viernes, 29 de agosto de 2008
“Esencia y valor de la Democracia”
Hans Kelsen
[…]
La democracia moderna descansa, puede decirse, sobre los partidos políticos, cuya significación crece con el fortalecimiento progresivo del principio democrático. Dada esta realidad, son explicables las tendencias -si bien hasta ahora no muy vigorosas- a insertar los partidos políticos en la Constitución, conformándolos jurídicamente con lo que de hecho son ya hace tiempo: órganos para la formación de la voluntad estatal. Esto constituiría solamente un fenómeno parcial de aquel proceso que se ha denominado de “racionalízación del poder”, y que va aparejado con la democratización del Estado moderno. De todos modos, no son pocos los obstáculos que se oponen a esta racionalización en general y a la consagración de los partidos políticos como órganos constitucionales del Estado en especial. No hace mucho tiempo todavía las legislaciones desconocían oficialmente la existencia de los partidos políticos, adoptando frente a ellos una actitud abiertamente negativa, y aun hoy no se tiene plena conciencia de que la hostilidad de las antiguas monarquías centroeuropeas contra los partidos, y la contraposición esencial establecida por la ideología de la monarquía constitucional, sobre todo entre los partidos políticos y el Estado, no era sino una enemistad mal disimulada contra la democracia. Es patente que el individuo aislado carece por completo de existencia política positiva por no poder ejercer ninguna influencia efectiva en la formación de la voluntad del Estado, y que, por consiguiente, la democracia sólo es posible cuando los individuos, a fin de lograr una actuación sobre la voluntad colectiva, se reúnen en organizaciones definidas por diversos fines políticos; de tal manera que entre el individuo y el Estado se interpongan aquellas colectividades que agrupan en forma de partidos políticos las voluntades políticas coincidentes de los individuos. Así no puede dudarse que el descrédito de los partidos políticos por parte de la teoría y la doctrina del derecho político de la monarquía constitucional encubría un ataque contra la realización de la democracia. Sólo por ofuscación o dolo puede sostenerse la posibilidad de la democracia sin partidos políticos. La democracia, necesaria e inevitablemente, requiere un Estado de partidos.
Ésta es la mera comprobación de una realidad que, estando demostrada por el desarrollo de todas las democracias históricas, refuta una tesis, todavía muy extendida, según la cual la naturaleza de los partidos políticos es incompatible con la naturaleza del Estado, y éste, con arreglo a ella, no puede alzarse sobre grupos sociales, como son los partidos políticos. La realidad política demuestra lo contrario. Lo que se pretende denominar “naturaleza” o “esencia” del Estado es, en verdad, con gran frecuencia un determinado ideal, y en este caso, un ideal antidemocrático.
[…]
La actitud adversa a la constitución de los partidos, y hostil, en el fondo, a la democracia, sirve, consciente o inconscientemente, a fuerzas políticas que tienden a la hegemonía de un solo grupo de intereses, que en la misma medida en que se niega a tomar en cuenta otro interés ajeno, procura disfrazarse ideológicamente como interés colectivo «orgánico», «verdadero» y «comprensivo». Toda vez que la democracia como Estado de partidos insiste en deducir la voluntad colectiva de la voluntad de los partidos, puede prescindir de la ficción de una voluntad colectiva «orgánica» y «suprapartidista». Un avance incontable conduce en todas las democracias a la división del pueblo en partidos políticos, o, mejor dicho, ya que preliminarmente no existía el «pueblo» como potencia política, el desarrollo democrático induce a la masa de individuos aislados a organizarse en partidos políticos, y con ello despierta originariamente las fuerzas sociales que con alguna razón pueden designarse con el nombre de «pueblo». Si las Constituciones de las repúblicas democráticas - que en éste como en tantos puntos se hallan todavía bajo el influjo de la ideología de las monarquías constitucionales - niegan el reconocimiento jurídico a los partidos políticos, no es desde luego con la intención que perseguían aquéllas, o sea la obstrucción a la democracia, sino por ceguera ante la realidad.
La inserción constitucional de los partidos políticos crea también la posibilidad de democratizar la formación de la voluntad colectiva dentro de su esfera. Esto es tanto más necesario cuanto que puede suponerse que es precisamente la estructura amorfa de este ámbito lo que da lugar al carácter señaladamente aristocrático-autocrático que tienen los procesos deformación de la voluntad colectiva dentro del mismo, aun en partidos de programa radicalmente democrático. La realidad de la vida del partido, en la que los personajes destacados pueden influir mucho más intensamente de lo que podrían hacerlo dentro de los límites de una Constitución democrática, de aquella actividad en que todavía alienta la llamada “disciplina del partido” - cuando en las relaciones entre los partidos, esto es, en la esfera parlamentaria de la formación de la voluntad no existe en modo alguno una disciplina análoga del Estado -, asigna, por regla general, al individuo un –campo muy exiguo de autodeterminación democrática.
[…]
La existencia de la democracia moderna depende de la cuestión de si el Parlamento es un instrumento útil para resolver las necesidades sociales de nuestra era. Aunque la democracia y el parlamentarismo no son idénticos, no cabe dudar en serio - puesto que la democracia directa no es posible en el Estado moderno - que el parlamentarismo es la única forma real en que puede plasmar la idea de la democracia dentro de la realidad social presente. Por ello, el fallo sobre el
parlamentarismo es, a la vez, el fallo sobre la democracia.
La llamada crisis del parlamentarismo ha sido suscitada, en gran parte, por una crítica que interpreta equivocadamente la esencia de esta forma política y que, por consiguiente, no comprende bien su valor. Pero ¿cuál es la esencia del parlamentarismo ? ¿Cuál es la esencia objetiva que no debe confundirse con la interpretación subjetiva que, por motivos conscientes o inconscientes, tratan de dar los partícipes o interesados en esta institución? El parlamentarismo significa:
“Formación de la voluntad decisiva del Estado mediante un órgano colegiado elegido por el pueblo en virtud de un derecho de sufragio general e igual, o sea democrático, obrando a base del principio de la mayoría.”
Una vez reconocido que la idea de la legalidad, no obstante conducir a restricciones de la democracia, debe ser mantenida para la realización de ésta, se hace necesario instar para ella todas las instituciones de control que puedan asegurar la legalidad de la función ejecutiva y que sólo pueden ser consideradas como incompatibles con la democracia por una demagogia miope. La primera de ellas es la jurisdicción contencioso administrativa, cuya competencia debe extenderse en el mismo grado y medida en que los actos administrativos sean accesibles a influencias ejercidas por el partidismo político. No sólo los actos administrativos individuales son susceptibles y necesitan de un control judicial, sino también las normas generales de los reglamentos, y especialmente las leyes, sin otra diferencia sino que el control de los primeros se refiere a su legalidad, y el de las segundas, a su constitucionalidad. Este control incumbe a la jurisdicción constitucional, cuya función es tanto más importante para la democracia cuanto que el mantenimiento de la Constitución dentro del proceso legislativo representa un interés eminente para la minoría, para cuya protección se han ideado los preceptos sobre quórum, mayoría cualificada, etc. Por esto si la minoría debe tener asegurada su existencia y eficacia políticas, tan valiosas para la esencia de la democracia, si no ha de estar expuesta a la arbitrariedad de la mayoría y si la Constitución no ha de ser una lex imperfecta, o sin sanción, debe concederse a aquélla la posibilidad de apelar directa o indirectamente a un tribunal constitucional.
Sorprende que precisamente sea el ideal socialista aquel cuya realización exija la renuncia a los métodos de la democracia, puesto que el socialismo desde Marx y Engels parte del supuesto fundamental, no sólo para su teoría política, sino también económica, de que el proletariado explotado y empobrecido constituye la inmensa mayoría de la población, y que este proletariado sólo necesita adquirir conciencia de su situación de clase para organizarse en el partido socialista y entablar la lucha de clases contra una minoría exigua. El socialismo, pues, había de reclamar la democracia, por creerse seguro de un gobierno cuya posesión le garantizaba la mayoría. Pero ya el surgimiento de democracias burguesas en la primera mitad del siglo XIX, y, más todavía, su consolidación, así como los progresos posteriores del desenvolvimiento democrático, desmintieron las esperanzas del socialismo. ¿Por qué no se convierte la democracia meramente política en otra también económica, es decir, por qué gobierna un grupo burgués-capitalista y no proletario-comunista, si el proletariado, formado en la mentalidad socialista, reúne la mayoría, y el sufragio de la mayoría le asegura el predominio en el Parlamento? Naturalmente esta pregunta sólo se refiere a los casos en que impera la genuina democracia y está asegurada la generalidad e igualdad de los derechos políticos, como ocurre en las grandes democracias de la Europa occidental y América. De seguro no bastan para dar respuesta ni las impurezas de los sistemas electorales, ni la división en circunscripciones, ni los obstáculos para el ejercicio del sufragio opuestos a ciertas categorías de electores, etc., como tampoco el influjo poderoso de la Prensa capitalista. Si la democracia civil se detiene en el estadio de la mera igualdad política, sin que ésta conduzca a una «igualdad » económica, la razón de ello está - como demuestra la experiencia de las revoluciones más recientes, especialmente la rusa - en que el proletariado interesado en la igualdad económica y la consiguiente estatizacíón o socialización de la producción, en contra de lo que afirma el socialismo desde hace varios decenios, lejos de constituir, al menos hasta ahora, la inmensa mayoría del pueblo, sólo forma una débil minoría. Éste es el motivo para el cambio de principios en el método político aceptado por una parte del socialismo, al reemplazar la democracia, que Marx y Engels consideraban todavía compatible con la dictadura del proletariado, por la forma propiamente dictatorial: por una dictadura que se presenta como absolutismo de un dogma político y de un régimen partidista personificador de aquel dogma. Así ocurre que la extrema izquierda del partido proletario abandona el ideal democrático creyendo que el proletariado no puede conquistar el poder dentro de esta forma, al menos en plazo previsible, mientras que la extrema derecha de los partidos burgueses hace lo mismo, pensando que la burguesía no podrá defender el poder político, siquiera por mucho tiempo, dentro de la democracia.
En el oscuro horizonte de nuestro tiempo, asoma el rojo resplandor de un astro nuevo: la dictadura de partido, dictadura socialista del proletariado, o dictadura nacionalista de la burguesía; tales son las dos nuevas formas de la autocracia.
La democracia moderna descansa, puede decirse, sobre los partidos políticos, cuya significación crece con el fortalecimiento progresivo del principio democrático. Dada esta realidad, son explicables las tendencias -si bien hasta ahora no muy vigorosas- a insertar los partidos políticos en la Constitución, conformándolos jurídicamente con lo que de hecho son ya hace tiempo: órganos para la formación de la voluntad estatal. Esto constituiría solamente un fenómeno parcial de aquel proceso que se ha denominado de “racionalízación del poder”, y que va aparejado con la democratización del Estado moderno. De todos modos, no son pocos los obstáculos que se oponen a esta racionalización en general y a la consagración de los partidos políticos como órganos constitucionales del Estado en especial. No hace mucho tiempo todavía las legislaciones desconocían oficialmente la existencia de los partidos políticos, adoptando frente a ellos una actitud abiertamente negativa, y aun hoy no se tiene plena conciencia de que la hostilidad de las antiguas monarquías centroeuropeas contra los partidos, y la contraposición esencial establecida por la ideología de la monarquía constitucional, sobre todo entre los partidos políticos y el Estado, no era sino una enemistad mal disimulada contra la democracia. Es patente que el individuo aislado carece por completo de existencia política positiva por no poder ejercer ninguna influencia efectiva en la formación de la voluntad del Estado, y que, por consiguiente, la democracia sólo es posible cuando los individuos, a fin de lograr una actuación sobre la voluntad colectiva, se reúnen en organizaciones definidas por diversos fines políticos; de tal manera que entre el individuo y el Estado se interpongan aquellas colectividades que agrupan en forma de partidos políticos las voluntades políticas coincidentes de los individuos. Así no puede dudarse que el descrédito de los partidos políticos por parte de la teoría y la doctrina del derecho político de la monarquía constitucional encubría un ataque contra la realización de la democracia. Sólo por ofuscación o dolo puede sostenerse la posibilidad de la democracia sin partidos políticos. La democracia, necesaria e inevitablemente, requiere un Estado de partidos.
Ésta es la mera comprobación de una realidad que, estando demostrada por el desarrollo de todas las democracias históricas, refuta una tesis, todavía muy extendida, según la cual la naturaleza de los partidos políticos es incompatible con la naturaleza del Estado, y éste, con arreglo a ella, no puede alzarse sobre grupos sociales, como son los partidos políticos. La realidad política demuestra lo contrario. Lo que se pretende denominar “naturaleza” o “esencia” del Estado es, en verdad, con gran frecuencia un determinado ideal, y en este caso, un ideal antidemocrático.
[…]
La actitud adversa a la constitución de los partidos, y hostil, en el fondo, a la democracia, sirve, consciente o inconscientemente, a fuerzas políticas que tienden a la hegemonía de un solo grupo de intereses, que en la misma medida en que se niega a tomar en cuenta otro interés ajeno, procura disfrazarse ideológicamente como interés colectivo «orgánico», «verdadero» y «comprensivo». Toda vez que la democracia como Estado de partidos insiste en deducir la voluntad colectiva de la voluntad de los partidos, puede prescindir de la ficción de una voluntad colectiva «orgánica» y «suprapartidista». Un avance incontable conduce en todas las democracias a la división del pueblo en partidos políticos, o, mejor dicho, ya que preliminarmente no existía el «pueblo» como potencia política, el desarrollo democrático induce a la masa de individuos aislados a organizarse en partidos políticos, y con ello despierta originariamente las fuerzas sociales que con alguna razón pueden designarse con el nombre de «pueblo». Si las Constituciones de las repúblicas democráticas - que en éste como en tantos puntos se hallan todavía bajo el influjo de la ideología de las monarquías constitucionales - niegan el reconocimiento jurídico a los partidos políticos, no es desde luego con la intención que perseguían aquéllas, o sea la obstrucción a la democracia, sino por ceguera ante la realidad.
La inserción constitucional de los partidos políticos crea también la posibilidad de democratizar la formación de la voluntad colectiva dentro de su esfera. Esto es tanto más necesario cuanto que puede suponerse que es precisamente la estructura amorfa de este ámbito lo que da lugar al carácter señaladamente aristocrático-autocrático que tienen los procesos deformación de la voluntad colectiva dentro del mismo, aun en partidos de programa radicalmente democrático. La realidad de la vida del partido, en la que los personajes destacados pueden influir mucho más intensamente de lo que podrían hacerlo dentro de los límites de una Constitución democrática, de aquella actividad en que todavía alienta la llamada “disciplina del partido” - cuando en las relaciones entre los partidos, esto es, en la esfera parlamentaria de la formación de la voluntad no existe en modo alguno una disciplina análoga del Estado -, asigna, por regla general, al individuo un –campo muy exiguo de autodeterminación democrática.
[…]
La existencia de la democracia moderna depende de la cuestión de si el Parlamento es un instrumento útil para resolver las necesidades sociales de nuestra era. Aunque la democracia y el parlamentarismo no son idénticos, no cabe dudar en serio - puesto que la democracia directa no es posible en el Estado moderno - que el parlamentarismo es la única forma real en que puede plasmar la idea de la democracia dentro de la realidad social presente. Por ello, el fallo sobre el
parlamentarismo es, a la vez, el fallo sobre la democracia.
La llamada crisis del parlamentarismo ha sido suscitada, en gran parte, por una crítica que interpreta equivocadamente la esencia de esta forma política y que, por consiguiente, no comprende bien su valor. Pero ¿cuál es la esencia del parlamentarismo ? ¿Cuál es la esencia objetiva que no debe confundirse con la interpretación subjetiva que, por motivos conscientes o inconscientes, tratan de dar los partícipes o interesados en esta institución? El parlamentarismo significa:
“Formación de la voluntad decisiva del Estado mediante un órgano colegiado elegido por el pueblo en virtud de un derecho de sufragio general e igual, o sea democrático, obrando a base del principio de la mayoría.”
Una vez reconocido que la idea de la legalidad, no obstante conducir a restricciones de la democracia, debe ser mantenida para la realización de ésta, se hace necesario instar para ella todas las instituciones de control que puedan asegurar la legalidad de la función ejecutiva y que sólo pueden ser consideradas como incompatibles con la democracia por una demagogia miope. La primera de ellas es la jurisdicción contencioso administrativa, cuya competencia debe extenderse en el mismo grado y medida en que los actos administrativos sean accesibles a influencias ejercidas por el partidismo político. No sólo los actos administrativos individuales son susceptibles y necesitan de un control judicial, sino también las normas generales de los reglamentos, y especialmente las leyes, sin otra diferencia sino que el control de los primeros se refiere a su legalidad, y el de las segundas, a su constitucionalidad. Este control incumbe a la jurisdicción constitucional, cuya función es tanto más importante para la democracia cuanto que el mantenimiento de la Constitución dentro del proceso legislativo representa un interés eminente para la minoría, para cuya protección se han ideado los preceptos sobre quórum, mayoría cualificada, etc. Por esto si la minoría debe tener asegurada su existencia y eficacia políticas, tan valiosas para la esencia de la democracia, si no ha de estar expuesta a la arbitrariedad de la mayoría y si la Constitución no ha de ser una lex imperfecta, o sin sanción, debe concederse a aquélla la posibilidad de apelar directa o indirectamente a un tribunal constitucional.
Sorprende que precisamente sea el ideal socialista aquel cuya realización exija la renuncia a los métodos de la democracia, puesto que el socialismo desde Marx y Engels parte del supuesto fundamental, no sólo para su teoría política, sino también económica, de que el proletariado explotado y empobrecido constituye la inmensa mayoría de la población, y que este proletariado sólo necesita adquirir conciencia de su situación de clase para organizarse en el partido socialista y entablar la lucha de clases contra una minoría exigua. El socialismo, pues, había de reclamar la democracia, por creerse seguro de un gobierno cuya posesión le garantizaba la mayoría. Pero ya el surgimiento de democracias burguesas en la primera mitad del siglo XIX, y, más todavía, su consolidación, así como los progresos posteriores del desenvolvimiento democrático, desmintieron las esperanzas del socialismo. ¿Por qué no se convierte la democracia meramente política en otra también económica, es decir, por qué gobierna un grupo burgués-capitalista y no proletario-comunista, si el proletariado, formado en la mentalidad socialista, reúne la mayoría, y el sufragio de la mayoría le asegura el predominio en el Parlamento? Naturalmente esta pregunta sólo se refiere a los casos en que impera la genuina democracia y está asegurada la generalidad e igualdad de los derechos políticos, como ocurre en las grandes democracias de la Europa occidental y América. De seguro no bastan para dar respuesta ni las impurezas de los sistemas electorales, ni la división en circunscripciones, ni los obstáculos para el ejercicio del sufragio opuestos a ciertas categorías de electores, etc., como tampoco el influjo poderoso de la Prensa capitalista. Si la democracia civil se detiene en el estadio de la mera igualdad política, sin que ésta conduzca a una «igualdad » económica, la razón de ello está - como demuestra la experiencia de las revoluciones más recientes, especialmente la rusa - en que el proletariado interesado en la igualdad económica y la consiguiente estatizacíón o socialización de la producción, en contra de lo que afirma el socialismo desde hace varios decenios, lejos de constituir, al menos hasta ahora, la inmensa mayoría del pueblo, sólo forma una débil minoría. Éste es el motivo para el cambio de principios en el método político aceptado por una parte del socialismo, al reemplazar la democracia, que Marx y Engels consideraban todavía compatible con la dictadura del proletariado, por la forma propiamente dictatorial: por una dictadura que se presenta como absolutismo de un dogma político y de un régimen partidista personificador de aquel dogma. Así ocurre que la extrema izquierda del partido proletario abandona el ideal democrático creyendo que el proletariado no puede conquistar el poder dentro de esta forma, al menos en plazo previsible, mientras que la extrema derecha de los partidos burgueses hace lo mismo, pensando que la burguesía no podrá defender el poder político, siquiera por mucho tiempo, dentro de la democracia.
En el oscuro horizonte de nuestro tiempo, asoma el rojo resplandor de un astro nuevo: la dictadura de partido, dictadura socialista del proletariado, o dictadura nacionalista de la burguesía; tales son las dos nuevas formas de la autocracia.
Traducción y preparación: Rafael Luengo Tapia y Luis Legaz y Lacambra.
Ediciones Guadarrama, 1977.
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1 Comment:
Esto realmente resuelto mi problema, gracias!
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