guetos pseudo-académicos abocados a la discusión de textualidades pos marxistas o abocados a las discusión de las políticas de género y etnia: una izquierda cultural que, en definitiva, prioriza los estigmas culturales impuestos antes que la discusión sobre el avance desenfrenado del capital y el sufrimiento de millones de almas desamparadas ante el yugo de la pobreza y la marginalidad. Y aquí una meridiana aclaración se hace necesaria, a la vez que inexcusable: todas estas cuestiones representan inobjetables cuestiones sociales debidamente problematizadas y necesarias de ser abordadas, pero cuando éstas se constituyen como los únicos ítems en la agenda política de la izquierda, las vacancias parecen abrumadoras y la consustanciación con las enunciaciones conservadoras son por demás preocupantes.
A modo de ejemplo, llegada la fecha en la cual se realizan las marchas de solidaridad para con la causa de los trabajadores de la empresa Kraft Foods, la izquierda cultural argentina se cuece en su propia salsa -al igual que en las protestas de género, en los estudios etnográficos, en la reivindicación de las poblaciones originarias, en las nuevas formas de movilización social o en los reclamos ecologistas. La paupérrima performance política y la pobrísima enunciación doctrinal de las agrupaciones de izquierda más visibles en el conflicto así lo muestran.
Ni que decir de los periodos en los cuales nuestras agrupaciones estudiantiles izquierdistas de todo el país se ven ante la necesidad de “hacer campaña” de cara a los comicios universitarios: verdadero ejercicio de patetismo paternalista y tardo-adolescencia hormonal, la izquierda cultural encuentra el recinto ideal para la militancia insustanciada y el debate circular (el debate que se cristaliza en donde unos y otros explican al mundo y sus alrededores ya sea con Scalabrini Ortiz o con Lenin, pero únicamente con alguno de ellos). Allí en donde reina la filosofía revolucionaria althuserriana y el imperio es el enemigo principal, la defensa de la pretendida “excelencia académica” y la “universidad crítica” descansa en los brazos de aquellos que desprecian la lectura de los clásicos, desprecian a las cátedras y a la investigación empírica, y finalmente utilizan a las Facultades solamente como templos en donde releer y debatir su Tora hasta el hartazgo.
Entonces, los interrogantes brotan por doquier: ¿es este el escenario de izquierdas deseable para enunciarse coherentemente en contra de la conservadurización casi consuetudinaria de la política vernácula? ¿Es suficientemente amplia la agenda de esta izquierda cuando se pretende contribuir a la disminución del sufrimiento humano en todas sus expresiones? ¿Es siquiera algo pragmático o útil en términos políticos agregados? ¿Puede sentar las bases para la construcción de una común narración política con algunas tímidas posibilidades de legitimación ciudadana?
La respuesta parece ser, inmediata y exasperadamente, negativa.
Plantear la problemática de la estabilidad y la mejora de las condiciones laborales implica -desde una perspectiva de izquierda reformista- mucho más que la sola salida a la calle ante sucesos considerados en su aislamiento: implica plantear coherentemente los problemas centrales del trabajo y de nuestra estructuración social, implica plantear el problema de la propiedad privada y su constante tensión con la libertad y la igualdad, implica plantear alternativas de economía social y comunitaria independientes de las lógicas mercantiles, implica plantear la necesidad de una reforma tributaria que resuelva la regresividad inmediatamente, implica la necesidad de coherencia y equidad presupuestaria en todas las unidades de la administración, implica el debate sobre la universalidad de la política social, implica el debate sobre un modelo de desarrollo con mayor endogeneidad y autonomía de lo local, implica la denuncia sobre la concentración económica y el poder estructural y sistemático de fijación de precios, implica tantas otras cosas… pero, a la vez, todas estas parecen estar vetadas por la estrechez política y doctrinaria del gueto izquierdista cultural.
Esta izquierda cultural ha dejado de ser desde hace tiempo una respuesta coherente a las demandas más acuciantes de la realidad ciudadana: producto de innumerables desatinadas ausencias políticas, la izquierda se encuentra aislada, impotente e inútil. Imposibilitada de construir espacios y narraciones alternativas a un reparto de poder escandalosamente conservador, se ha retraído a la falsa y caótica discusión académica -y quizás, ya ni a eso- proyectando debates sobre las significaciones teóricas de un pretendido simposio realizado en el sótano de alguna universidad o de ninguna, que significan una cosa o que no significan nada en absoluto, sobre algo que se dijo una vez o que no se dijo nunca… y con la inundada pretensión de encarnarse como redentores de la ciudadanía toda.
Resulta obvio que para esta izquierda el derecho y la economía se encuentran totalmente deslegitimados y atados a una fútil caracterización de “disciplinas liberales-burguesas”, razón suficiente para desafectarse de sus esferas relativas sin mayor reparo en su importancia práctica. Nada más ridículo, conservador y desacertado, desde donde se lo contemple.
En lugar de resignificar los temas gordianos de estas disciplinas desde perspectivas demócratas radicalizadas para presentar alternativas políticas e ideológicas en sus propias esferas de acción, la izquierda cultural se desafecta, recluyéndose en los ya tradicionales guetos aislados y caducos, siendo esta una más de sus estrategias conservadoras.
Ya a estas alturas, no resulta demasiado desmesurado afirmar que la izquierda actual significa muy poco incluso para los guetos académicos que la cobijan y para las actividades que posibilita: salvando las diferencias entre la política izquierdista del país del norte y la propiamente nuestra, quizás incluso sea inadecuado el mote de izquierda cultural a minorías inconexas y escondidas que ni siquiera han tenido la dedicación de enunciarse sistemáticamente en cuestiones de género o etnia. Y, en rigor de verdad, esta imposibilidad quizás impugne por entero las caracterizaciones vitales del presente ensayo.
En definitiva, no cabe duda de que una izquierda con alguna utilidad social debe fundarse sobre otras bases políticas que conciban a la historia presente y futura -nuevamente con Rorty- como la suma de pequeñas campañas en pos del real mejoramiento de la calidad de vida de la ciudadanía toda, y no ya como un gran movimiento hacia la revelada salvación revolucionaria y unívoca de la patria. En este sentido, resulta necesario que una nueva izquierda democrática aún por nacer le conceda una moratoria a la teoría para acercarse a los sindicatos, a la marginalidad ciudadana, a la investigación, a la propia política partidaria y a otras tantas cosas.
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