miércoles, 19 de agosto de 2009
por Facundo Bey
Aparecido originalmente en Ciudadanía & Democracia,
17 de agosto de 2009 (ir al enlace original)
Seguramente muchos de nosotros creemos o deseamos creer en la democracia. Lo primero que me pregunto al sostener algo así es quiénes somos nosotros. La respuesta a esta pregunta es difícil, pues la pregunta supone, en principio, que este nosotros es finito. Un nosotros infinito no sería [tampoco] un nosotros. Pero un nosotros inmediatamente delimitado por la creencia positiva en la democracia sería tan propio como peligroso para todos, creyentes y no creyentes.
Lo que podría ayudar a iniciar esta pregunta es reconocernos en cómo creemos en la democracia. Es posible que nos sea objetado que creer en las leyes de la democracia y cuestionarlas a un tiempo nos convierte en este movimiento en enemigos de lo que defendemos. Pero los que decidimos participar de esa relación exigente procuramos crear propiamente el problema democrático.
Aun creyendo de este modo en la democracia, no buscamos el apartamiento e intentamos huir de un orgullo vanaglorioso. Pero creando el problema, no nos aseguramos evitar el sacrificio de la existencia [común]. Interpretar la democracia no es un pasatiempo: es un riesgo y un desafío. Entender a quién desafiamos y a quien ponemos en riesgo puede indicarnos el sentido de nuestro afecto hacia un modo de vida en común incapaz aún de dar por tierra, a partir de la propia búsqueda y de la experiencia que despliega, un pensamiento hoy nostálgico, tímido, fóbico y rencoroso.
Al experimentar la creación de nuestro problema, nos deslizamos silenciosamente entre una multitud de miradas condenatorias y el peligro de una duda ilimitada. Esto debe atemorizarnos en la medida que nos alejemos de nuestra existencia ciudadana. Sólo actuaremos con prudencia al relacionarnos con nuestra creencia si al encontrarnos con la materia que impulsa nuestras preguntas y desde la que planteamos nuestros relatos atendemos nuestro tiempo, nuestro lugar y nuestro nosotros.
¿Es posible que para interrogarnos nos permitamos retroceder y evitar decaer por la pendiente del escepticismo o por la del pánico? Podría ser que así fuera si es que consideramos necesario cuestionar hoy explícitamente lo que públicamente es autorizado como bueno o malo para nuestra sociedad.
Es casi imposible no escuchar a quienes repiten sin esfuerzo –y por la sola motivación de hablar- aquellos valores que preferimos y deseamos para nuestra vida en común sin preguntarse vitalmente a sí mismos en qué consiste la bondad y justicia de la libertad y la igualdad. Sería un inicio si logramos rechazar la curiosa tentación de saber el todo de la democracia y asumimos analizar a la democracia con el compromiso suficiente para sentirla y conocerla como el régimen político que consideramos correcto sin soslayar su carácter controversial con los velos funerarios del rigor, el miedo y la complacencia, por débil o poderoso que sea nuestro numeroso auditorio.
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