Manin: "Carl Schmitt: ¿el "mejor enemigo del liberalismo"?

lunes, 2 de febrero de 2009

Carl Schmitt
¿el “mejor enemigo del liberalismo”?1


BERNARD MANIN 2


“Sobre Carl Schmitt, el ‘mejor enemigo’ del liberalismo”: tal es el título que Jean Leca da a uno de los capítulos anunciados de su obra ¿Por (qué) la filosofía política? Ese título llama la atención no sólo por lo afortunado de su brillante formulación. También nos remite a un problema de fondo que merece un examen detenido.

Puede argumentarse, en efecto, que los demócratas liberales se beneficiarían si tomaran en serio las críticas que Schmitt dirige hacia el liberalismo, ya fuera para refutarlas o para mostrar que no conducen a las conclusiones que el jurista alemán extrae de ellas. Según esta perspectiva, Schmitt podría ser visto como un analista penetrante del liberalismo, capaz de diagnosticar con agudeza sus fallas y sus puntos débiles, aun cuando, por otra parte, sus prescripciones positivas no fueran aceptables. Así, podría pensarse que, por sólo tomar algunos ejemplos, Schmitt toca una fibra sensible cuando subraya la incomodidad del pensamiento liberal frente a aquellas decisiones que no se deducen de normas anteriores, en particular durante situaciones políticas de excepción o, incluso, cuando pone de relieve la dificultad que supone proponer una teoría contractual de los límites y de las fronteras de las unidades políticas.

Pero también hay razones para poner en duda la perspicacia de Schmitt. La hostilidad no siempre mejora el discernimiento. Con frecuencia puede suceder precisamente lo contrario: que engendre una representación estereotipada del enemigo, toda hecha de prejuicios y caricaturas.

Sin pretender aportar una respuesta global a la pregunta de si Schmitt debe ser considerado, en definitiva, como el mejor enemigo del liberalismo, y sin abordar tampoco los aspectos de su embestida, dirigida en varios frentes, contra el pensamiento liberal, quisiera mostrar que en su análisis crítico del liberalismo, Schmitt falla en su objetivo en dos lugares esenciales: la concepción de la naturaleza humana que imputa a los liberales y los vínculos entre las instituciones liberales y el poder de acción del Estado.

¿ES EL HOMBRE BUENO CON SUS SEMEJANTES?

En La notion de politique (El concepto de lo político), al considerar los fundamentos antropológicos de las teorías políticas, Schmitt establece una distinción entre las doctrinas políticas según si “plantean la hipótesis de un hombre ‘bueno por naturaleza’ o ‘malo por naturaleza’”, o según la manera en la que respondan al interrogante de si el hombre es “un ser ‘peligroso’ o inocuo, si constituye un riesgo o si es enteramente inofensivo” (Schmitt, 1972, p. 103). Después, Schmitt clasifica al liberalismo dentro de aquellas doctrinas políticas que suponen naturalmente bueno al hombre. Y arguye que el proyecto liberal de proteger a los individuos contra el poder del Estado proviene de la idea de que los seres humanos tienen la capacidad de cooperar armónicamente entre sí y de formar una sociedad sin sumisión a un poder común.

Ese razonamiento es ciertamente reduccionista, tanto en lo que respecta a la definición del liberalismo, como en lo tocante a la distinción entre teorías del hombre bueno y teorías del hombre malo, y el propio Schmitt reconoce el carácter simplista de dicha distinción. Sin embargo, aun si se acepta seguirlo en este terreno y razonar en términos esquemáticos, cabe considerar una observación en la que una de las figuras centrales del liberalismo, Madison, se refiere a grandes rasgos a las instituciones liberales y a la naturaleza humana. En uno de sus escritos más célebres, donde argumenta a favor de un gobierno organizado según un sistema de frenos y contrapesos, Madison afirma:

La ambición debe ponerse en juego para contrarrestar a la ambición […] Quizás puede reprochársele a la naturaleza del hombre el que sea necesario todo esto para reprimir los abusos del gobierno. ¿Pero qué es el gobierno sino el mayor de los reproches a la naturaleza humana? Si los hombres fueran ángeles, el gobierno no sería necesario. Si los ángeles gobernaran a los hombres, saldrían sobrando lo mismo las contralorías externas que las internas del gobierno. Al organizar un gobierno que ha de ser administrado por hombres y para los hombres, la gran dificultad estriba en esto: primeramente hay que capacitar al gobierno para mandar sobre los gobernados; y luego obligarlo a que se regule a sí mismo (Hamilton, Madison y Jay, 1961, p. 322).

Esta afirmación no constituye un caso aislado. Por el contrario: en una buena cantidad de sus escritos y discursos, Madison vuelve con insistencia al tema de la propensión natural de los hombres a oprimirse unos a otros, encendidos por pasiones más o menos frívolas e incitados, sobre todo, por esas dos causas esenciales de conflicto que son la desigualdad de riquezas y la divergencia de opiniones, en particular de opiniones sobre religión. No basta decir que Madison está muy lejos de presentar una imagen idealizada de la naturaleza humana. De hecho es sobrecogedor el realismo desencantado que recorre su análisis, el cual hace todavía más sorprendente el tono mesurado con el que los enuncia.(3)

Su análisis de la propensión de los hombres a ser injustos los unos hacia los otros es el fundamento de sus dos prescripciones concretas más importantes: por un lado, hace falta multiplicar los intereses y fragmentar las facciones para impedir que algún grupo, movido por el deseo común de oprimir a otros hombres, pueda por sí solo formar una mayoría y conducir el gobierno;(4) por otro lado, hace falta establecer un sistema de pesos y contrapesos entre las autoridades públicas para impedir que algún órgano de gobierno abuse de su poder, como estaría inclinado a hacerlo de no oponérsele resistencia. Sobre este último punto hay que mencionar que Madison retoma y desarrolla una idea de Montesquieu: “es una experiencia eterna que todo hombre investido de autoridad abusa de ella […] Para que no se abuse del poder, es necesario que le ponga límites la naturaleza misma de las cosas” (Del espíritu de las leyes, libro XI, capítulo IV). Como Madison, Montesquieu parte de una concepción desencantada sobre los hombres: la inevitable propensión de quienes detentan el poder a abusar de él. Montesquieu apunta también, de manera más general, que la “mayor parte de los pueblos” están sometidos al despotismo, régimen de violencia y devastación. La razón, dice, es la mayor facilidad con la que puede establecerse un gobierno despótico en comparación con un gobierno moderado.

“[P]ara fundar un gobierno moderado es preciso combinar las fuerzas, ordenarlas, temperarlas, ponerlas en acción; darles, por así decirlo, un contrapeso, un lastre que las equilibre para ponerlas en estado de resistir unas a otras. Es una obra maestra de legislación que el azar produce rara vez, y que rara vez dirige la prudencia” (Ibid., libro V, capítulo XIV).

En otros términos, sin la intervención del arte, el curso de las cosas humanas tiende ordinariamente hacia la opresión y la miseria, no hacia la cooperación armónica y benéfica.

Como se ve, el pensamiento de Madison (como el de Montesquieu) desmiente flagrantemente la tesis de Schmitt sobre el liberalismo como doctrina política de la bondad del hombre. Tenemos entonces que un protagonista principal de la tradición liberal, el principal arquitecto de la constitución estadunidense por añadidura, coloca las flaquezas de la naturaleza humana en el centro del su doctrina política. Es tentadora la posibilidad de salvar la tesis de Schmitt aduciendo que, en Madison, los hombres tienen al menos la capacidad de crear los dispositivos (como la multiplicación de las facciones o los frenos y contrapesos) que les permitan limitar y domesticar los efectos de sus pasiones destructivas, a falta de suprimir su causa, ya que ésta se encuentra en la naturaleza humana.

Sin duda, hay en Madison una confianza en la capacidad de los hombres para diseñar por sí mismos el remedio a sus flaquezas. Pero la concepción madisoniana no supone que quienes inventen y pongan en marcha dichos remedios deban estar libres de defectos, sean éstos morales o cognitivas. Los remedios pueden llevar la huella de la finitud de sus creadores y ser a cada momento, de improviso, imperfectas; basta que sean revisables. Otros hombres, las generaciones futuras en particular, tendrán después la posibilidad, y de nuevo la capacidad, de inventar nuevos remedios a las insuficiencias de los remedios de sus predecesores en un proceso abierto e infinito. Por otra parte, los argumentos que invocaban la falibilidad de los constituyentes desempeñaron un papel central en los debates de la Convención de Filadelfia sobre la cláusula de revisión de la constitución (artículo V).(5) Tal concepción es compatible con la idea de progreso de las instituciones (aunque no la implique necesariamente), si se supone, por otra parte, el carácter acumulativo del saber adquirido por la experiencia en el curso de ese proceso (como también lo hace Madison). En ese caso, hay que subrayarlo, el progreso concierne a las instituciones, no a la naturaleza humana, la cual puede, por completo, permanecer constante.

Comoquiera que sea, la concepción de Madison escapa a la dicotomía schmittiana, sea cual fuere la simplificación que se esté dispuesto a aceptar. El argumento valdría también para la concepción de Montesquieu. El dualismo de las doctrinas del hombre bueno y el hombre corrupto no logra aprehender los pensamientos del hombre que falla pero que a la vez es capaz de inventar remedios a sus defectos. Es sorprendente que Schmitt descarte así, sin decirlo, ideas tan claramente importantes para la tradición liberal.

Schmitt no desconocía la obra de Madison —sería poco creíble afirmar lo contrario—, y sin duda había leído a Montesquieu, a quien cita frecuentemente de manera precisa. Acaso haya que pensar que decidió ignorar, con toda deliberación, una faceta entera de la tradición liberal para facilitar así su embestida contra el liberalismo. Hecho eso, en efecto, no tuvo a continuación más que desmontar la ingenuidad de un liberalismo reducido a una doctrina del hombre bueno y amable con sus semejantes. Esta simplificación, operada por decreto perentorio y arbitrario, pondría de relieve una suerte de decisionismo metodológico. Pero tampoco es posible descartar la posibilidad de que su imagen incompleta de liberalismo proviniera de una auténtica incomprensión. Ya fuera voluntaria o no, esta representación simplificadora del liberalismo revela en cualquier caso una ceguera frente a ciertos elementos importantes de la tradición liberal. Y esa ceguera se vuelve en contra de la intención polémica. Si el objetivo era golpear al liberalismo en su centro, el golpe no dio en el blanco.

¿IMPOTENCIA DEL ESTADO?

La manera en la que Schmitt caracteriza al liberalismo no sólo es defectuosa en el orden teórico de sus concepciones del hombre. También es ciega frente a los hechos y los fenómenos importantes para el destino histórico del liberalismo y de las instituciones ligadas a él. Así, existen ciertos vínculos que pueden unir la limitación del poder y el desarrollo de la capacidad de acción del Estado.(6)

La polaridad que va de la afirmación a la limitación del poder del Estado organiza el pensamiento político de Schmitt. Para el jurista alemán, el liberalismo es, sobre todo, una teoría y una práctica de la limitación del poder del Estado, aun cuando se combine siempre en los hechos con una forma de Estado (o de gobierno) específica —principalmente la democracia o la monarquía—, precisamente porque no contiene en sí mismo un principio determinado de identificación de la fuente del poder (Schmitt, 1993). No hay, dice Schmitt, “más que una crítica liberal de la política”, enfocada en “la lucha contra el poder del Estado” y que provee “una serie de métodos dirigidos a frenar y controlar este poder del Estado” (Schmitt, 1972; 1993, p. 264).

Ciertamente, todos los liberales se adhieren sin duda al principio de que el poder del Estado debe limitarse. Pero Schmitt eleva la oposición entre la limitación y la afirmación del poder del Estado a la altura de un principio casi metafísico.

La experiencia histórica muestra, sin embargo, que el poder del Estado y su limitación no evolucionan necesariamente en proporción inversa. De hecho, la limitación puede también acrecentar la capacidad de acción del Estado. Un ejemplo de la relación positiva entre el poder y su limitación puede encontrarse en la historia de la monarquía inglesa. Es inútil extenderse demasiado en la importancia que ese caso tuvo para la historia del liberalismo. Desde la Edad Media, la monarquía inglesa estuvo obligada en mucha mayor medida que las monarquías continentales, en particular la francesa, a obtener el consentimiento de los barones y de las corporaciones del reino para recolectar los impuestos. Ahí radica uno de los orígenes de la importancia del papel del Parlamento en Inglaterra. El Parlamento limitaba a la Corona inglesa en su poder de recolectar los impuestos. Por razones que aquí pueden dejarse de lado, la Corona francesa no estuvo sometida a una limitación análoga, o encontró los medios para escapar de ella, como lo atestigua, por ejemplo, el largo intervalo de tiempo que transcurrió entre la convocatoria a los Estados generales de 1614 y la de 1789. Y la paradoja es que, a principios del siglo XVIII, el peso de los impuestos recae con mayor fuerza en Inglaterra que en Francia: ahí el sistema fiscal extrae un porcentaje más elevado de ingresos por habitante que del otro lado de la Mancha (Levi, 1988, capítulos 5 y 6).(7)

Se han propuesto varias explicaciones de este fenómeno a la vez notable y complejo. Sin entrar en los detalles, retengamos, sin embargo, algunos elementos. Puede argumentarse que los contribuyentes están dispuestos a pagar sus impuestos si confían en la manera en que éstos serán utilizados. El monarca que busca establecer impuestos promete siempre que los fondos se utilizarán para financiar bienes públicos (la seguridad y la defensa del reino, por ejemplo) y no sus proyectos personales. Pero la promesa del monarca no es, sin más, creíble. Precisamente, la existencia de un Parlamento permite a los contribuyentes verificar que el monarca se apegue a sus compromisos. También puede pensarse que cada contribuyente, o cada grupo de contribuyentes, está en mayor medida dispuesto a pagar los impuestos destinados a los servicios colectivos si está seguro de que los otros contribuyentes harán lo mismo (en ausencia de esa garantía cada uno de ellos está tentado a comportarse como free rider). Y el hecho de que los líderes de dichos grupos se reúnan en el seno del Parlamento le permite a cada uno de éstos asegurarse de que los otros cooperen.

Hay que apuntar que, si en este caso la existencia del Parlamento tiene como efecto el de acrecentar la capacidad de la Corona para cobrar los impuestos, no es posible concluir por ello que el consentimiento otorgado por los contribuyentes al cobro de los impuestos sea una mistificación que sirve en realidad a los intereses del monarca. Sin duda el monarca gana, pero también lo hacen los propios contribuyentes o sus representantes, puesto que se abre para ellos la posibilidad de controlar efectivamente el uso de los fondos. Dicho en términos simples, la institución tiene un efecto doble y así puede satisfacer diversos intereses a la vez; además, armoniza con una exigencia normativa o un principio de legitimidad: la idea de que los hombres no deben estar sometidos más que a lo que ellos mismos han consentido previamente. Sin lugar a dudas, esta combinación de dimensiones múltiples no es ajena al éxito histórico de la institución parlamentaria ni a su robustez.

La existencia de una relación positiva entre la limitación del poder del Estado y su efectividad puede establecerse por otra vía: la crítica al gobierno y la discusión libre de las medidas que deben tomarse en un momento determinado. Schmitt no deja de oponer la deliberación sin fin de la burguesía —clase discutidora— a las exigencias de la decisión política que necesita saber alcanzar alguna resolución, hacerse de enemigos y confrontarlos. La pereza de los partidarios de la discusión, que oscila siempre entre el moralismo sentimental y el sentido de los negocios, sería también un obstáculo para la verdadera acción política. Si se hace abstracción de la retórica y, en particular, del pathos de la virilidad que recorre las páginas donde Schmitt desarrolla esta temática, tal vez haya en ellas una tesis que merece cierta consideración. Podría ser que la discusión y la crítica minaran la capacidad de acción del poder político. Elevada a la altura de una ley, sin embargo, esta tesis oscurece otra posibilidad: que la crítica y la discusión refuercen la capacidad de acción de las autoridades públicas en la medida en que hacen emerger cierta información sobre la sociedad que de otra manera no estaría disponible. Esta otra relación entre la discusión y la acción del poder público no es sólo una posibilidad lógica; en algunos casos ha sido probada empíricamente.

Así, por ejemplo, se ha destacado el hecho notable de que ninguna gran hambruna ha tenido lugar en países independientes y democráticos, y que una de las causas principales reside en las propiedades informativas de un sistema que cuenta con una prensa libre y con elecciones concurrentes (Drèze y Sen,1989).(8) El dato principal no es, en este caso, que los dictadores o los regímenes autoritarios sean indiferentes ante el advenimiento de una gran hambruna. Aun cuando deseen evitarla, el sistema institucional del que disponen no les proveerá la información adecuada para hacerlo. Ello se debe, para decirlo esquemáticamente, al mecanismo específico de la hambruna, que puede afectar sectores limitados del territorio, aun cuando la cantidad global de víveres en el mercado sea todavía suficiente para cubrir las necesidades básicas de la población. En los sistemas autoritarios, los servicios del gobierno no tienen incentivos para transmitir información potencialmente dañina tanto para ellos mismos como para sus superiores. De esta manera, la información crítica se ve retenida en el momento en que todavía sería posible una acción preventiva poco costosa. Por el contrario, una prensa libre, en particular una prensa local libre, y representantes expuestos a la concurrencia de otros candidatos tienen incentivos para hacer públicos los hechos inquietantes, haciendo posible una acción pública eficaz.

La acción pública de prevención de la hambruna presenta una dimensión particular, pero hace intervenir un fenómeno de alcance más general. La información sobre la sociedad no se encuentra disponible de manera espontánea. No basta a los gobernantes con desearla para contar con ella. Frente a ese hecho, el llamado a las virtudes de la pura voluntad es más bien una receta para la impotencia. Si la información no está disponible o es inadecuada, la decisión política podrá ser todo lo firme que se quiera, pero no dará en el blanco.

Ya J.S. Mill hacía notar que una de las cualidades fundamentales del gobierno representativo era la de producir información sobre la sociedad superior a la que generarían los sistemas autoritarios (Mill, 1972, pp. 202-218). Una asamblea representativa, según él, cumple con una función de primera importancia en tanto que constituye un “comité de dolencias de la nación” (Mill, 1972, p. 239). En Mill, este argumento no proviene de una compasión paternalista. A la inversa, su pensamiento está organizado por entero a partir del principio según el cual el gobierno representativo desarrolla en los individuos cualidades de energía e independencia toda vez que los alienta a defender por sí mismos sus derechos y sus intereses. Pero al incitar a los individuos a llevar a la plaza pública las situaciones perjudiciales de las que son víctimas —bajo la perspectiva de que así pueden contribuir a corregirlas—, las instituciones representativas producen cierta información social con la que un régimen autoritario no podría contar.

Por otra parte, no ver en la discusión, como lo hace Schmitt, más que un proceso en el que los individuos y los partidos buscan el acuerdo, dispensándolos así de la necesidad de resolver en algún sentido, manifiesta una ceguera frente a otra dimensión, al menos posible, de la discusión. De no haber ignorado a Mill, Schmitt habría encontrado en él una concepción de la discusión que pone el acento en este otro componente. Para Mill, la discusión no es un procedimiento abstracto de deliberación, sino una confrontación de ideas y proposiciones, una puesta a prueba que resulta de la exposición de cada uno a las objeciones de los demás. Al final de ese proceso contradictorio, una idea consigue indudablemente cierto respaldo, puesto que ha sobrevivido mejor que otras al examen. Pero la virtud principal de la discusión no reside, para Mill, en el hecho de que ésta consiga el acuerdo; su mérito principal estriba en que la discusión representa la mejor respuesta conocida a las flaquezas humanas. No hay mejor manera de determinar el valor de una idea que someterla a posibles objeciones. Ningún espíritu humano es capaz de anticipar todas las objeciones a las que puede enfrentarse una proposición; el método más apropiado es el de someter cada cual a la crítica del otro, que ha sido iluminado por la experiencia (Mill, 1972, pp. 78-114, 228-241).

Aunque esta concepción de la discusión puede ser controvertida, en cualquier caso no es vulnerable a la crítica de Schmitt. Dicha concepción no excluye la posibilidad de que el proceso de confrontación se detenga en cierto punto para dar paso a las urgencias de la acción, antes de que haya sido obtenido un acuerdo general. Mill subraya, además, la importancia de la regla de la mayoría en la asamblea de deliberación. En algún momento, la mayoría puede resolver en algún sentido, y debe hacerlo sin duda. La concepción falibilista de la deliberación sólo comporta dos consecuencias. Por un parte, existe un muy amplio margen de probabilidad de que las decisiones que se toman después de la discusión sean superiores a las decisiones tomadas sin discusión anterior (considerados todos los criterios de evaluación). Por otra parte, una vez tomadas, las decisiones deben permanecer abiertas a la crítica y, en la medida de lo posible, revisables en función de las objeciones y las experiencias que pudieran presentarse. Es necesario resaltar que lo que podría llamarse la norma de revisibilidad de las decisiones tiene la ventaja de que su aplicación puede ser graduable. Pueden establecerse condiciones más o menos estrictas, o retrasos más o menos largos, a la revisión de una decisión determinada, según su naturaleza y la rigidez que se le desee conferir.

Cuando las exigencias temporales de la acción se concilian así con la discusión, la acción se ve reforzada, de hecho, por un examen que la precede sin obstaculizarla. En este caso, como en el anterior, lo que en cierto sentido es una limitación, aumenta por otra parte el poder de la decisión. No se ve cómo puede sostenerse que una decisión tendría mayores posibilidades de alcanzar su objetivo si no tomara en consideración las objeciones. Indudablemente, la discusión no asume necesariamente la forma de una exposición de objeciones. Tampoco el Parlamento conduce inevitablemente a aumentar los recursos estatales ni la crítica libre mejora siempre la información de los poderes públicos. Para producir esos resultados, las instituciones deben estar diseñadas de cierta manera. En esto el ingenio es indispensable. Pero tanto la experiencia histórica como la lógica muestran que estos resultados son, cuando menos, posibles.

Y Schmitt decide ignorar la versión del liberalismo que preconiza la búsqueda de estos resultados y que en ocasiones los alcanza. Schmitt se rehúsa a confrontar a un liberalismo que echa mano de la inventiva humana para descubrir los arreglos que producen los resultados deseados a partir de los hombres tal cual son, en un proceso que, al ser sus creadores falibles, permanece siempre abierto. Schmitt elude así a su enemigo más poderoso, tanto en la teoría como en la historia.

Nadie puede dudar que el liberalismo tenga debilidades. Pero éstas no están donde Schmitt las ve.


Notas:
1 Por publicarse en P. Havre (ed.), Hommage à Jean Leca, París, Presses de Sciences-Po, junio de 2003.
2 El autor es profesor e investigador del Institut d’Études Politiques de París y de la New York University. Traducción del francés de Juan Espíndola Mata.
3 Algunos trabajos recientes subrayan la importancia del elemento calvinista —con su insistencia en los vicios de una naturaleza humana caída— en el pensamiento de Madison. Véanse en particular Matthews (1995) y Sheldon (2001).
4 Es la idea propuesta por Hamilton en ese clásico del pensamiento liberal que es El Federalista, número X. Véase Hamilton, Madison y Jay (1961, pp. ¿¿??).
5 “La imperfección humana no puede producir obras perfectas” (Hamilton, Madison y Jay, 1961, p. 376), escribe por ejemplo Hamilton en El Federalista, número LXXXV. El lugar central que ocupa el argumento falibilista en los debates sobre la cláusula de revisión de la constitución estadunidense han sido señalados en una tesis de doctorado aún no publicada (Schwartzberg, 2002).
6 Stephen Holmes (1988, 1993, 1995) ha señalado repetidamente la importancia de tales fenómenos.
7 Los cálculos y las estimaciones a las que se refiere Levi no han sido revisados recientemente (datan de1976). Aun así, revelan una incidencia fiscal de dos a tres veces más elevada en Inglaterra que en Francia en el transcurso de todo el siglo XVIII. Acaso algunos cálculos más recientes han corregido las viejas cifras, pero el fenómeno en sí (el peso más grande de los impuestos en Inglaterra) no ha sido puesto en tela de duda, según creo. Y en cualquier caso no había escapado a observadores contemporáneos como Montesquieu, quien ya se refería a “los impuestos excesivos recolectados en Inglaterra” (Del espírtu de las leyes, libro XIX, capítulo XXVII).
8 Sen ha retomado, en trabajos posteriores, los resultados de este primer estudio. Véase una de sus formulaciones más recientes en Sen (1999, capítulos 6 y 7).

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Drèze, J. y A. Sen (1989), Hunger and Public Action, Oxford, Clarendon Press.
Hamilton, Alexander, James Madison y John Jay (1961), The Federalist Papers, C. Rossiter (ed.), Nueva York, Penguin, trad. de Gustavo R. Velasco, en español: El federalista [versión de 2000], México, Fondo de Cultura Económica.
Holmes, Stephen (1995), Passions and Constraint, Chicago, University of Chicago Press.
——— (1993), The Anatomy of Antiliberalism, Cambridge, Mass., Harvard Uni- versity Press.
——— (1988), “Precommitment and the Paradox of Democracy”, en J. Elster y R. Slagstad (eds.), Constitutionalism and Democracy, Cambridge, Cam- bridge University Press.
Levi, Margaret (1988), Of Rule and Revenue, University of California Press.
Matthews, Richard K. (1995), If Men Were Angels: James Madison and the Heartless Empire of Reason, Lawrence, Kansas, University Press of Kansas.
Mill, John Stuart (1972), Utilitarianism, On Liberty, and Considerations on Representative Government, H.B. Acton (ed.), Londres, Dent & Sons.
Montesquieu (2000), Del espíritu de las leyes, trad. de Nicolás Estevánez, México, Porrúa.
Schmitt, Carl (1993), Théorie de la constitution, París, PUF.
——— (1972), La notion de politique, París, Calmann-Lévy.
Schwartzberg, M. (2002), Law, Legal Change and Entrenchment, tesis de doc- torado, Nueva York University.
Sen, A. (1999), Development as Freedom, Nueva York, A.A. Knopf.
Sheldon, G.W. (2001), The Political Philosophy of James Madison, Baltimore, Johns Hopkins University Press.

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