martes, 22 de septiembre de 2009
Thomas Hobbes o la paz contra el clero
Renato Janine Ribeiro
Hay muchas maneras de iniciar un artículo sobre Hobbes. La más obvia consistiría en comenzar por el estado de naturaleza, que en nuestro autor es el estado de guerra de todos contra todos, pasando entonces al contrato que instituye al mismo tiempo la paz y un Estado fuerte, en el cual los súbditos no tienen derecho a oponerse al soberano. Otra estrategia residiría en resumir, sucesivamente, la física, la psicología y la política hobbesianas. Pues evitaré ambas, ya que una lectura del Leviatán o de El Ciudadano —sin intermediarios— las supliría con facilidad. Principiaré evocando algo que suele ser despreciado, la religión del filósofo o, para decirlo mejor, el papel que recibe la religión en Hobbes 1. (Janine Ribeiro, 1999; Hobbes, 1968; Hobbes, 1992).
En las partes III y IV del Leviatán, o sea, en la mitad final del libro, Hobbes se dedica a la política cristiana. Para ser exacto, la tercera parte trata del Estado cristiano y la última del poder que la Iglesia católica romana pretende ejercer. Por esto, en la III habla de lo que es correcto y en la IV de lo que a su parecer es erróneo. Son partes poco leídas de la obra de Hobbes. Generalmente, quien las lee queda impactado. Hubo y todavía hay reacciones fuertes en contra de las cuasi blasfemias que, en la parte IV, nuestro autor dirige contra el papado. Por lo que le toca, la parte III impresiona al lector con alguna formación cristiana debido a la teología tan heterodoxa que en ella se lee. Seguramente, es este carácter poco usual de las doctrinas religiosas de Hobbes lo que facilita considerarlo ateo. De sus ideas, tal vez la más importante de su teología es la de la mortalidad del alma, que no pasa de un soplo y, por eso, cuando exhalamos el último suspiro se nos va toda la vida que tenemos. Nada sobrevive. Solamente en el día del Juicio Final seremos resucitados —de cuerpo entero, porque la carne nada es sin este soplo, ni el soplo sin la carne— para un enjuiciamiento definitivo. Después, los electos tendrán vida eterna y los condenados sufrirán la segunda y final muerte.
En las partes III y IV del Leviatán, o sea, en la mitad final del libro, Hobbes se dedica a la política cristiana. Para ser exacto, la tercera parte trata del Estado cristiano y la última del poder que la Iglesia católica romana pretende ejercer. Por esto, en la III habla de lo que es correcto y en la IV de lo que a su parecer es erróneo. Son partes poco leídas de la obra de Hobbes. Generalmente, quien las lee queda impactado. Hubo y todavía hay reacciones fuertes en contra de las cuasi blasfemias que, en la parte IV, nuestro autor dirige contra el papado. Por lo que le toca, la parte III impresiona al lector con alguna formación cristiana debido a la teología tan heterodoxa que en ella se lee. Seguramente, es este carácter poco usual de las doctrinas religiosas de Hobbes lo que facilita considerarlo ateo. De sus ideas, tal vez la más importante de su teología es la de la mortalidad del alma, que no pasa de un soplo y, por eso, cuando exhalamos el último suspiro se nos va toda la vida que tenemos. Nada sobrevive. Solamente en el día del Juicio Final seremos resucitados —de cuerpo entero, porque la carne nada es sin este soplo, ni el soplo sin la carne— para un enjuiciamiento definitivo. Después, los electos tendrán vida eterna y los condenados sufrirán la segunda y final muerte.
En realidad, esta tesis es menos impactante de lo que parece. Lo que Hobbes hace es articular varias tesis que circulaban en los medios religiosos del siglo XVII. Se trataba de ideas heterodoxas, tal vez heréticas de cara a los poderes establecidos, pero de vasta circulación en la Inglaterra de la Revolución Civil. De ellas no se puede inferir un posible ateísmo de nuestro autor. Lo que impresiona son, en realidad, dos cosas. Primero, que en estas tesis Hobbes se encuentra, eventualmente, con la "izquierda" de su época. Así, mientras su voluntad de preservar el orden y su simpatía (cada vez más personal y menos expresada en las conclusiones de sus obras) por la monarquía lo aproximan a la "derecha", y su recurso del contrato y de los intereses como fundamento para la teoría política lo alejan del derecho divino, situándolo más cerca de una posición republicana, o sea, de un "centro", es en la religión que nuestro autor más se acerca a lo que podríamos llamar la "izquierda" de su tiempo.
Hablar de derecha, centro e izquierda antes de la Revolución Francesa —cuando estos términos adquirieron aplicación política, a partir de la distribución de los diputados en el recinto de la Asamblea Constituyente— suena anacrónico. Y en algunos casos lo es. Sin embargo, el conflicto político inglés del siglo XVII autoriza una lectura bajo tal recorte. Tenemos, a la derecha, los defensores del poder del Rey y de los Grandes del reino; en el centro, los que los cuestionan a partir de la pequeña y mediana propiedades o del capital; a la izquierda, una reivindicación más radical, la de los no propietarios.
Las posiciones políticas que así evoco son aquellas que Christopher Hill se dedicó a esclarecer a lo largo de su obra de historiador. La gran historia de la Revolución Inglesa redactada en el siglo XIX, bajo el impacto del presente whig y del pasado puritano, valoró a los opositores de Carlos I como puritanos, ancestros de los liberales decimonónicos, pero dejó de lado a los movimientos sociales, a los radicales en medio de la oposición, aquellos que ponían en tela de juicio a los dos lados, yendo más lejos que una oposición de propietarios. Solamente Hill, a partir de su Revolución Inglesa de 1640, escrita para el tricentenario de la misma, recupera el lugar y el papel de aquellos rebeldes. Entre ellos sobresalen los levellers, niveladores, que quieren una igualdad social, y sobre todo los diggers, escavadores, o true levellers, verdaderos niveladores, los únicos que proponen la supresión de la propiedad privada de la tierra cultivada. Pues es en este medio que un leveller, Richard Overton, publica Mans Mortalitie, "La mortalidad del hombre", que en mucho coincide con las tesis hobbesianas. En síntesis, la idea de los mortalistas es que nuestra alma es tan mortal como nuestro cuerpo; no existe una eternidad de tormentos, ya que la vida eterna está reservada a los buenos y, por lo tanto, sólo puede ser una eternidad beatífica, jamás una inmortalidad de dolores. Infierno, entonces, no hay. (Hill, 1977; Hill, 1987; Overton, 1968).
El resultado político de esta concepción es bastante claro. Si no hay condena eterna, sino tan sólo existe la salvación eterna o entonces la muerte definitiva, no se perjudica en nada la recompensa a los buenos, pero se reduce en grandes proporciones el castigo a los malos. Quien anhela la salvación del alma nada pierde. Empero, quien le teme a la condena eterna puede renunciar a ese temor. En aquella época, como mostró Keith Thomas, no eran pocos los que manifestaban escaso interés por ir al Paraíso, mas temían acabar en el Infierno; ahora bien, si este temor pierde razón de ser, lo que se desprende es una reducción del miedo. Disminuyó con ello el miedo que se le tenía al clero, detentor de las llaves de acceso al Cielo y al Infierno. Formulándolo más claramente: de los territorios del Más Allá lo más importante es el Infierno. Decía un obispo anglicano —Bramhall, de Derry, Irlanda, que se involucró en polémicas con Hobbes— que lo peor no es lo que él le hizo al cielo sino al infierno. Hamlet, en la obra de Shakespeare, menos de 50 años antes de nuestro autor, medita el suicidio en el célebre monólogo "Ser o no ser"; precisamente, lo que le hace soportar los males actuales, en vez de ponerles fin con "un simple puñal", es el miedo de aquellas cosas que nos aguardan después de la muerte, "ese ignoto país" —el Más Allá— "de cuyos confines ningún viajero vuelve". Los medievales tenían una cierta noción de lo que habría después de la muerte; eran publicados relatos de almas del purgatorio que visitaban sus parientes, de almas que venían a contar su beatitud en el Paraíso o su sufrimiento en el Infierno; con la modernidad cesaron esos viajes. Se pierde el conocimiento que aquéllos alegaban tener del Más Allá. (Thomas, 1971; Shakespeare, 2000; Hobbes, 1839; Janine Ribeiro, 1999).
Se entiende que la izquierda, queriendo reducir el poder del clero anglicano y hasta el de los ministros presbiterianos, se empeñara en disminuir el Infierno. Con todo, la misma posición también es comprensible en un autor nada "izquierdista" como Hobbes. Su problema es eliminar la gran amenaza al poder estatal. Claro está que sólo una lectura superficial llevaría a creer que el Estado estuviera amenazado por los rebeldes. Quien realmente lo somete a una enorme presión es el clero. No existe rebeldía sin control de las conciencias. Pensar la revuelta solamente por el uso de las armas es un equívoco que nada, en Hobbes, permite. Las acciones humanas se desprenden siempre de opiniones. Las opiniones gobiernan a la acción y ese es un lugar común de la época. Pero con esto no se hace referencia a opiniones en el sentido de hoy, es decir, un habla explícita, divulgada, conciente, aunque menos consistente que una teoría. La doxa, como hoy la concebimos, es un concepto debilitado. Cuando un pensador de inicios de la modernidad habla de "opinión", lo que entiende es algo más próximo a nuestro inconsciente que a nuestra habla. La opinión que alguien tiene, y que rige las acciones, es una convicción a veces ni siquiera explicitada. Por ejemplo, si alguien cree que el poder soberano está dividido entre el rey y el Parlamento o que la soberanía, que cabe al rey, no incluye la representación, que pertenecería al Parlamento, tal opinión lo hace obedecer o a uno o al otro. Pero no se trata necesariamente de una opinión que una encuesta permitiría constatar. Puede consistir, simplemente, en ignorar que el "soberano representante" es el monarca. Tener tal opinión incluye, por un lado, un poder enorme de la misma opinión y, por el otro, un no saber bien de que se trata.
Donde esto queda más claro es en un pasaje, tal vez el más significativo de la obra hobbesiana intera. Me refiero a un momento del capítulo XIII del Leviatán. Hobbes acaba de explicar por que ocurre la guerra de todos contra todos. Explicó que, justamente porque somos iguales, siempre deseamos más los unos que los otros. De la igualdad deriva una competencia que, ante la falta de un poder estatal, se convierte en guerra. Así, expresa, "los hombres no experimentan placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado) reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos". Ahora bien, Hobbes es conciente de la dimensión estremecedora de esa tesis radicalmente antiaristotélica. Estamos acostumbrados a creer en nuestra naturaleza sociable. Es justamente porque tenemos esta ilusión, por cierto, que nos tornamos incapaces de generar un mínimo de sociedad: Hobbes lidia con tal paradoja, que más tarde será retomada por Freud, según la cual, si queremos tener sociedad, debemos estar atentos a lo que hay de antisocial en nuestras pulsiones (Freud) o en nuestras posturas y estrategias; si queremos tener amor, debemos tener noción del odio. No se construye la sociedad sobre la base de una sociabilidad que no existe. Para que ella sea erigida es preciso fundarla en lo que efectivamente existe, es decir, ni en una naturaleza sociable, ni siquiera en una naturaleza antisocial, sino en una desconfianza radicalizada y racional. Por cierto, construir la sociedad sobre la base de una sociabilidad inexistente es peor que simplemente no construirla; porque la inexistencia, para el caso, significa que existe la sociabilidad como quimera, como ilusión y, por lo tanto, depositar la creencia en ella es multiplicar los problemas. Si intento construir un edificio sin cemento o sin ladrillos, ni siquiera se podrá levantarlo. No se construiría nada. Pero en la vida social, si construyo una sociedad con autoengaño, engendro una potencia interminable de nuevos engaños.
De cualquier modo, Hobbes percibe que acaba de enunciar la más impactante de sus tesis. Por eso, rápidamente introduce a su lector como personaje del texto; en un recurso rarísimo en su obra y en su tiempo transforma a este discreto asociado —que somos nosotros o, por lo menos, sus contemporáneos— en destinatario explícito de su discurso. Y le pide a cada lector ("él": es interesante que no use la fórmula obvia, "you", vosotros o usted; he aquí una manera de mantener todavía la distancia con quien lo lee) "que se considere a sí mismo", cuando cierra las puertas y hasta los cajones en su casa: "¿Qué opinión tiene, así, de sus conciudadanos, cuando cabalga armado; de sus vecinos, cuando cierra sus puertas; de sus hijos y sirvientes, cuando cierra sus arcas?" (la cursiva es mía). Aquí hay dos puntos a resaltar. Primero: el pasaje es estratégico en la obra. Hobbes acaba de pronunciar aquello que, en su época y posiblemente en la nuestra, más contraría las convicciones aceptadas sobre la naturaleza humana. Como observa Leo Strauss, Hobbes y Espinosa son los dos primeros pensadores que contrarían la tesis de que la sociedad efectúa la realización de la naturaleza humana; en cambio, entendieron que la vida en sociedad va en contra del eje de nuestra naturaleza. Aquí Hobbes requiere dirigirse al lector porque está obligado a reconocer que dice algo poco aceptable. Más que eso, necesita suspender el protocolo usual del texto filosófico —que consiste en afirmar lo que se cree verdadero con tal énfasis que se hace necesario extirpar ese vestigio de la retórica, esa memoria de la persuasión que es la presencia del interlocutor, para el caso: el destinatario— porque la simple enunciación de lo que sería cierto o correcto no basta. Si Hobbes no se dirigiese a su lector, el texto probablemente decaería en la lectura: es de imaginarse que muchos lectores cerrarían aquí el libro, considerando sus tesis nada más que absurdos no merecedores de atención. (Strauss, 1971, cap. V; Hobbes, 1968).
El segundo punto: la opinión aquí referida —la del lector— no es conciente. El lector que usa llaves en su casa no sabe lo que significa ese uso o, mejor dicho, no sabe que opinión tiene. Hobbes no necesitaría identificar y tratar de persuadir a tal destinatario, si apenas reiterase lo que este último ya sabe. Si la deferencia al lector se impone, es porque él mismo no sabe lo que hace o cuál es su propia creencia. Existe por tanto un doble juego con el lector. Por un lado, alcanza la dignidad de ser incluido en la obra, como quien la puede avalar y darle continuidad. Por el otro, y contraponiéndose a esta promoción hobbesiana del lector, éste es delicadamente advertido de que no extrae las consecuencias o los supuestos de su acción. No sabe en lo que cree. Desconoce su propia opinión. Ésta mejor se infiere de los actos que practica. Es por ahí que la opinión adquiere dos trazos que más tarde distinguirán el inconsciente freudiano: ella es desconocida por quien la tiene y, justamente por eso, lo gobierna en gran medida. Esta composición hecha de autodesconocimiento y de simétrico poder es lo que marca tanto la opinión hobbesiana como el inconsciente freudiano.
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Nuestro paréntesis con respecto al papel de la opinión en la filosofía hobbesiana es explicable2: si ella no es visible, si ni yo sé en lo que creo, se hace necesario un largo recorrido al rededor de lo que produce las creencias. Si Hobbes fuese un autor del siglo XIX o inclusive del XX, posiblemente hablaría sobre la producción de ideología. Si fuese un pensador de la segunda mitad del siglo XX, probablemente hablaría de los medios de comunicación. A su modo, realizó una cosa próxima, pues mostró cómo se engendra el error, pero un error diferente, en sus alcances, de aquel que su contemporáneo Descartes criticaba en sus Meditaciones Metafísicas. (Descartes, 1968).
El error cartesiano es muy grave porque afecta a todo nuestro conocimiento del mundo, al punto de que estaríamos —¿quién sabe?— tratando con apariencias y no con las cosas como son; y de esto llega Descartes inclusive a plantear la posibilidad de que tal gigantesco mundo falso a nuestro alrededor sea obra, no de Dios, sino de un genio maligno. Con todo, el error visto por Hobbes es todavía más grave. Cuidadosamente, ya estando dentro de la moral provisional, Descartes evita que el error desborde hacia la acción. Cuando decide proceder a la duda hiperbólica y sistemática, que es uno de los emprendimientos más audaces que ya ocurrieron en filosofía, resguarda de ella todo lo que se refiere a la acción individual o política, o sea, todo lo que afecta a la ética de las acciones, al respeto al trono y al altar. Para Hobbes se trata de otra cosa: todo el problema está en la desobediencia al soberano. Cuando él habla de error, es siempre debido a los efectos que este podría causar en los actos humanos y en el orden social. Por eso, el error hobbesiano se propaga extraordinariamente: devastará a todo el Estado, al mundo entero, no sólo como objetos de conocimiento, sino alcanzando su propia condición de existencia en tanto que espacios de convivio humano.
Cuando se habla de opiniones que causan disidencia, revuelta, ellas son enunciadas como una serie de concepciones acerca de donde está legítimamente el poder. Se trata de una secuencia de proposiciones sobre el poder y su ubicación. Entonces, a primera vista tendríamos como causa de la revuelta un discurso equivocado de filosofía del derecho o de filosofía política. No obstante, una lectura más atenta del conjunto de la obra demuestra que el descontento con el poder legítimo —que no es necesariamente el del rey, ya que Hobbes también acepta la aristocracia y hasta la democracia, aunque debe ser un poder consistente, soberano, todo él invertido en las manos de un solo hombre, de un solo grupo o aun del conjunto de todos— proviene en último análisis de un manejo de las conciencias por un sujeto oculto y opuesto al Estado. En otras palabras, la revuelta no surge tan sólo de la ignorancia o de una desobediencia generalizada. No sucede por casualidad. La ignorancia de los súbditos y la desatención del gobernante solamente resultan incendiarias cuando la chispa es producida por ese escondido sujeto de la política, ese sujeto de patente ilegitimidad: la casta sacerdotal. El error cartesiano podía ser una suma mal hecha; el error hobbesiano es un equívoco devastador en su operación destructora de la sociedad y es causado por una voluntad subversiva, sistemática, a saber, la del clero. Éste ocupa en el pensamiento de Hobbes el lugar que correspondería al genio maligno o al gran embustero en la filosofía de Descartes.
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Contra el clero se juntan, así, la preocupación popular, en el sentido de cohibir el chantaje eclesiástico contra la disidencia, y la preocupación hobbesiana, empeñada en eliminar la hipoteca clerical sobre el poder del Estado. Aunque esa "alianza" hobbesiano-popular sea muy coyuntural, y no impida a nuestro filósofo criticar en el Behemoth 3 a los predicadores disidentes, el hecho es que, por lo menos en parte, la religión hobbesiana se aproxima a la izquierda, más que a la derecha o al centro. Esto, porque tanto la derecha anglicana como el centro presbiteriano quieren controlar las conciencias y para ello se valen de la Iglesia, de alguna Iglesia, como brazo armado, mientras que Hobbes teme que ese brazo se vuelva contra el Estado, y la "izquierda" no quiere tal tipo de represión. (Hobbes, 1969).
Pese a lo anterior, justamente esa convergencia, aparentemente antinatural, entre Hobbes y la izquierda —aquella izquierda que conocemos básicamente gracias a Christopher Hill—, nos deja todavía un puzzle. Sería un error suponer que la religión de Hobbes fuera de izquierda, su simpatía partidaria de derecha y su base política de centro. Tal recorte sería equivocado, primero que nada, porque su religión es heteróclita. Veamos uno de sus trazos fundamentales: la doctrina de las cosas indiferentes o adiaphora, que está subentendida a lo largo de su obra 4. Ella significa que, en sí mismas, las cuestiones por las cuales las personas se matan en materia religiosa son, en su mayor parte, indiferentes a la salvación. El ejemplo ofrecido generalmente es el de las vestimentas o el de los rituales. Da lo mismo que la mesa de comunión, como la llaman los radicales, esté en el centro del templo o que quede —bajo el nombre más solemne de altar, preferido por los conservadores religiosos— en una punta de la iglesia, sobre un estrado. Los dos partidos se dividen acerca de este punto, entendiendo —con razón— que la mesa en el centro indica que el sacerdote no pasa de un primus inter pares, al paso que el altar en posición privilegiada le atribuye autoridad sobre la congregación. De ahí que los radicales prefieran una cierta igualdad entre el ministro religioso y sus fieles, al paso que los conservadores optan por la superioridad del clérigo sobre los legos.
Pero Hobbes no piensa así, siguiendo un linaje que posiblemente viene de Erasmo y de Melanchthon, y que por lo demás corresponde muy bien a las ideas del primer Cromwell, Thomas, ministro que condujo a Henrique VIII a la Reforma protestante. Es poco lo que se necesita para la salvación —fe y obediencia, afirma Hobbes— y todo lo demás no pasa de puntos requeridos para la buena policía de los Estados, no afectando en nada al eje de la creencia en Dios. Por eso la disposición de los objetos o de las personas en el templo, e inclusive la mayor parte de los artículos de fe, poco importa en sí misma. Seguiremos al respecto lo que el Estado mande.
La idea de las cosas indiferentes tiene, así, un doble papel. Por un lado, se vacía la verdad última de esos artículos de fe, rituales o vestimentas. No son verdaderos ni falsos. La teología se reduce, en gran medida, a la liturgia. Por otro lado, se determina que se obedezca a los artículos de fe, mas no por su contenido, sino por su forma o función. El contenido es indiferente, pero la forma permite regular el servicio religioso. Bajo una comparación pertinente, es como las leyes de tránsito: poco importa que adoptemos o no el sentido de circulación inglés; pero de cualquier forma, manejar del lado derecho o del izquierdo no puede quedar al arbitrio de cada uno. La ley que nos ordena manejar por la derecha es arbitraria, pero debemos seguirla porque nos salva la vida. Lo que importa no es el contenido de lo que el gobernante, lego o religioso, decidió, sino el hecho de que haya decidido algo; ese formalismo de las decisiones trae como resultado que renunciemos, todos nosotros, a discutir lo que es mejor o peor, especialmente en una materia tan controvertida e irresoluble como la de la salvación del alma.
Suponiendo que las cosas sean indiferentes, Hobbes sigue una via media en materia religiosa. No es radical ni laudiano5: las dos alas extremas de la política religiosa leen en cada rito o vestimenta toda una doctrina, que juzgan como verdadera o falsa, divina o herética. Hobbes, al contrario, vacía de significado los ritos, las vestimentas y buena parte de las doctrinas. Nada de eso remite a un referente sacro. Ninguna práctica en el templo, ni la mayor parte de las creencias propias, va más allá de señalar —indirectamente— nuestra obediencia al poder existente, a los powers that be, al Estado. Con esto, se instaura la paz en el Estado. Por este lado nuestro autor se afilia al partido del orden. Pero esa paz no se establece como le gustaría al partido del orden: gracias al derecho divino, a la alianza estrecha del trono con el altar o al miedo abundantemente inculcado en las conciencias. En vez del derecho divino y del origen del poder estatal derivado directamente de Dios, Hobbes recurre al interés de vivir a salvo del miedo de la muerte violenta y al contrato como fundación del poder. En vez de un condominio entre la espada y el báculo, nuestro autor subordina el clero al soberano, que porta más rasgos seculares que religiosos. Él anexa la religión y el clero, pero bajo la primacía de un Estado que se irá laicizando a lo largo del tiempo. Finalmente, a pesar de toda una tendencia a leer Hobbes como defensor del miedo, su proyecto estriba en regularlo, excluyendo sus excesos, su desmesura, el pavor que podemos tenerle a los tormentos eternos con los que el clero chantajea tanto a nosotros como a los príncipes. Existe un temor legítimo que sentimos en relación al soberano, pues legalmente nos puede punir, y existe un pavor ilegítimo, que es fruto del chantaje clerical.
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Continuando acerca del clero: un pasaje bastante conocido de la obra hobbesiana es la frase que prácticamente abre la Parte II del Leviatán, ahí donde el filósofo dice que "Covenants without the Sword are but Words", los pactos sin la espada no pasam de palabras. Esta frase, por ser mal comprendida, causó muchos errores. El error consiste en pensar que, al no existir la espada de la justicia, es decir, el Estado en tanto que poder punitivo (lo que es la esencia de su poder), ningún compromiso que firmaran los hombres tendría validez. Esto provoca un problema lógico, que sería muy serio si no fuera tan sólo aparente: ¿cómo tendrá valor el primer contrato de todos, aquel que crea y funda el Estado, si —por obvias razones— cuando es firmado no existe aún la espada del soberano para garantizarlo? Mientras el Estado no exista, ningún pacto tendrá valor porque él no puede forzar su cumplimiento, pero como el propio Estado nace de un pacto, lógicamente nunca podrá comenzar a existir. Sería preciso contar con la espada del soberano antes de que exista el Estado; pero, entonces, ¿cómo pensar la fundación del Estado?
La solución para tal dificultad radica en mostrar que ésta apenas es aparente. En realidad, existen pactos que valen aun cuando no hay un poder estatal. En síntesis, no valen los pactos en relación a los cuales es razonable y racional suponer que podrían ser violados por la contraparte. Valen aquellos para los cuales no tiene base tal desconfianza. Literalmente, Hobbes dice que, "tanto (either) cuando una de las partes ha cumplido ya su promesa, o (or) cuando existe un poder que le obligue al cumplimiento", "no es contra razón"6 mantener la palabra dada. Cuando no existe el poder del Estado, solamente merece descrédito el pacto en el que ninguna de las partes cumplió ya lo que debería de hacer.
Imaginemos los tres casos posibles. El primero es un contrato en el que las dos partes rápidamente cumplen lo que deben hacer, cuando, por ejemplo, doy con una mano una manzana y con la otra recibo una pera. Aquí no cabe la desconfianza, simplemente porque no hay futuro. El contrato — para el caso, la forma jurídica correspondiente al hecho del intercambio — se consumó en el presente.
En un segundo caso, doy a otra persona, digamos, pieles de cuero, contra su promesa de que mañana me traerá un abrigo. Aquí, cumplo de inmediato mi parte, pero el otro solamente lo hará en el futuro. Este contrato se basa en mi confianza en la otra persona. Todo indicaría que, en el estado de naturaleza, sería completamente descabido tal tipo de acuerdo. Veremos, sin embargo, que es exactamente lo contrario.
El tercer caso consiste en que prometa al otro traerle mañana el cuero, cuando él también me entregará el abrigo. Aquí, los dos estamos igualados, como en el primer caso, pero con la –significativa– diferencia de que, en cuanto antes solamente había presente, ahora solamente hay futuro. En cuanto allí la confianza era innecesaria, aquí resulta imperativa.
¿Cómo se coloca Hobbes delante de estos tres casos? El primero mal merece su atención. Su pronta ejecución práctica nos dispensa de cualquier problema jurídico. Pero lo interesante es que, al contrario de lo que le parecería a un lector apresurado, Hobbes valida el segundo modo aunque no exista Estado e invalida el tercero, a menos de que haya un poder común. La razón es simple y, por cierto, arroja luz sobre lo que es el estado de naturaleza hobbesiano. Vamos, entonces, a ese caso.
Hobbes, en el mencionado capítulo XIII del Leviatán, explica que existen tres causas de guerra. La primera ocurre (por "beneficio") cuando deseamos aquello que otro posee: "si alguien planta, siembra, construye o posee un lugar conveniente, cabe probablemente esperar que vengan otros, con sus fuerzas unidas, para desposeerle y privarle, no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida o de su libertad". La segunda es un despliegue de la primera: como de lo anterior surge una "desconfianza mutua, ningún procedimiento tan razonable existe para que un hombre se proteja a sí mismo, como la anticipación", o sea, una defensa por medio del ataque. Como no sé quien competirá conmigo, ataco preventivamente a todos los que puedan venir a hacerme mal. Es esa la causa que generaliza la guerra.
Insistamos en estas dos causas. La primera considera las cosas como objetos de deseo: "si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla ambos, se vuelven enemigos". No es que las cosas sean escasas en el mundo: el argumento de la carencia, que obviamente cesaría en su validez tan pronto como la prosperidad o la abundancia reinasen en el mundo, no aparece en Hobbes. Basta que dos de nosotros deseemos la misma cosa. El deseo, lo sabe muy bien Hobbes, no se inclina ante una proporción razonable que exista entre las cosas disponibles y las necesidades humanas: nos podemos matar por aquello que no necesitamos. Más que eso, la primera causa considera las cosas del punto de vista del sujeto deseante. El ejemplo que Hobbes propone es el del desposeído que codicia el bien del dueño o propietario industrioso (nótese, de pasada, que hasta en el estado de naturaleza puede él dar un ejemplo de propiedad, o cuasi propiedad, justamente porque no existe el estado de naturaleza como una substancia cerrada y localizada: lo que Hobbes presenta es la "condición natural de la humanidad", la condición a la cual todos tendemos, en sociedad o no, bajo un poder común o no, tan pronto como ese poder común falla o se desmorona. De aquí que el estado de naturaleza no sean los otros; somos nosotros mismos, una vez que el Estado se resquebraja. Como dice Christopher Hill, el estado de naturaleza hobbesiano es la sociedad burguesa "sin la policía". (Hill, 1990, p. 271).
Por lo tanto, apesar de que es muy fuerte la primer causa de guerra, por el papel que le confiere al deseo, ella no resulta generalizable. Su principal función, me parece, es la de introducir y justificar la segunda causa: la de la desconfianza de quien tiene en relación a quien no tiene. Como en la primera causa el no tener es identificado con el desear lo que los otros tienen, los have comienzan a disponer de una lente que justifica su temor de que los have-not los ataquen y, por eso mismo, legitima su ataque preventivo contra estos últimos.
En un primer momento, pues, la guerra se desataría movida por el deseo de los que no tienen contra los que tienen. Vamos a llamar "A" al deseante que ataca. En un segundo momento, la guerra se amplía, movida por la razón de los que tienen contra los que no tienen. Llamaremos "B" a aquel que desconfía. Inicialmente, la guerra es vista del ángulo, digamos, "popular", del de los desposeídos: de abajo para arriba. En este plano, ella es deseo. Pero en su despliegue la guerra pasa a ser considerada racionalmente: es razonable que el que posee ataque a su posible ladrón o asesino. Claramente, Hobbes hace más suya la mirada de la segunda causa que de la primera. Al tratar de aquella, era apenas descriptivo; aquí, concluye: "Por consiguiente siendo necesario, para la conservación de un hombre, aumentar su dominio sobre los semejantes [por el cual quien tiene ataca a quien no tiene con el propósito de anticipar la posible agresión de éste], se le debe permitir" (las cursivas son mías). (Hobbes, 1996, cap. XIII, p. 101).
Llegamos al siguiente punto. Si Hobbes rigiera la guerra por la primera causa, estaría diciendo que todos deseamos todo y que esa es la razón de que el ser humano, movido por una psique egoísta, interesada y agresiva, ataque a los otros. Su tesis sería la de que tenemos o somos naturaleza y de que ésta es belicosa. No obstante, si él considera sobre todo la segunda causa, y la primera sólo funciona como puente para llegar a ella, cualquier afirmación sobre una belicosa naturaleza humana es innecesaria y equivocada. Basta afirmar, y tiene más fuerza, que disponemos de razones más que suficientes para desconfiar los unos de los otros. Es esto, por cierto, lo que él pregunta a su lector: no si desea todo lo que los demás poseen, sino si desconfía de todos los otros, hasta de los criados y familiares. (El error de Macpherson consistió en dar toda la fuerza a la primera causa —adquisitiva, posesiva— y con ello dejar de considerar la segunda, que piensa a la sociedad en términos de relaciones de desconfianza, espontáneas, o de confianza, construidas). Ahora bien, si desplazamos el eje de la primera causa a la segunda, significa que el conflicto, por lo menos en esencia, está ligado a que yo tenga razones para desconfiar que el otro me atacará. Si hubiera una situación, aun sin la existencia del Estado, en la cual yo no tuviera elementos razonables para sospechar del otro, no habría razón para que lo agrediera. (Macpherson, 1970, cap. II)
Tal situación existe: es la del segundo caso arriba tratado, cuando en la negociación entre dos partes la primera hace lo que debe de inmediato, al firmar el pacto, mientras la segunda —y solamente ella— tiene el tiempo futuro para cumplir lo que prometió. Así, la primera parte no tiene por que desconfiar, porque ya hizo todo lo que debía, mientras que la segunda no tiene razones para sospechar, exactamente porque trata con alguien que confió en ella. Es por esto que, aun no habiendo Estado, mediante esta forma se inscriben en la inmensidad del estado de guerra algunos oasis de contratos puntuales, aquellos que es posible firmar y necesario cumplir.
Es posible entender el contrato hobbesiano, de institución del Estado o de adquisición de dominio, a partir de tal modelo. Cuando, por ejemplo, el vencedor en la guerra decide no matar el prisionero, desde que éste le obedezca, el vencedor le está dando la vida (ya, de inmediato) y el vencido le promete obediencia por todo el futuro. Cuando la madre adquiere dominio sobre su niño, es porque le da la vida (ahora, de pronto) y, por lo tanto, es correcto que el hijo le prometa obedecer. Cuando, finalmente, todos firmamos el pacto gracias al cual se instituye el Estado, cada uno de nosotros está cediendo algo en el acto (el derecho a todas las cosas, que antes disfrutábamos) y, así, retira de todos los otros las razones para la sospecha recíproca. Lo que resulta absolutamente brillante en este caso es que el contrato de todos con todos hace que cada uno ocupe las dos posiciones, la de quien desconfía (B) y la de aquel de quien los otros deberían desconfiar (A). Cada uno (A), cediendo de inmediato, le retira a los otros (los B) la razonabilidad de cualquier sospecha sobre él. El carácter simultaneo de la operación hace que, siendo todos A y B, la guerra encuentre su fin.
Lo que pretendí mostrar es que, para comprender tal procedimiento, no es necesario introducir un elemento externo al orden jurídico, que sería la espada del Estado como garante de un contrato que, precisamente, le da nacimiento. Sin duda, en el orden de las cosas, en la práctica o en el mundo de facto, es el afilado poder de la justicia y de la guerra el que conserva la paz. Pero en la fundamentación jurídica él no es posible (porque el Estado no existe) – ni tampoco necesario...
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¿Qué es lo que significa, entonces, la famosa frase sobre los "Covenants", que sin la espada no pasan de palabras? A rigor, quiere decir —para usar el término jurídico— que es necesario vestir la promesa. El compromiso "desnudo" de nada sirve. Hay varios modos de vestirlo, de darle consistencia. Entre ellos, el más simple consiste en confiar a la fuerza pública su cumplimiento: el afilado poder de ésta asegura que la palabra dada se convierta en acto. Pero vimos que aquél supone la existencia del Estado. Otra posibilidad, en la cual nos detuvimos, es que el pacto debe ser cumplido cuando la parte beneficiada por la confianza ajena no cuenta con razones para desconfiar de la otra. El punto en el que deseo insistir es que no se puede leer la frase sobre los "Covenants" desde un punto de vista, digamos, "militarista", en el cual la clave de las relaciones de contratación estaría en la espada y sin ésta tendríamos apenas, parafraseando a Hamlet, "palabras, palabras, palabras". ¡Si en la propia obra de Shakespeare es de palabras que todo está hecho!... (Shakespeare, 2000).
Nuestra cuestión, para volver al clero, es que éste usará palabras, y solamente palabras, para conquistar un mayor poder que el de la propia espada. (Una vez más, la comprensión superficial de la frase sobre los "Covenants" induce al error en lo que se refiere al principal problema hobbesiano, el de la guerra civil suscitada por clero). Veamos, entonces, la mayor de las realizaciones de las que el clero fue capaz: la guerra civil inglesa. Hobbes tratará de ella en una obra posterior a la Restauración, el Behemoth.
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¿Por qué un filósofo como Hobbes, que se pasó buena parte de su vida criticando las metáforas, figuras e imágenes, y más que eso, responsabilizándolas por la subversión y por la guerra civil, da a dos de sus obras títulos que evocan monstruos? A primera vista, tendría mayor sentido en que utilizara títulos puramente denotativos, de los que la alusión, lo figurativo y la imagen estuvieran ausentes. Eso, por cierto, es lo que Hobbes hizo con total éxito en Del ciudadano, en 1642. Y la cosa es aún más curiosa porque los comentadores no encuentran fácil descifrar lo que quiso él decir de la política con los dos monstruos. Es verdad que sobre el Leviatán se llegó a un razonable consenso: Hobbes escogió el monstruo citado en el Libro de Job porque reina sobre los hijos del orgullo y nosotros, humanos, somos antes que nada movidos por nuestra vanidad, por la vana noción que tenemos de nuestro valor; es ésta, por cierto, la tercera causa de la guerra generalizada entre los hombres, de la "guerra de todos contra todos"7. ¿Pero, por qué mientras un monstruo bíblico designa el posible y necesario poder sobre los hombres vanos, el otro apunta hacia la desagregación de todo el poder en las manos del clero?
No es clara la razón de que se haya escogido el Behemoth bíblico 8, contra el igualmente veterotestamentario Leviatán. Pero podemos sugerir al menos un bosquejo de respuesta. Primero, Hobbes insinuaría que vivimos entre dos condiciones monstruosas, la de la paz bajo el gobierno absoluto (o mejor, el gobierno de un soberano) y la de la guerra generalizada, esto es, el conflicto intestino que arroja al hermano contra el hermano. La guerra de todos contra todos es, en realidad, la guerra civil, peor que cualquier otra porque en la guerra externa puede haber una productividad, una positividad: después de todo, Hobbes es mercantilista y para esta escuela económica la guerra extranjera puede servir de excelente medio, tanto o hasta mejor que el propio comercio externo, para acumular un superávit en metales preciosos. (Ya se dijo a propósito del mercantilismo que la guerra es la continuación del comercio por otros medios). En cambio, en el conflicto doméstico no hay productividad, solamente destrucción. Él es la potencia de lo negativo.
Sin embargo, a pesar de que la destitución de todo referencial constante y la universalización de la desconfianza componen una condición monstruosa, su superación pasa igualmente por una monstruosidad, el poder pleno conferido a una persona 9 o soberano. Existe algo de monstruoso en el poder del Estado, primero que nada en sentido literal, por ser algo que salta a la vista, un prodigio o una cosa increíble que se muestra con el fin de impresionarnos; también porque sobre su acción campea un elemento incondicionado de temor, imprevisto e imprevisible, que puede convertirse en terror. Hobbes habla de fear y de awe, que no designan un miedo desmedido, sino un respeto, una reverencia, un temor que tiene su razón de ser; su soberano no es un déspota, un sultán que gobierna mediante el pavor; pero el hecho de haber escogido a un monstruo, para representar ese poder, ayudó a la fortuna crítica a pensarlo mediante la desmesura, la plenitud de mando desbordada, a veces hasta el punto de infundir un miedo irrestricto.
En segundo lugar, específicamente en el Behemoth, la guerra de todos contra todos no es tan sólo, como afirma Hobbes en el Leviatán, una condición en la que no tenemos certidumbre de que el otro cumpla los pactos que firmó y en la que atacarlo es, por consiguiente, la mejor línea de acción a seguir. El capítulo XIII del Leviatán describe una situación de guerra, como antes de éste lo hicieron los capítulos I de De Corpore Politico y de Del ciudadano, y señala sus causas. Pero, curiosamente, es el Behemoth, libro de menor pretensión teórica, el que muestra con precisión cómo y por qué se produce la condición de guerra: el clero es su causante. La guerra de todos no es una simple hipótesis para servir de contrapunto —o coartada— a la paz instaurada por el poder soberano. Ella es producida, primero que nada, por la desmedida de la palabra que finge detentar las llaves de acceso a la vida eterna. Si el poder del gobernante es fuerte, es, sin embargo, un poder apenas laico, únicamente racional, si no va más allá de lo temporal y no controla también lo espiritual. Los diversos cleros, al pretender un acceso propio a las cosas espirituales, imponen un límite decisivo a la autoridad del soberano. Por eso, éste no puede ser laicizado, en los términos en que hoy lo concebiríamos. Es preciso que él sea un poder temporal y espiritual, como se lee en el título completo del Leviatán, que es "Leviatán o la materia, forma y poder de una República Eclesiástica y Civil" (república, claro, en un sentido que es más el de Estado en general, que el de la forma de elección de sus gobernantes; pero lo que yo quería subrayar era el papel religioso, tanto como temporal, de ese Poder).
Al contrario de lo que el lector de nuestro tiempo puede imaginar, el poder más fuerte no es necesariamente el de la espada visible, el gladius de la justicia y de la guerra, que el soberano (lego) empuña, sino el de una espada invisible, la de la fe y la religión. Si el gobernante que juzga de manera visible y a los ojos de todos puede infligir la muerte física, el clero blande la amenaza de la muerte eterna al mismo tiempo que nos hace antever una eternidad en el paraíso. Esta mezcla de promesa y amedrentamiento puede ser más eficaz que el instrumental desencantado con el que el poder lego intenta controlar las conductas. La frase sobre el carácter vano de los pactos sin la espada no debe hacernos olvidar que la palabra (ya no el "covenant", político o comercial, sino la prédica religiosa), conforme sea utilizada, puede detentar una fuerza mucho mayor que la de la propia espada. Es esta palabra descontrolada sobre el Más Allá, o mejor, esta palabra controlada por el clero, el gran peligro contra el cual escribe Hobbes, conforme argumenté en Ao leitor sem medo; de ahí deriva la importancia del Behemoth: en él se percibe que la condición de guerra generalizada, el conflicto doméstico, resulta sobre todo de las maquinaciones del clero.
Vimos que la desconfianza hobbesiana vale en contra de cualquier clero. Hobbes concentra sus ataques en los presbiterianos, pero no exime a los católicos romanos, aunque estos fueran fieles al rey Carlos, coincidiendo con el filósofo en la simpatía por la monarquía Estuardo. Peor aún: los responsabiliza porque constituyen la matriz del poder alternativo, del poder subversivo al que llama, en la Parte IV del Leviatán, "el reino de las tinieblas". La propia Iglesia Anglicana, que en Carlos I tendrá su primer mártir —y a lo mejor el único, por lo menos en territorio inglés—, jamás recibe de su parte palabras tiernas. Todo el clero, es decir, cualquier categoría de personas que se especializa en las cosas espirituales, tiende a reivindicar un acceso directo a lo divino. Mejor sería que los propios gobernantes, reputados como legos, ejercieran igualmente, en sus personas, un ministerio religioso: quedaría claro, así, que todo el poder está unido. Se evitaría la división del poder, que engendra una contradicción interna altamente peligrosa.
Pretendí sostener un punto, para el cual el Behemoth contribuye decisivamente: la guerra de todos contra todos no es simple desorden, no es mera carencia de orden. Es producida por la existencia, en el interior del Estado, de un partido. El conflicto intestino no resulta de la quiebra del Estado. No es efecto de una falla o falta. Es consecuencia de la acción de un contrapoder, que se mueve en las sombras, el contrapoder de un clero desobediente. (Pero todo clero tiende a ser desobediente).
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El problema de muchas lecturas de Hobbes reside en su anacronismo: proyectan en el filósofo problemas que no fueron suyos, que difícilmente serían suyos. Es el caso de la discusión, tan común en cierto tiempo, sobre el carácter burgués o no de nuestro autor. No es que ese debate fuera impertinente, pero le confería demasiada importancia a un aspecto de su pensamiento, del que es posible que el propio filósofo tuviera muy poca noción. Su problema crucial, en relación a los actores políticos y sociales de su tiempo, no estaba en los capitalistas, sino en los eclesiásticos. El clero, y no el capital, es el gran actor contra el que trabaja Hobbes. Identificarlo es necesario y para ello debemos evitar el anacronismo.
Pero no todo anacronismo es descabido. Ciertos puentes que construimos en medio los tiempos pueden ser útiles. Arriesguémonos en uno: el clero, en el siglo XVII, es como un medio de comunicación de nuestro tiempo que se hubiera apropiado del Más Allá. Imaginemos —tal vez no sea necesario un excesivo esfuerzo para ello— una red de comunicación de masas que, para completar su poder, prometiera a sus oyentes la salvación y amenazara a los desatentos con la muerte eterna. Este doble papel es el de los medios de comunicación del siglo XVII, el clero: por un lado asegura las comunicaciones, informando, predicando; por el otro, sanciona con los mejores premios y los peores castigos a quien se muestre refractario a lo que él quiere transmitir y domesticar. Así, se suman un principio de aparente descontrol —la circulación desenfrenada de los signos, escapando en su movimiento al control original que garantizaría la tutela, el respeto al orden— y una fuertísima forma de control, a saber, la referencia a lo divino, el acceso monopolizado a lo trascendente, la llave de lo absoluto bajo la forma del dolor eterno o de la satisfacción igualmente eterna. El secreto del éxito eclesiástico está ahí, en esa suma de subversión y poder.
De ahí que sea la guerra civil el verdadero estado de naturaleza, la genuina amenaza a todos nosotros o, por lo menos, aquello en contra de lo que escribe Hobbes. Debemos leer el capítulo XIII del Leviatán, ese pasaje clave del antiaristotelicismo hobbesiano, de la negación de nuestro autor de una sociabilidad natural, de su ruptura con nuestro espontáneo sentido común que nos hace creer en la bondad humana —aunque cerremos bajo llave nuestras casas y nuestras economías—, como la cifra de esa combinación de orden y desorden clerical. El verdadero problema no radica en la violencia privada, de individuo contra individuo. Ésta es cuando mucho un resultado. Su causa efectiva es la ambición clerical del poder. En otras palabras, sólo el clero es capaz de mandar en medio del desorden.
Es ese orden oculto lo que no quiere Hobbes, aquello en lo que ve la principal amenaza a la paz entre los hombres. En contra del orden que se esconde bajo un aparente desorden y que, precisamente por eso, según nuestro filósofo, engendra y reproduce desorden, él quiere un orden claro, explícito, en un solo nivel, el de la visibilidad. Solamente el clero puede tener su orden en medio de lo que el lego llamaría desorden. En medio del caos, sólo la profesión eclesiástica se encuentra como pez en el agua; tan sólo ella posee su propio orden debido al desorden. Es por eso que Hobbes, no pudiendo laicizar el poder de una sola vez —lo que sería anacrónico, lo reconozco, pero sobre todo ineficaz—, necesita someterlo a lo espiritual. Su soberano será, a un tiempo, temporal y espiritual: véase la portada del Leviatán, con el rey sosteniendo en una mano la espada y en la otra el báculo. Atacar al clero, desmontar sus pretensiones, es esencial si queremos la paz.
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El combate al clero se da en dos registros esenciales. Primero, es necesario atacar al clero visible, el causador inmediato del desorden: el presbiteriano. Hobbes muy bien podría dirigir el filo de su crítica en contra de los independientes, de las sectas más variadas, pero éstos, aunque radicales, nunca tuvieron mucho poder. Nuestro autor es más hostil, no con los radicales, sino justamente con el grupo "moderado" de la Revolución, los presbiterianos, que pierden el poder en ocasión del juicio de Carlos I. La crítica de Hobbes no prioriza a los extremistas o a los republicanos, sino justamente a aquellos que funcionaron como un intento de "partido del orden" revolucionario. Fueron ellos los que encendieron un proceso de desobediencia contra el rey, que acarrearía todo lo demás como efecto suyo. Aquí está la cuestión: no condenar el radicalismo aparente, pero sí buscar su causa. Y ésta es presbiteriana.
Pero Hobbes va más adelante. Si tiene sentido decir que los presbiterianos fueron quienes desataron la conflagración, que después escapó de su control, y si tiene, pues, cabida responsabilizarlos por lo que después sucedió, nuestro autor rompe con todo sentido común al culpar a los católicos, en última instancia, por el procedimiento propio de los presbiterianos. Tiene sentido llamar a los sectarios y radicales como crías de los presbiterianos, pero causa enorme extrañeza llamarlos como prole de los papistas. Pero vimos que una de sus ideas maestras consiste en responsabilizar a la Iglesia Romana por oponer al legítimo poder soberano un poder alternativo que exige, bajo pena de muerte eterna, la obediencia de todos a sus preceptos. Es esta la matriz que organiza todo discurso religioso que se pretenda independiente del poder legal.
Con esto, Hobbes se aleja de cualquier obviedad. Una lectura de la Revolución Inglesa pondría a los católicos y a los anglicanos del lado del Rey, a los presbiterianos y a los radicales en su contra y a favor de la República. Las simpatías de Hobbes, está más que sabido, recaían en Carlos I. No obstante, de estos cuatro grupos religiosos uno de los menos atacados por el filósofo será justamente el último, por cierta casualidad el de los regicidas, mientras que su ira se dividirá, de forma casi igual, entre papistas y presbiterianos. En el Behemoth, casi todos los disparos se dirigen en contra de los presbiterianos, pero en el Leviatán la guerra se le hace a la Iglesia Romana, de modo que las cosas se equilibran. No existe contradicción entre los dos libros: Roma suministra el modelo y el presbiterio efectúa su aplicación escocesa e inglesa.
Los anglicanos, aunque monarquistas por definición, presentan el riesgo de todo clero, es decir, su tendencia a emanciparse de la necesaria unión del poder espiritual al temporal. Los radicales, a pesar de todo lo que Hobbes les desaprueba, no fueron los que causaron los disturbios. Hasta podría decirse que Hobbes aprobaba ciertas medidas de Cromwell, a final de cuentas un "independiente" en materia religiosa: la unión de Escocia a Inglaterra, la represión al papismo irlandés, las guerras mercantilistas en contra de los Países Bajos, el comienzo del imperio colonial por la ocupación de Jamaica, en suma, una visión más laica del Poder o, por lo menos, una mayor preponderancia de la espada sobre el clero organizado que la que se observa tanto entre los católicos, como entre los anglicanos de Carlos I o entre los presbiterianos. El gran problema hobbesiano no es, pues, el de la división usual entre dos partidos en la Guerra Civil, realistas y parlamentares, ni aun entre tres, si a estos acrecentamos, como lo hace con razón Christopher Hill, a los radicales. El punto en el que insiste es el de poner fin a la tutela de los profesionales de la religión sobre los gobernantes y los ciudadanos.
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Ya me referí al Behemoth, obra tardía (Hobbes tiene ochenta años cuando la publica) que proporciona al estudioso la posibilidad de confrontar la teoría más hard, de los tiempos de la Guerra Civil, que se insinúa en De Corpore Político y florece en Del ciudadano y en el Leviatán, con un gran estudio de caso: el examen del proceso político y social de la Guerra Civil que, justamente, ocasionó la teoría. Porque recordemos que Hobbes, hasta sus cuarenta años de edad, o sea, hasta 1628, era un humanista más o menos estándar. Su principal obra hasta entonces era una traducción inglesa de la Historia de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides, de la cual pretendía extraer una lección práctica sobre los peligros de la desobediencia al legítimo soberano y sobre las desventajas de la democracia de cara a la monarquía. La idea misma de consultar la historia pasada con el fin de llegar a una lección práctica, responde a un humanismo precientífico, aquel que desmontaría el siglo XVII con el método y la geometría. Es por eso que las cosas comienzan a cambiar cuando nuestro humanista, viendo en la biblioteca de un amigo los Elementos de geometría, de Euclides, abiertos en la página del teorema de Pitágoras, soltó una palabrota ("By God!"; su biógrafo, John Aubrey, a quien debemos tal registro, acrecienta: "de vez en cuando, él maldecía para dar énfasis a lo que decía") y exclamó: "¡eso es imposible!". Pero viendo que existía una demostración, fue repasando todo hasta el comienzo. Leyó, por tanto, de atrás hacia adelante los Elementos, "de tal modo que al final se sintió convencido por la demostración de aquella verdad. Eso lo hizo apasionarse por la geometría." (Aubrey, 1972; Janine Ribeiro, 1992, p. XVII-XVIII; Janine Ribeiro, 1993, p. 97-119; Janine Ribeiro, 1998, p. 59-106; Hobbes, 1629).
Durante los diez años siguientes Hobbes cumplirá un programa de estudios. Vivirá parte de esos años en el continente. Es un periodo de paz en Inglaterra, porque el rey cerró el Parlamento (lo que no era inconstitucional, dado que no existía previsión sobre su periodicidad y que su única competencia innegable era votar los impuestos, aunque sólo los principales) y, como desistiera de participar en la última gran guerra religiosa europea, la de los Treinta Años, no necesitó los tributos parlamentarios. Mientras tanto, Hobbes descubrió, partiendo de Euclides, un nuevo continente, el de la philosophia prima. Su plan de estudios empieza por el examen de los cuerpos y así visita a Galileo en su prisión domiciliaria, discute con Mersenne y Gassendi, y hace objeciones (las terceras) a las Meditaciones de Descartes; después, dicho plan de estudios pasará por el hombre y solamente un tiempo después concluirá con el ciudadano. Física, psicología, política: he aquí su itinerario. Sin embargo, a fines de la década las tensiones se agolpan en Inglaterra y eso lo fuerza a cambiar el orden de sus preocupaciones, haciéndolo trabajar y publicar primero lo que debería venir por último. Es por tanto la Guerra Civil lo que despierta, prematuramente, la política hobbesiana. Cabe discutir, es claro, si ésta hubiera sido diferente en caso de que no hubiese ocurrido el conflicto o si Hobbes hubiese continuado el itinerario inicialmente previsto. En todo caso, es poco probable que hubiera grandes cambios, inclusive porque Hobbes no revió en prácticamente nada —por lo menos de manera explícita— los tres tratados de política que concluyó o publicó entre 1638 y 1651, y esto a pesar de vivir hasta 1679.
De cualquier modo, si Hobbes no renegó de ninguna tesis del Leviatán, la existencia de una obra emparentada con la inspiración bíblica del título, el Behemoth, permite por lo menos cotejar la teoría y la práctica de nuestro autor, es decir, la guerra civil inglesa con la teoría, expresada en obras anteriores de índole más genérica. Sólo este cotejo es suficiente como fuente de inumerables indagaciones, presentes en la bibliografía, como, por ejemplo, en la maestría de Eunice Ostrensky que orienté y que, entre otras cosas, busca dar cuenta de las aparentes —y a veces reales— contradicciones entre el Behemoth y las obras teóricas. Además de esto, como Hobbes mal comienza a ser trabajado, una vez que en los últimos veinte años tuvimos a su respecto más libros significativos que en cualquier otro período comparable de los tres siglos precedentes, los diálogos sobre la guerra civil constituyen un excelente desafío para quien pretenda profundizar en el filósofo. (Ostrensky, 1997).
De tales diferencias me gustaría señalar apenas un punto: mientras que el Leviatán acepta y acata el poder de Cromwell, que parece consolidado, el Behemoth da a entender que, si la República no se mantuvo en Inglaterra, eso se debe al hecho de que nunca se haya consolidado (porque nunca podría consolidarse) el Estado cromwelliano. Tal vez sea esta la principal o, por lo menos, la más visible diferencia entre las dos obras. En efecto, el Leviatán hasta usa, para designar al Estado, el término que Cromwell empleó para su régimen, "Commonwealth", literalmente "bien común" o "cosa pública", es decir, República. Este término poseía, en esa época, dos sentidos principales, uno ampliado —toda y cualquier forma de gobierno, hasta la monárquica, en cuanto buscase el bien común— y otro más restringido —aquella forma de gobierno en la que los dirigentes son electos. Es obvio que Cromwell y los holandeses destacaban el segundo sentido y Hobbes el primero, aunque son evidentes las connotaciones, casi pro cromwellianas, de la elección terminológica de Hobbes.
Más que esto: nuestro autor publica el Leviatán todavía exiliado en el continente y, en seguida, percibiendo que así suscitaba el odio de los monarquistas que allí se habían refugiado, vuelve a Inglaterra y se somete al nuevo gobierno. Se acuerda de Dorislaus e Ascham, cuenta él en la autobiografía que escribió al final de su vida, y por eso —temiendo la muerte violenta— regresa a Londres. Es claro que la ira monárquica contra él se debe principalmente a dos pasajes, uno en el capítulo XXI y otro en la "Revisión y Conclusiones" (que será suprimido de la traducción latina posterior a la restauración de la monarquía), en el cual justifica un poder alcanzado mediante la conquista que haya consolidado su regla, asegurando el orden entre los súbditos. Existe lógica en esto: si el poder se explica, no como dádiva divina, sino como construcción para preservar la vida de los ciudadanos, su prueba de congruencia radica en el modo como atienda a esa finalidad tan terrena y no en la obediencia a un misterioso mandato de Dios. Hobbes no puede cambiar esta idea clave, que viene del contractualismo, y jamás la cambiará. Si lo hiciera dejaría de ser Hobbes.
Con todo, hay un hecho importante: después de la muerte de Cromwell, su poder se desmorona. Los Estuardos vuelven al trono. Todo indica que a Hobbes le gustó el desenlace, aunque probablemente temiese el desorden a lo largo del proceso (¡y ahí, sí, los radicales intentaron desempeñar un papel que nuestro filósofo no apreciaba en absoluto!). Hobbes necesita dar cuenta de su equivocada previsión, por decirlo así. Y él lo hace alterando lo menos que puede su convicción anterior. En otras palabras, no cedió en la idea de que el gobernante debe su poder a intereses y deseos muy humanos. Aunque insinúe, algunas veces, una reverencia al derecho divino o a la legitimidad dinástica, su problema continúa siendo la paz. Así, en última instancia, cambia su lectura de Cromwell: no en términos de que él fuera un usurpador y, por consiguiente, ilegítimo. El problema crucial y principal es que no logró consolidar su poder. La impresión de que la República iría a perdurar , válida en 1649 o 1651, se vio desmentida por los hechos. Y, si no logró consolidarse, habrá sido porque es muy difícil que un poder nuevo adquiera la misma calidad de aquel que tiene, a su favor, una larga duración en el tiempo. El poder continúa valiendo, pues, por su finalidad en este mundo —traernos la paz— y no por su supuesta y legitimista meta en el otro mundo: proporcionarnos la salvación eterna. Solamente que un nuevo poder parece menos apto para traer la paz que aquel que ya tiene la opinión de todos en favor de sus derechos y costumbres. Esto lleva a reactivar, implícitamente al menos, el episodio de Medea y el rey Peleas, que contaba Hobbes, con distintos matices, en las tres versiones de su filosofía política: la hechicera convencía a las hijas del decrépito monarca a rejuvenecerlo, lo que exigiría cortarlo en pedazos y ponerlo a hervir en un enorme caldero. Evidentemente, de ello no resultaría un bello y guapo rey, sino apenas un cocido de carne humana. La lección que nos da esta alegoría es que cambiar un régimen, a pesar de los defectos que posea, implica correr riesgos que es mejor evitar. En el anhelo de volver joven lo que es viejo pasamos demasiado cerca de la muerte. La revolución inglesa, que Hobbes jamás aprobó o apoyó, podría haber resultado, a pesar de todo, en un nuevo orden y así lo esperaba en 1651 nuestro autor, amante de la paz casi a cualquier costo; sin embargo, lo que se comprobó es que tal excepción al modelo del rey Peleas no funcionaba, prevaleciendo la idea de que no se toca el régimen existente. Insisto: la opción abierta en el capítulo XXI y en la conclusión del Leviatán, en la edición inglesa de 1651, jamás significaría reconocer alguna legitimidad o legalidad a la desobediencia revolucionaria. Apenas una brecha existía, consecuencia inevitable del rechazo contractualista al derecho divino, a través de la cual un poder valía por sus efectos —producir el orden y la paz—, más que por su supuesto origen en la voluntad de Dios o en la transmisión del derecho al trono por la sangre. El contrato hobbesiano, a pesar de que deriva el poder de una fundación remetida a una fecha imposible de fechar, a una fecha inexistente e improbable, en momento alguno admite el significado de que el poder se legitime por el pasado o por su origen.
Así, ni Maquiavelo ni el derecho divino. En la relectura de la guerra civil realizada en el Behemoth, nuestro autor parece dar una respuesta a Maquiavelo, cuyo Príncipe, en última instancia, trata sobre todo de cómo puede un príncipe nuevo -que haya conseguido el poder por las armas ajenas y, por lo tanto, no cuente a su favor ni con ejércitos propios, ni con la opinión reiterada a lo largo de las generaciones- lograr la construcción de una tal opinión, de una tal obediencia. Lo que Hobbes podría responder es que tal resultado es muy difícil; aun cuando el nuevo gobernante, como en el caso de Cromwell, cuente con un óptimo ejército. La opinión no cambia tan fácilmente. O de otra forma: es relativamente fácil subvertir un gobierno, los presbiterianos que lo digan; pero substituirlo por uno nuevo es muy difícil: que lo digan Cromwell -y los mismos presbiterianos-.
Esto no significa reconciliarse con el derecho divino. Nuestro filósofo pudo tener bastante simpatía por la alta aristocracia, habiendo servido casi toda la vida a los Cavendish, y por los reyes, habiendo enseñado aritmética al joven príncipe de Gales, en el exilio francés, y frecuentado su corte cuando se vio restaurado con el nombre de Carlos II; pero esto no implica que aceptase la base de la pretensión monárquica a la corona. Jaime I, abuelo de Carlos II, fue muy claro al sostener que provenía de Dios el título de los reyes, lo que significaba que un modo de acceso al trono entre otros —el de la hereditariedad— se veía constituido como el único correcto. Adicionalmente, la tesis de Jaime I significaba que toda intromisión de los súbditos en asuntos de gobierno constituía un sacrilegio: el rey reprobó enérgicamente las "curiosities" a las que los hombres de su tiempo eran muy afectos y por las que se ponían a descubrir los "misterios de la realeza". Sucede que Hobbes apreciaba mucho la curiosidad —motor principal de la investigación científica— y lo que hizo, por lo menos mientras duraba la guerra civil, fue estudiar los fundamentos del poder y de la obediencia. No habría mucho en común entre él y los monarquistas. Lo que, para concluir, muestra una paradoja decisiva de la obra de nuestro autor. No fue querido ni por los realistas, de cuya práctica se sentía próximo, ni por los republicanos, de cuya teoría estaba más cercano (ya que el contractualismo, viendo la política ex parte populi y no ex parte principi, funda en el pueblo y no en Dios las cosas del poder). Nadie lo persiguió de cerca, mas huyó de Inglaterra tan pronto como vio que las cosas caminaban hacia la rebelión (fué "el primero de todos los que huyeron", según se jactaba curiosamente en la autobiografía de su vejez), tuvo la publicación del Behemoth prohibida por su ex alumno Carlos II (y necesitó, así, editarla en Holanda o, por lo menos, fingir que había visto luz en aquel país; lo que resulta curiosísimo, tratándose de un pensador que defendía el respeto a la censura estatal de las doctrinas) y, finalmente, dos años después de su muerte, la Universidad de Oxford mandó a quemar en plaza pública sus libros como subversivos. A lo mejor extraemos de esto dos lecciones. La primera en gran medida responde a una pregunta implícita de tantos de nuestros conciudadanos, que plantean con una sensación de extrañeza: "¿por qué filosofar? ¿de qué sirve filosofar?" Filosofar no es sólo dar una justificación o un fundamento más acabado a una idea o ideal previamente existente. Hobbes era monarquista antes de leer Euclides pero, después de leerlo, jamás volvió a condenar a la democracia de forma absoluta o a sostener el derecho divino de los reyes. Ahora bien, como el conflicto político pasaba justamente por ese vínculo íntimo entre el rey y la divinidad, de la que el primero sería lugarteniente en la Tierra, esos cambios en las ideas de Hobbes fueron decisivos. Dar un nuevo fundamento altera profundamente cualquier construcción: el edificio no pasa incólume por el trabajo de la excavación filosófica.
La segunda lección se refiere al lugar excéntrico de Hobbes en el pensamiento político. En otros pensadores, como su sucesor Locke, se puede ver que expresaron bastante bien una posición social, política y partidaria. Su voz proviene de un solo claramente identificable. Esta idea del pensador como portavoz de intereses fue bastante explorada, y con razón, por varias vertientes de estudiosos, sobre todo, pero no sólo, por los marxistas. Sin embargo Hobbes, como en cierta medida Maquiavelo —por lo menos en El Príncipe— y Rousseau, constituyen casos difíciles de encuadrar en ese modelo de lectura, por decir lo menos. ¿Sería Hobbes monarquista? Sí, lo fue en el foro privado; pero entonces, ¿por qué sostener su doctrina política en una teoría contractualista que, como sus propios contemporáneos se cansaron de decir, desmantelaba el edificio? La pregunta simétricamente opuesta (¿sería republicano? ¿acaso cromwelliano?) nadie se atreve a formularla, de tan absurda que suena; pero una cuestión sí fue planteada seriamente: ¿sería un pensador burgués? Y esta contradicción interna suya (el monarquismo burgués) explicaría lo que no funciona en su teoría desde el punto de vista de su recepción exitosa. Pero el problema de esos intentos por encuadrar al autor en su contexto es que la cuestión del solo del cual se habla no tiene cabida en el caso de Hobbes, ni tampoco en el de los dos autores que mencioné. Sugiero que, en vez de que tratemos de descubrir el lugar desde el que ellos hablaban, aceptemos que fueron, de veras, filósofos fuera de centro; pensadores que, por diversas razones, radicalizaron a tal punto la crítica efectuada a su tiempo, que se hizo imposible el que fueran recibidos como insiders. Y de aquí resulta lo que de mejor existe en la filosofía política, una serie de destellos de lucidez que la hacen ser más y algo diferente a una justificación ideológica de los poderes existentes y de las creencias dominantes.
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Hobbes, Thomas. 1967 (circula en manuscrito en 1640, es impreso en 1650). "De Corpore Politico". In R. S. Peters (ed.), Body, Man, and Citizen. Thomas Hobbes on Logic and Methodology; Body and Motion; Sense, Animal Motion, and Human Behavior; Citizens and the Law (Nova York, 1967, p. 277-390).
Hobbes, Thomas. 1996 (1651). Leviatán (México, Fondo de Cultura Económica).
Hobbes, Thomas. 1969 (1889). Hobbes’s Behemoth or the Long Parliament, edición de Ferdinand Tönnies (Londres, Frank Cass and Co.).
Hobbes, Thomas. 1991 (varias fechas de publicación inicial). Libertad y necesidad, y otros escritos. (Barcelona, Ediciones Península, col. Nexos).
Hobbes, Thomas. 1992 (1642). Do cidadão. (Traducción al portugués de Renato Janine Ribeiro. São Paulo, Martins Fontes).(Hay traducción al castellano: Del Ciudadano. Caracas, Universidad de Venezuela, 1966)
Janine Ribeiro, Renato. 1978. A marca do Leviatã: linguagem e poder em Hobbes (São Paulo, Ática).
Janine Ribeiro, Renato, 1987. "A religião de Hobbes". Revista Latinoamericana de Filosofía (Buenos Aires).XIII (3), noviembre de 1987, pp.357-64.
Janine Ribeiro, Renato. 1988. "A religião de Hobbes" (el mismo artículo). Actas del Congreso Internacional Extraordinario de Filosofía (Córdoba - Universidad Nacional de Córdoba). Diciembre de 1988, tomo 2, pp. 503-10.
Janine Ribeiro, Renato. 1990. "Hobbes, Jacobo I y el derecho inglés". Revista Latinoamericana de Filosofía. (Buenos Aires), vol. 16, n. 2, julio de 1990.
Janine Ribeiro, Renato. 1992. "Apresentação" a Thomas Hobbes, Do cidadão. (p. XVII-XXXV. São Paulo, Martins Fontes).
Janine Ribeiro, Renato. 1993. A última razão dos reis – ensaios de filosofia e de política. (São Paulo, Companhia das Letras).
Janine Ribeiro, Renato. 1998. "Historia y soberanía. De Hobbes a la revolución", in La última razón de los reyes. (p. 59-106. Traducción para el español de Eduardo Rinesi. Buenos Aires, Colihue).
Janine Ribeiro, Renato. 1999 (1984). Ao leitor sem medo: Hobbes escrevendo contra o seu tempo. (Belo Horizonte, 2a edição, Editora Universidade Federal de Minas Gerais).
Macpherson, C. B. 1970 (1962). The Political Theory of Possessive Individualism, Hobbes to Locke. (Londres, Oxford University Press).
Ostrensky, Eunice. 1997. A obra política de Hobbes na Revolução Inglesa de 1640. (São Paulo, tesis de maestría defendida en la Faculdade de Filosofia, Letras e Ciências Humanas de la Universidade de São Paulo, bajo la orientación de Renato Janine Ribeiro).
Overton, Richard. 1968 (1643). Mans Mortalitie. (Liverpool, Liverpool University Press).
Reik, Miriam M. 1977. The Golden Lands of Thomas Hobbes. (Detroit, Wayne State University).
Shakespeare, William. 2000 (1604-5). Hamlet. (Traducción para el español de Eduardo Rinesi. Buenos Aires, Talcas).
Strauss, Leo. 1971 (1950). Natural right and history. (Chicago, The University of Chicago Press).
Thomas, Keith. 1965. "The social origins of Hobbes’s political thought", in Brown, Keith (org), Hobbes Studies. (Oxford, Blackwell).
Thomas, Keith. 1971. Religion and the decline of magic. (Nueva York, Charles Scribner and sons).
NOTAS
1 Mi principal obra sobre Thomas Hobbes es Ao leitor sem medo: Hobbes escrevendo contra o seu tempo (Al lector sin miedo: Hobbes escribiendo en contra de su tiempo), 1999. Como será una referencia constante en este artículo, no la citaré todas las veces que la tomo como presupuesto. En Argentina ya publiqué un artículo sobre la religión de Hobbes, más que sobre el papel de esa religión (Janine Ribeiro, 1987 e 1988), otro sobre Hobbes y el derecho (Janine Ribeiro, 1990) y, finalmente, un libro (Janine Ribeiro, 1998) que tiene un capítulo sobre el filósofo.
2 Aquí y en otros lugares me permito usar términos — como opinión, verdad— no en el sentido que tienen en Hobbes, sino en el que hoy es corriente. El lector notará cuando el concepto es utilizado en la acepción hobbesiana y cuando recibe un sentido más permanente o más actual.
3 No le impide criticarlos. Pero él los critica con mucho menos vehemencia de la que dedica a los presbiterianos y a los papistas. Inclusive los anglicanos, que estaban más cerca del poder del Estado, reciben críticas —explícitas o implícitas— mayores que los independientes. El Behemoth es editado en 1668. Sin embargo, hoy es una práctica común utilizar la edición de Ferdinand Tönnies, que data de 1889, la cual incluimos en la bibliografía.
4 Por lo menos en sus tres grandes obras políticas —De Corpore Político, De Cive y el Leviatán— Hobbes jamás habla de "indifferent things" o de "adiaphora", pero la idea está subentendida. (Hobbes, 1996; Hobbes, 1992; Hobbes, 1968).
5 Seguidor del arzobispo Laud, que dirigió la Iglesia Anglicana en el reinado de Carlos I, siendo odiado por los puritanos; fue ejecutado durante la Guerra Civil. La Iglesia oficial, hasta su época, reunía prácticamente a todos los ingleses y por eso toleraba diferencias doctrinarias y litúrgicas; con él en el mando, sin embargo, se dió una clara opción hacia un rumbo más conservador. Una señal de como eso fue interpretado por Roma está en la oferta de un solideo cardenalicio que le hizo el Papa, en caso de se reconciliase con la Santa Sede. Su fe anglicana genuina (como la de Carlos I) quedó atestiguada por su rechazo.
6 Hobbes, 1996, capítulo XV, p. 120. Insisto en el "either... or", que deja claro como cualquiera de las dos condiciones hace racional el cumplimiento de la palabra dada. Ver Janine Ribeiro, 1999, p. 166 y ss. Noten que en el pasaje citado, Hobbes está respondiendo al "fool", el necio, que alega que es racional violar la palabra dada para llevar ventaja siempre que no exista peligro de ser punido. En realidad, el "fool" me parece ser el nombre que Hobbes da a Maquiavelo, a quien no menciona expresamente.
7 Sobre la tercera causa de guerra, ver en el Leviatán el capítulo XIII. Ver también la portada de la edición original de 1651, sistemáticamente reproducida —probablemente la imagen más conocida de la filosofía política; también aparece en innúmeros libros de ciencia política—, en la que, sobre el rey que empuña la espada y el báculo, se lee la referencia al Libro de Job, que celebra el Leviatán como un poder al que, en éste mundo, ninguno se compara (capítulo 41, versículo 25). Con respecto a la honra o gloria como causa de guerra, y a su importancia, ver Thomas, 1965, y Janine Ribeiro, 1999, capítulo III y VII.
8 Mientras el Leviatán es un dragón o serpiente, el Behemoth es en la Biblia un hipopótamo. Ver Job, capítulo 40, vv. 15-24. Es importante notar que el texto bíblico no proporciona elementos suficientes para valorar positivamente uno de los monstruos (en este caso, el Leviatán hobbesiano, que es el poder de Estado, pacificador) y negativamente al otro (el Behemoth de Hobbes, que es la guerra civil).
9 Persona es un concepto jurídico, que no se refiere necesariamente a un individuo. En el caso de Hobbes, puede ser una asamblea y, dado el caso, el Estado será democrático o aristocrático, no monárquico. Recordemos que las personas son con frecuencia fictae, ficticias.
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