domingo, 29 de marzo de 2009
La consolidación
de la democracia
en sociedades conflictivas
Juan Carlos Portantiero
1. El problema
En el cuadro de una situación mundial que algunos observadores tienden a definir como una mutación civilizadora, es decir, como algo más (y distinto) de una crisis coyuntural que podría encontrar más o menos rápidamente una recomposición a través de algún principio reunificador, la situación de América Latina parece ir más allá de un desequilibrio funcional en las relaciones entre economía y política. Aun cuando naturalmente ese tipode crisis exista y genere efectos de ingobernabilidad en la mayoría de las sociedades del continente, los desajustes aparecen como expresión de inquietudes más profundas y totales. Podría decirse que la crisis, al desplazarse hacia un campo de mutaciones sociales y culturales, ataca la estabilidad sostenida sobre consensos valorativos y se instala en el “mundo vital” de los hombres..
A partir de allí tiene sentido la pregunta sobre escenarios posibles que diseñen los rasgos de los cambios por venir, no para intentar modelos utópicos de una sociedad perfecta, transparente, finalmente cerrada, sino modelos de conflicto y de reglas para procesarlos. En una palabra: para imaginar un espacio institucional capaz de contener a las tensiones que producen los cambios y que éstos realimentan. Por cierto que este ejercicio debe saber de la precariedad de toda proyección política que no tome en cuenta que, alrededor del ahogo que significan los servicios de la deuda externa, se abren muy concretas posibilidades de redefinición drástica de las reglasdel juego y por tanto de los escenarios. No quiero hablar ni de la necesidad ni de la inminencia de una situación tal, pero creo que, como oscura presencia de una bomba de tiempo cuyo reloj no sabemos controlar, no puede dejar de tener un espacio en nuestras reflexiones, aun cuando ese lugar —como es mi caso— no pueda ser teorizado. En síntesis: si después de la orgía de transnacionalización financiera de los años 70 el sistema de acreedores y deudores estalla, es indudable que esa explosión puede colocar en el desván del olvido a cualquier escenario imaginado sociológicamente.
Con estas limitaciones, una primera consideración del problema de la consolidación de la democracia en sociedades conflictivas debería llevarnos a la necesidad de discriminar, dentro de ese universo complejo que es Latinoamérica, entre situaciones que poseen un amplio rango de variación. La preocupación de estas notas se dirigirá hacia un tipo de ellas, en donde se han dado situaciones de ingobernabilidad bajo experiencias autoritarias de derecha, pero a la vez no es plausible pensar en la imposición de un orden nuevo por vía de la estructuración de un espacio político “revolucionario”.
Estas situaciones,que se colocan en una posición equidistante entre las que caracterizan a las sociedades postindustriales y las propias de las zonas más atrasadas del Tercer Mundo, abarcan, en verdad, el mayor potencial de acumulación demográfica, económica y tecnológica de América Latina. Expresan un universo social que, aunque injusto, económicamente estancado y políticamente agobiado por la herencia de autoritarismos de diverso signo, ni carece de la tradición de un estado liberal de derecho, ni de grandes movimientos políticos de masas, ni está viviendo o acaba de vivir recientemente procesos de modernización que acentúan las desigualdades sociales y liberan nuevas élites para la dirección revolucionaria de marginales urbanos y rurales encadenados a situaciones de extrema miseria.
En las sociedades que tomaremos como referencia no se trata de fundar un Estado desde las ruinas de una situación patrimonialista que se muestra incapaz de controlar los efectos de la modernización —como en algunos escenarios de América Central y del Caribe— sino de superar, mediante la estabilización de gobiernos democráticos, una doble crisis: por un lado, la de los populismos ligados con un momento social de la industrialización difícilmente repetible, y por otro,
la de los autoritarismos militares que buscaron, mediante la imposición violenta de una tecnología represiva, ajustar esas sociedades a las nuevas condiciones del mercado mundial. Su desafío, en condiciones económicas de enorme restricción, y frente a una melancolía colectiva por el populismo y a la lógica acumulación reivindicativa provocada por el autoritarismo, es el de constituir no solo un gobierno sino también, en el mismo movimiento, un sistema, lo que obviamente implica operar con dos lógicas de acción política diferentes. Todo ello, por añadidura, en el interior de un cuadro sociopolítico muy complejo en el que variados actores cuentan con recursos de poder como para poner en marcha mecanismos permanentes de veto recíproco.
2. La doble tarea
Tratar de constituir a la vez un gobierno y un sistema parece imponer, como requisito, una gran centralización del poder. En ese sentido, tal situación se acercaría a la propia de los procesos de fundación revolucionaria de Estados, recientemente aludidos. Ello es así porque en ambos casos se trata de poner en funcionamiento un espacio de reglas constitutivas, o sea, una dimensión en la que se definen los límites de la legitimidad; las nuevas reglas de juego con que el sistema va a operar. La política adquiere, en esos momentos, un sentido preferentemente autorreferencial: las luchas políticas son, en primer lugar, luchas para definir la política.
Pero las similitudes se agotan aquí. En la consolidación de las situaciones “revolucionarias”, el juego político se irá centralizando cada vez más hasta llegar a una situacion en la cual las reglas normativas propias del grupo que ocupa el centro del proceso de toma de decisiones se identifican con las reglas constitutivas, igualando al sistema con el gobierno y eliminando de raíz toda disidencia.
La definición de la política que se impone a las situaciones democráticas, en contraposición con las revolucionarias, obliga en cambio a un juego plural que descarta la posibilidad de identificacion de los dos tipos de reglas: el gobierno no puede igualarse al sistema.
Este es el terreno de dificultad y de desafío en que se coloca desde luego el proceso de consolidación de la democracia tras la transición entre la dictadura autoritaria y el retorno a las formas republicanas. Pero el desafío, a la vez, no puede ser soslayado porque marca la única manera realista de constituir un orden político estable para una sociedad compleja y conflictiva.
3. Confrontar y acordar.
El grupo que controla el poder político tras una experiencia autoritaria de derecha en una sociedad que no acepta el autoritarismo de izquierda, debe hacerse cargo de una tarea múltiple: 1) gobernar, esto es, diferenciarse de sus adversarios; 2) acordar, con la oposición y con los principales actores sociales, la constitución de un sistema; 3) proteger (a sí mismo y al balbuceante sistema) del autoritarismo inercial que viene de atrás. Los tres objetivos implican el cumplimiento de papeles contradictorios, agrupados alrededor de dos tareas centrales: confrontar y concertar. La primera alude a los fines de todo gobierno como parcialidad; la segunda a la presencia de una instancia de emergencia nacional en la que deben pactarse las bases de la legitimidad del Estado; las reglas constitutivas de un sistema, de una “gramática política”. Ello no puede sino surgir de una elaboración contractual y no es un proceso ex nihilo, sino que recoge elementos de continuidad con la tradición ideal y los tipos de acción colectiva anteriores al momento preautoritario.
Para el grupo que ocupa el gobierno en el primer estadio del proceso de consolidación, la dificultad reside en que debe tomar simultáneamente el punto de vista del sistema, como su garante más comprometido, y el punto de vista de una parcialidad, buscando diferenciarse de la oposición e intentando constituir montos crecientes de poder político propio.
¿Cuándo, con quiénes y sobre cuáles temas concretos concierta o confronta? Imposibilitado de imponer autoritariamente una fusión entre su programa y el sistema, el gobierno vive en el riesgo de enfrentarse en “issues” sobre los cuales sería necesario acordar y de pactar cuando en términos de su individualidad política debería diferenciarse. Con el agravante del enorme precio que toda la sociedad puede pagar por sus errores de cálculo en la medida en que, por la precariedad institucional en que la etapa se desenvuelve, su fracaso tiene la posibilidad de ser el fracaso del sistema.
4. Facciosidad y “empate”.
¿Cómo resolver ese dilema que hoy afrontan típicamente la Argentina y Bolivia, pero que, mutatis mutandi, no sería absurdo pensar que vivirán próximamente otras sociedades sudamericanas crisis fiscal del Estado y de acumulación privada de capital que tiende a colocar todos los choques sectoriales en una situación de “suma cero”?
Ha quedado señalado que las sociedades postautoritarias enfrentadas a este dilema son densas; esto es, fuertemente conflictivas y movilizadas. Esa condición que impide la estabilización de las dictaduras y bloquea las salidas revolucionarias, opera también como restricción desestabilizante para el momento de la consolidación democrática: ningún actor social acepta que sus demandas se transformen en “variable de ajuste” para el sistema. No hay que olvidar que, en ausencia de una prolongada estabilidad institucional que haya legitimado un conjunto de reglas constitutivas, las sociedades movilizadas tienden a volverse sociedades facciosas, a agotar su acción en conflictualidades negativas.
En este punto es posible retornar a la jaqueada hipótesis teórica del “empate” sociopolítico, exasperada en las situaciones en consideración por la escasa flexibilidad del sistema económico, cuando éste debería ser más sensible a las “órdenes” del sistema político. Pero, sin descuidar los condicionamientos económicos del sistema de vetos recíprocos, es oportuno destacar que el impacto del “empate” sobre un sistema político débil tiene que ver con las formas históricas de constitución de los actores sociales y con su grado de representación, lo que implica un problema relativamente autónomo: la relevancia económica no está linealmente asociada con el grado de influencia política y social.
Cabría aclarar, para no “satanizar” el tema del “empate”, que la existencia de capacidad de veto de los actores sociales es lo que permite compensar en el plano político las desigualdades posicionales en la esfera de la apropiación económica. Más que un instrumento perverso en sí mismo es el resultado histórico del proceso de democratización del poder. Su “perversidad” es funcional y no substancial: lo es cuando en una situación en la que sería necesario y posible consolidar mecanismos regulados de negociación democrática, se transforma en un mecanismo que bloquea facciosamente el desarrollo de la sociedad. Así planteado, genera situaciones pendulares de inmovilidad y de violencia, como doble forma de corrupción de las relaciones de conflicto y negociación que deben caracterizar un desarrollo democrático.
5. Corporaciones y partidos.
En las sociedades en que el “empate” adquiere estas características (y los desarrollos intermedios sudamericanos son ejemplos típicos, contrastantes con la desorganización “tercermundista” o la extrema institucionalización de algunos “países centrales”), el pluralismo social se resuelve ilusoriamente en el plano político como una suma de corporativismos: en esas condiciones parece evidente que las reglas del juego democrático son extremadamente improbables.
Pero lo mismo que en el caso del “empate”, la corporativización de la política en las sociedades complejas no es un mal intrínseco que deba ser exorcizado. Es un producto del crecimiento de la participación de los sectores subalternos, que obligan a redefinir el papel de los partidos y de la burocarcia estatal en el proceso de toma de decisiones. Todo Estado moderno supone algún grado de corporativización: no hay en la actualidad regímenes corporativos abstractamente diferenciados de otros no corporativos, porque ya no tiene asidero real la metáfora del viejo liberalismo sobre la separación entre orden social y orden político. Estado y sociedad son dos sistemas interpenetrados por una cantidad creciente de relaciones mutuas que se organizan en el sistema político y desde allí se proyectan hacia el gobierno.
El problema de que se trata no es el de la ausencia o presencia de las corporaciones, sino de la manera en que ellas se compensan con otras instituciones en el funcionamiento de un sistema democrático: el peso excesivo de las corporaciones es indicativo de la escasa densidad del sistema de partidos, con lo que el equilibrio se resuelve teóricamente con el potenciamiento de éste y no con la minimización o destrucción del mundo corporativo.
Al margen del propio papel del gobierno, que es de síntesis pero no de síntesis pasiva, una lista mínima de actores sociales significativos en las sociedades en consideración nos hablaría del sistema de partidos, de los grupos funcionales (sindicatos y cámaras patronales, en especial) y de instituciones como las Fuerzas Armadas y la Iglesia. Las características de cada uno de esos grupos varía de país en país, así como su grado de influencia relativa y las constelaciones de otras fuerzas que pueden rodear a ese núcleo de poder de hecho. Construir un sistema democrático significa reformular los rasgos de particularismo de cada uno en función de los papeles que deberían cumplir en una nueva totalidad. En rigor, es esa reformulación la que puede calificar el proceso como de consolidación de una nueva gramática política.
Este complicado juego de relaciones coloca en primer plano a la ya aludida doble función de los gobiernos que pasan por la consolidación democrática y por su dilema permanente: ¿concertar o gobernar? ¿aceptar los puntos de vista del opositor o diferenciarse? ¿construir alternativas para barrer electoralmente al adversario o abrir compuertas de participación? La decisión no es simple y las zonas de ambigüedad que genera son fuentes de inestabilidad.
Hay situaciones de democratización, como las del sur de Europa, en donde este problema se planteó de manera diferente de como lo están viviendo hoy algunas sociedades sudamericanas. En Portugal, por ejemplo, si bien no se creó una situación revolucionaria típica, la presencia protagónica de las Fuerzas Armadas en la derrota del autoritarismo permitió, superados varios conflictos internos, que ellas se colocaran como garantes del nuevo sistema, liberando de esa función a los sucesivos partidos de gobierno. En España fue la figura de la monarquía la que cumplió ese papel. No es de prever ningún caso latinoamericano, actual o futuro, en el que esos garantes sistemáticos aparezcan. Pareciera que ellos sólo podrían constituirse desde una elaboración contractual: como se ha dicho, las luchas políticas tienen por primer objetivo definir la política, poner las bases de la legitimidad del Estado mediante la constitución de una unidad de poder y la puesta en marcha de una participación plural, regulada, de intereses y demandas.
¿Quién se hace cargo de esa labor? No hay a la vista ninguna institución del tipo de la monarquía y, de los actores que surgen de la lista mínima recientemente trazada, obviamente no podrían hacerlo las Fuerzas Armadas —que fueron las principales garantes del autoritarismo— y la Iglesia, que quiere jugar ese papel y de hecho lo hace en cuanto puede, tiene sólo una capacidad complementaria y periférica para cumplirlo. Quedan el sistema de partidos y las corporaciones. Esto es, los dos grupos de actores tradicionalmente enredados en la dinámica perversa del empate.
6. Concertación y optimismo racional.
Dicho lo que ya se ha dicho, parece claro que estas sociedades social y culturalmente plurales e institucionalmente conflictivas deben acometer, en situaciones económicamente muy difíciles, la relación entre movilización e institucionalización para evitar tanto el “pretorianismo de masas” que acompañó tradicionalmente a las experiencias democráticas hasta desestabilizarlas y el “parlamentarismo negro” con que se expresa la concertación en los momentos de reacción autoritaria.
Una primera respuesta en la intención de zanjar el dilema aparece como obvia: el camino que queda es el de la concertación; el desarrollo político debe ser planificado entre los actores sociales más salientes como única garantía para la construcción de una sociedad estable. pero su resolución es menos simple de lo que parece y no fácilmente superable por actos de voluntad: no se trata de maldad de los sujetos ni de un egoísmo irracional, sino del producto de lógicas de acción contrapuestas.
El defecto principal del argumento que privilegia la planificación política (y que suele explayarse en modelos de acuerdo social y político muy estructurados) es su optimismo racionalizador, que toma como un dato lo que en rigor es el problema: la existencia de un centro de poder que puede cargar sobre sí la tarea de organizar el espacio contractual. Algunos autores han llamado la atención sobre una suerte de “hipertrofia de lo decidible” que acompañaría a ese tipo de pensamiento.
La forma histórica más perfecta de esa concertación democrática es la llamada triangular: interacción entre gobierno, empresarios y sindicalismo, con eje en el sistema de partidos, cumpliendo fluidamente con una función de selección y reducción de las demandas a los efectos de armonizar el ciclo económico con el ciclo político. Así se ha expresado el compromiso socialdemócrata en ciertas áreas centrales.
Así “filtrada” la sociedad, la democracia puede ser estable sin los temores de la zona de alto riesgo de la ingobernabilidad. Pero la dificultad de ese modelo institucionalista y estatista parece ser que, al menos en nuestras sociedades, tras los desastres de los autoritarismos y en medio de los temblores de la crisis económica y del estrangulamiento de la deuda, la decisión óptima, racional y apriorística del planificador colocado en el centro del sistema no existe como dato, porque es el sistema lo que no está constituido. La racionalidad, en todo caso, llegará a posteriori como producto de reequilibrios permanentes entre insumos sociales y respuestas políticas que se van recomponiendo parcialmente. Si la principal actividad política debe consistir en la construcción de las reglas de la política, resulta vano pensar en un espacio ya constituido en el que una pluralidad de actores colocan sus demandas sectoriales al lado de sus ofertas, como un mercado de bienes negociables.
El eje de ambigüedad que dificulta ese esquema de concertación está dado por la indefinición de los roles —entre particularistas y universalistas— de los actores sociales, incluyendo entre ellos, además de los partidos y las corporaciones, al propio gobierno. Podría decirse que el núcleo de una verdadera legitimidad democrática debería hallarse en la vitalidad que pueda poseer el régimen de partidos para agregar intereses colectivos, subordinando las articulaciones parciales que de los mismos hacen las corporaciones. Pero es éste, precisamente, el punto débil de estos sistemas políticos que, con sus falencias, arrastran las instituciones a un terreno de inestabilidad.
Esto coloca una primera zona de problemas, pero no lo agota. La situación de las corporaciones en relación con los partidos; la sobrepresentación y la sobrerrepresentación de ciertos actores; las presiones facciosas de Fuerzas Armadas e Iglesia sobre los núcleos de decisión; los cuestionamientos a la autenticidad representativa de algunas organizaciones; todos estos —y otros— déficit del funcionamiento democrático se suman a la presencia de una cultura política intolerante en la que pierden predominio las formas de conducta cooperativa imprescindibles para cualquier proyecto de política concertada. Parece obvio que esto repliega más aún a los gobiernos encargados de conducir la estabilización hacia su zona problemática situada entre el particularsimo de grupos y la necesidad del pacto; entre la confrontación y el acuerdo.
Las condiciones de un marcado bipartidismo, donde la oposición se concentra casi exclusivamente en un partido, agravan esta situación y más aún cuando el poder electoral y el poder social no coinciden, es decir, cuando el gobierno debe enfrentar un opositor que, además de pisarle los talones en las urnas, le bloquea la posibilidad de coaliciones sociales. Una forma bimodal de la política acentúa necesariamente los rasgos “schmittianos” del conflicto como enfrentamiento amigo/enemigo. En estas condiciones de altísima competencia, cuando el partido del gobierno y el de la oposición rivalizan encarnizadamente para trasnformarse en eje de hegemonías, las posibilidades de constituir, por ejemplo, gobiernos de coalición al servicio de “programas de emergencia nacional” aparecen como bastante remotas. En tanto cada una de las grandes fuerzas en pugna ponen su éxito en la derrota del adversario, aun formas más módicas de convivencia, como aquellas que implican la coexistencia de disenso programático y consenso sobre las reglas, también se hacen difíciles.
7. Hacia un pluralismo conflictivo.
A esta altura es evidente que el principal alimento para estas reflexiones es el caso argentino actual, aunque por cierto Bolivia podría dar también una parte aun más dramática de material sobre el tema. Un tema que puede reaparecer en otras situaciones nacionales con parecidos problemas.
Especificando sobre la Argentina un poco más, parece claro que el obstáculo más evidente (obstáculo político, es claro; dejo fuera el handicap enorme de la crisisproductiva y la deuda externa) reside en la manera en que puede desarrollarse la relación entre gobierno y oposición en el marco de una cultura política altamente corporativizada.
A esta última la entiendo en una doble dimensión, ya mencionada fugazmente: como existencia de una densa (y extensa) red asociativa que establece un mapa organizacional complejo y potencialmente productivo para la negociación democrática, pero también como el predominio, en el comportamiento de los actores, de una lógica particularista que hace muy difícil la puesta en marcha de reglas solidarias, constitutivas de una fuerte lealtad al sistema institucional.
Estos dos significados operan contradictoriamente y se vuelcan sobre las características del marcado bipartidismo que, después de muchas décadas (diría que por primera vez en una historia surcada por la vigencia de partidos hegemónicos) define el sistema político. Aunque ambos partidos influyen sobre un parecido espacio interclasista, es evidente que el control que el peronismo mantiene sobre el movimiento obrero organizado, aunque menos monolítico que antes y también menos significativo por los cambios que han tenido lugar en la estructura de clases, es una herramienta principal para el bloqueo o el veto de las decisiones gubernamentales. Por cierto que esta situación da por resultado serias dificultades para una concertación convocada desde el gobierno, en la medida en que éste no tiene interés en abrirle, vía los sindicatos, cuotas de poder a su principal competidor político.
A estos elementos coyunturales habría que agregar otros aspectos vinculados con las tradiciones ideológicas de ambos partidos. El diagnóstico que la Unión Cívica Radical ha hecho de la actual crisis argentina destaca el carácter pernicioso de la presencia de organizaciones corporativas en el esquema institucional, que con su actitud desbordan la acción de los partidos y generan focos permanentes de autoritarismo. El discurso político de la Unión Cívica Radical está fuertemente centrado en la relación ciudadano-partidos-Parlamento como base de la legitimidad del Estado, lo que remata en una gran desconfianza frente a formas complementarias de representación de los intereses, a las que percibe como opciones enfrentadas al sistema democrático.
El peronismo, por su parte, que a partir del peso que en su estructura tiene el sector sindical siempre ha colocado la concertación como un punto fundamental de su doctrina (por encima de la interacción entre los partidos), atraviesa por un proceso de crisis que acentúa los elementos de desintegración que siempre estuvieron presentes en él. Las pugnas por el liderazgo vacante y el impacto de la derrota electoral de 1983 han incrementado las tendencias centrífugas. Así, como arma de presión sobre el Estado pero también como instrumento de lucha para reforzar su papel en el interior del movimiento, el sindicalismo acentúa los rasgos de su cultura sectorial, en competencia por su identidad con la dirección política.
Podría pensarse —y sería plausible hacerlo, a mi juicio— que una ruptura de ese bipartidismo extremo ayudaría a superar la inestabilidad, en la medida que podría dirigir hacia el parlamento y por lo tanto a los partidos la principal responsabilidad de la negociación sobre las reglas constitutivas del sistema. Si las decisiones debieran tomarse a través de una negociación plural que diera margen para un juego de coaliciones variables entre fuerzas quizás la consolidación del sistema sería menos trabajosa, aunque sí lo fuera la actividad del gobierno. Descartadas —por inviables pero en mi óptica también por indeseables— las salidas “movimientistas” o del tipo “Gran Coalición” que destacan el monolitismo del poder, esta forma de negociación permanente entre un espectro político menos polarizado puede desplazar el enfrentamiento bloqueante entre gobierno y oposición y, además, substraer a la política de las presiones particularistas encarnadas en las corporaciones.
En este caso estaríamos lejos de un modelo de concertación “triangular” y ordenado y más cerca de lo que llamaría un pluralismo conflictivo en el que el compromiso último de los actores en lugar de colocarse desde una racionalidad a priori, centrada en el Estado, sobre el que llegan, ya filtradas, las demandas sociales, se constituye sobre el reequilibrio y la compensación permanente de dispersas capacidades de presión, políticas y corporativas. Un modelo de ese tipo no es extravagante: desde hace 40 años funciona la relación entre sociedad y Estado en Italia, por ejemplo. Creo que una previsión de ese tipo aparece como la más probable para tránsitos hacia la consolidación democrática en sociedades movilizadas como las de América del Sur. Mucho más probable, al menos, que la ilusión de recuperar imágenes de “movimiento nacional”, propias de etapas de mayor homogeneidad y simplicidad sociocultural, o de postular modelos estrictamente “socialdemócratas” característicos de sociedades como las del norte de Europa, en las que poder social y poder político tienden a coincidir y en donde aparece como factible —al menos cuando coinciden con un ciclo económico expansivo— organizar la unidad política y el compromiso social desde un principio de racionalidad prefigurado.
En otras condiciones, de fragmentacion del poder social y político y de multiplicación de actores significativos, la consolidación de la democracia, considerada de manera realista, ha de ser mucho más azarosa y dependerá sobre todo de un pluralismo conflictivo y relativamente descentrado, en el que una cantidad de actores en competencia logran articular una racionalidad a posteriori del sistema, como adaptamiento recíproco, que no es el resultado de un pacto constitutivo sino de múltiples y variables acuerdos que se redefinen constantemente y van consolidando las lealtades al sistema.
¿Se trata de una previsión excesivamente pesimista? Este potencial “ser” de la consolidación de la democracia en sociedades conflictivas y fragmentadas, en donde nadie puede por sí asumir el rol de garante del sistema, ha de resultar mucho más tenso y riesgoso que un “deber ser” montado sobre la idea prefigurada de una gran concertación previa. El sistema a crear es una tarea múltiple que compromete al gobierno, a la oposición parlamentaria y a las organizaciones sectoriales: en una palabra, a la capacidad, no siempre en condiciones de ser prevista, de construir sistemas de compensaciones como resultado de los choques.
Otra mirada sobre la cuestión hecha en términos de ingeniería constitucional o de racionalidad planificadora me parece, cuando menos, escasamente realista. Quizás en el desarrollo de este ejercicio —por mucho tiempo bajo amenaza— de construcción plural de un consenso democrático pueda lograrse una superación de la etapa facciosa de la cultura política.
El papel de los generadores de “buen sentido”, alojados en el gobierno, en la oposición y en la opinión pública, espacio en el que los intelectuales deberán tener un papel fundamental, es decisivo para salvaguardar la posibilidad de una democracia estable. Allí está la principal responsabilidad, tender los puentes que puedan resolver el tránsito sobre un abismo secular de estas sociedades: la carencia de una solidaridad social que favorezca la existencia de un sistema de reglas por encima de los particularismos exacerbados.
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