Sonia Fleury: "Ciudadanías, exclusión y democracia"

miércoles, 28 de enero de 2009

Sonia Fleury:

"Ciudadanías, exclusión y democracia"


El artículo trata sobre el proceso de desarrollo de América Latina, identificando un primer momento de desarrollo sin democracia y un segundo de democracia sin desarrollo. El derrumbe del pacto corporativo, en un contexto de economía globalizada, trae como consecuencia la convivencia de la democracia con un conjunto de paradojas que generan un permanente déficit de gobernabilidad. La profundización de la democracia en la región requiere de una nueva comprensión de la ciudadanía y un modelo de democracia deliberativa que permitan la inclusión social y el desarrollo.

Sonia Fleury es Doctora en Ciencia Política; docente e investigadora de la Escuela Brasileña de Administración Pública y de Empresas de la Fundación Getúlio Vargas; miembro del Consejo del Desarrollo Económico y Social de Brasil.

Artículo aparecido originalmente en: Nueva Sociedad 193, septiembre-octubre 2004, pp. 62-75.



Desarrollo sin democracia

El establecimiento de regímenes democráticos en países de América Latina coincidió con el desmantelamiento del Estado desarrollista y del pacto corporativo que lo había sustentado. El desarrollismo se constituyó en un proyecto de modernización para la región basado en la capacidad de planificación e inducción estatal de nuestra industrialización tardía, en ausencia de una clase hegemónica capaz de conducir ese proceso. Fruto de un pacto entre clases y facciones heterogéneas, no generó una ruptura con las clases dominantes tradicionales, lo que restableció su modo autoritario de ejercer el poder. Cimentado por la ideología nacionalista y por la contribución teórica de la economía cepalina, se compatibilizó con gobiernos autoritarios y democráticos, construyendo un imaginario social de progreso. Se trataba de un proceso de desarrollo que buscaba absorber las diferentes tensiones por medio del progreso industrial y de la promesa de garantía de movilidad social ascendente para los sectores urbanos, manteniendo intocable la estructura de explotación de la tierra y del trabajo en el campo.

Analizando el desarrollismo brasileño, Fiori considera que éste fue predominantemente autoritario, aunque no haya sido suficientemente fuerte, y terminó prisionero de los intereses incorporados al pacto sociopolítico que intentó montar, razón por la cual no fue capaz de deshacerse de la rigidez proteccionista o de su excluyente organización social. En América Latina el pacto corporativo fue el arreglo político e institucional que permitió al Estado desarrollista construir y mantener una alianza entre intereses contradictorios, sin una nítida hegemonía política, formando las condiciones para promover el proceso de industrialización sustitutiva. Nuestra versión autoritaria del keynesianismo europeo también fomentó el desarrollo de un sistema de protección social con características peculiares, en es pecial la implantación de un régimen de ciudadanía regulada por el Estado, a partir de la inserción del trabajador en el mercado formal de trabajo (Santos), y de ciudadanía inversa (Fleury 1997), representada por las acciones asistenciales destinadas a aquellos excluidos por el mercado y por el padrón corporativo de institucionalización de las políticas sociales.

El corporativismo estatal prosperó basándose en la cooptación, o sea, la integración social y política de las capas populares bajo el control político de las clases dominantes a través del Estado, transformando beneficios sociales en privilegios. Esta incorporación alienada impide la formación de una clase trabajadora autónoma y poseedora de identidad colectiva en la medida en que refuerza su fragmentación a través de la distribución diferencial de los privilegios. Los beneficios sociales se distribuyen mediante una red de intercambios de favores clientelistas, por lo tanto, podemos afirmar que en América Latina la ciudadanía como contraparte del Estado nacional fue atravesada por una lógica de ejercicio del poder político a través de la cual se erigen estructuras de dominación particularistas y personalistas. Finalmente, al restringir los beneficios sociales legales a la población incluida en el mercado formal de trabajo urbano, la política social pasó a funcionar como un criterio adicional de exclusión social.

El periodo de desarrollismo produjo un tipo de industrialización sin redistribución, prescindiendo de la cultura burguesa y de los valores liberales que dan fundamento a la democracia. Una incorporación social de los trabajadores urbanos fragmentada y excluyente, bajo la protección de líderes populistas en regímenes autoritarios, fue parte de la construcción del imaginario de progreso, mas no generó condiciones para el desarrollo de valores liberales ni para la cultura democrática, originando un déficit permanente de gobernabilidad. Ocampo define pro greso social como el producto de una política social de largo plazo que promueve la equidad y la inclusión social, el crecimiento económico con generación de empleo adecuado en volumen y calidad, y la reducción de la heterogeneidad estructural productiva para mejorar el rendimiento de los pequeños productores. En este sentido, el periodo caracterizado como desarrollista en América Latina no generó progreso social y, consecuentemente, no creó condiciones de gobernabilidad.

Por gobernabilidad no entendemos la mera eficiencia institucional, sino también la articulación de intereses sociales (Flacso). La crisis de gobernabilidad que atravesamos en años recientes fue fruto de dos fenómenos concomitantes: el agotamiento del pacto corporativo que legitimó el ejercicio del poder político del Estado desarrollista, y las dificultades de readecuación de las economías nacionales al proceso de globalización en curso. En el contexto actual, en una sociedad que se hizo cada vez más compleja y en un régimen democrático, la incapacidad gubernamental de responder a las demandas políticas y sociales de los actores tradicionales, y el surgimiento de nuevos actores ajenos al pacto corporativo vigente, agudizan la crisis. El tejido social forjado por el pacto corporativo se fue alterando con la transformación de los actores tradicionalmente vinculados a él, quienes hoy exigen una mayor autonomía representativa al tiempo que buscan preservar sus canales tradicionales de representación. Por otro lado, los nuevos movimientos sociales, la emergencia de una pluralidad de organizaciones no gubernamentales, y diferentes formas de asociativismo evidencian un escenario nuevo, en el cual aquellos que fueron excluidos del pacto corporativo buscan formas de organización propia, con mayor autonomía y menor control del Estado.

La transición a la democracia permite la movilización de esta sociedad civil organizada en torno de sus demandas ciudadanas y requiere que los intereses sociales dejen de constituirse al interior del Estado, lo que requiere su embate previo en la sociedad, en un contexto de preponderancia de la lógica del merca do y de una economía globalizada. En esta nueva organización de la economía mundial, los países en desarrollo se quedan atrapados en la lógica de repro ducción del capital financiero, transformándose en exportadores de capital bajo la forma de pago de interés. Inestabilidad, inseguridad, e insensibilidad de los gobernantes son los sentimientos que caracterizan la vida en las grandes metrópolis de la región, aumentando los riesgos de ingobernabilidad.

El problema central de gobernabilidad en América Latina está fundamentado en la convivencia paradójica de un orden jurídico y político basado en el principio de igualdad básica entre los ciudadanos, y la preservación simultánea del mayor nivel de desigualdad en el acceso a la distribución de riquezas y los bienes públicos. La pérdida de legitimidad del pacto corporativo y de los actores tradicionales vinculados al Estado desarrollista requiere la construcción de un nuevo pacto de poder que contemple las transformaciones que se procesaron con la articulación reciente del tejido social, y que sea capaz de incorporar plenamente a aquellos que hoy se encuentran excluidos. Sin embargo, las posibilidades de generar estrategias de institucionalización del poder y cohesión social están determinadas por la reducción del poder del Estado y por la inserción de estas sociedades en una economía globalizada, profundizando la disyuntiva entre economía política, Estado y nación (Fleury 2003a).

Democracia sin desarrollo

El Informe sobre el desarrollo de la democracia en América Latina, de 2004, del PNUD, hace un balance de un periodo de más de dos décadas y concluye que el reconocimiento del derecho al voto universal y la aplicación sostenida de las reformas estructurales de la economía no han generado ni desarrollo económico ni inclusión social. El promedio regional del PIB per cápita no varió de manera significativa en los últimos 20 años, los niveles de pobreza experimentaron una leve disminución en términos relativos y hubo un aumento en términos absolutos. No se redujeron los niveles de desigualdad, que siguen estando entre los más altos del mundo. Durante los últimos 15 años la situación laboral ha empeorado en casi toda la región. El desempleo y la informalidad aumentaron significativamente y disminuyó la protección social de los trabajadores.

Lo que fue denominado «el triángulo latinoamericano» –democracia, pobreza y desigualdad– constituiría la singularidad de la democracia en la región. La posibilidad de convivencia de un principio igualitario, que es la esencia de la democracia, con la desigualdad y la exclusión, plantea una interrogante en los siguientes términos: ¿cuánta ciudadanía precisa una democracia? Sin embargo, hay que recordar que el ensayo clásico de Marshall sobre ciudadanía parte de la misma interrogante al inquirir cómo fue posible que ésta pudiera desarrollarse en el capitalismo, considerando que ella implica la asignación de un estatus igualitario para los miembros de la comunidad política, y el capitalismo se basa en la distinción en relación con la propiedad de los medios de producción. Es decir, la ciudadanía es un presupuesto, una hipótesis jurídico-política igualitaria inscrita como necesaria en la sociedad –cuyas relaciones se basan en el intercambio de equivalentes–, pero su concretización material es producto de las relaciones de lucha entre las diferentes clases y actores sociales (Fleury 1997).

A pesar de que el régimen democrático no generó condiciones más igualitarias en la región, especialmente en un periodo en que se redujo la participación estatal y se fomentó la economía de mercado, tanto la democracia como la economía de mercado son vistos por la población como condiciones imprescindibles (en proporción del 67% y el 57%, respectivamente, según Latinobarómetro) para que los países puedan desarrollarse. Sin embargo, estas actitudes favorables a la democracia y a la economía de mercado no garantizan coherencia en percepciones y comportamientos que aseguren su sostenibilidad, ya que, según el mismo informe de Latinobarómetro, el 80% de los entrevistados afirma que a pesar del desarrollo económico y de las mejoras en salud y educación hay exclusión y se sienten extremadamente vulnerables al desempleo. En el mismo informe, otros datos significativos apuntan a la ausencia de una cultura política democrática basada en la confianza tanto en las instituciones como en el Gobierno y en las demás personas. Predominan, en cambio, percepciones y actitudes que muestran la vulnerabilidad de la democracia: desconfianza, miedo al desempleo, indiferencia en relación con el régimen, reducción de la confianza en el conjunto de instituciones, bajos índices de credibilidad y aprobación de los gobiernos (vistos la mayoría de las veces como corruptos), además de bajos niveles de satisfacción con la democracia. Un dato muy significativo apuntado por el informe de Latinobarómetro muestra que el 50% de los entrevistados identifica como factor más importante para confiar en las instituciones públicas el hecho de que traten a todos como iguales. Así pues, a pesar de la precariedad de la cultura cívica prevaleciente la población tiene conciencia de que la democracia requiere del ejercicio de la ciudadanía como dimensión igualitaria de inclusión en la comunidad política. En este sentido, para la población de América Latina la democracia trasciende el régimen político y debe ser identificada con la construcción de ciudadanía. En este sentido también, las amenazas a la gobernabilidad democrática siguen presentes en el escenario latinoamericano, reposicionando la discusión sobre la democracia desde el prisma de la gobernabilidad. En otros términos, es la presencia de amenazas a la gobernabilidad lo que reenfoca y hace profundizar la discusión sobre la democracia en la región. Fundamentalmente, la incorporación de las economías regionales a una dinámica económica globalizada, bajo la dominación del capital financiero especulativo, llevó la región al enfrentamiento de las siguientes paradojas:

– La convivencia de la democracia, que implica diversidad y capacidad de elegir entre diferentes alternativas, con un paradigma macroeconómico basado en la estabilidad monetaria que pasó a ser considerado como la única opción posible, en otras palabras, una democracia sin política.

– La convivencia de la democracia, que entraña la incorporación de los individuos a la comunidad política y al mercado, con la estagnación económica, el mantenimiento de la concentración de la renta y la persistencia de elevados niveles de exclusión social, o sea, una democracia sin inclusión.

– La convivencia de la democracia, que requiere la construcción de mecanismos de cohesión social, con el desmantelamiento de las políticas de protección social de corte corporativo y su sustitución por mecanismos de individualización de riesgo (seguros sociales) o de individualización de la pobreza (políticas compensatorias). Se trata, por tanto, de una democracia sin mecanismos de promoción de la igualdad y de la cohesión social.

– La convivencia de la democracia, que requiere de un Estado eficiente en la regulación de los productores, en la recaudación de tributos y en la redistribución por medio de la garantía de acceso universal a los bienes públicos, con el mantenimiento de diferentes formas de patrimonialismo, conjugadas con la ineficiencia de las políticas públicas y la reducción de la capacidad productora del Estado. Por consiguiente, una democracia sin autoridad pública ni un aparato estatal correspondiente.

– La convivencia de la democracia, que funda la legitimidad de los gobernantes electos en la existencia de un pacto de poder nacional y estable, con la presencia de poderosos actores externos y/o supranacionales, lo que mina los fundamentos del deber político y amenaza la legitimidad del poder. La dependencia de los recursos y de la aprobación de las medidas económicas por parte de las agencias de financiamiento internacionales hace que los gobiernos democráticamente elegidos vean cada vez más restringida su capacidad de decisión y se orienten progresivamente a la búsqueda de una legitimidad «hacia fuera», rompiendo con los acuerdos y frustrando las expectativas de quienes los eligieron.

La conclusión de que «más elecciones no ha significado mejores democracias» (Flacso) nos lleva a la discusión del propio concepto de democracia y de su capacidad de ecuacionar las demandas que se presentan de forma tan aguda en la región. Al mencionar la persistencia de un modelo económico excluyente como el factor central de la fragilidad de las instituciones democráticas, algunos especialistas sostienen que, en el caso de América Latina, cuyo desarrollo económico y social tiene como trazo más notorio precisamente el elevado nivel de desigualdad y exclusión, la gobernabilidad democrática no puede separarse de la búsqueda de soluciones para la inclusión social y la reducción de las desigualdades. La creación de mecanismos de integración social, definida por Calderón como «la capacidad de la sociedad para construir ciudadanía activa, eliminar las barreras discriminatorias en el mercado y diseminar una cultura de solidaridad», es nuevamente posicionada en el escenario político. Sin embargo, predomina la identificación de la democracia como el Estado democrático de derecho –democratic rule of law– defendida por O’Donnell (2001, p. 69): «La democracia no es tan solo un régimen democrático, sino también un modo particular de relación entre Estado y ciudadanos y entre los propios ciudadanos, bajo un tipo de Estado de derecho que, junto a la ciudadanía política, sostiene la ciudadanía civil y una red completa de rendición de cuentas». Los derechos civiles y los derechos políticos serían el principal apoyo del pluralismo, además de ser una condensación de relaciones de poder de los individuos y asociaciones. En esta concepción, los derechos de participación se identificarían con los mecanismos de representación. Sin embargo, en el momento en que la existencia de regímenes democráticos, con sistemas electorales competitivos y formas institucionalizadas de re presentación, no parece garantizar condiciones de gobernabilidad en la región, el debate tuvo que incorporar otros atributos de la democracia, sea en relación con la cultura política, o con la institucionalidad y el funcionamiento estatal. En este sentido, se señalan el déficit de estatalidad y la subordinación de la lógica burocrática a la lógica patrimonial y clientelista como responsables de la no democratización del Estado, generando la persistencia de fenómenos como la corrupción y la inefectividad de las políticas públicas.

El corazón de la democracia residiría en la extensión de los derechos civiles y en la efectividad de la legalidad estatal al difundirse igualmente sobre el territorio nacional. Para O’Donnell (2002), en muchas de las democracias latinoamericanas persisten áreas «grises», a las cuales no llega la legalidad del Estado, prevaleciendo allí relaciones de poder personalistas, patrimoniales y mafiosas. En estos casos, el Estado sería territorialmente evanescente y las burocracias estarían colonizadas por intereses privados.

Al transponer la racionalidad política en dirección a la racionalidad social, el debate sobre la democracia tiene que encontrar sus fundamentos más allá de la mera institucionalización de las reglas de la competencia política. Se impone el retorno del ciudadano como fundamento del poder político. La valorización de la teoría de la ciudadanía como fundamento de la democracia es un movimiento al que estamos asistiendo en la discusión actual de la ciencia política. Esto demuestra la necesidad de enfrentar los desafíos impuestos por las nuevas condiciones de producción, que generan fracturas internas con la precarización de las relaciones laborales y la reducción de la protección social colectiva con la sustitución del Welfare State por medidas de individualización del riesgo, y la reorganización de las relaciones comerciales y políticas entre las naciones, que condicionan un nuevo diseño de las estructuras del poder político en niveles supraestatales y subnacionales. La necesidad de buscar nuevas formas de cohesionar la comunidad de ciudadanos se impone frente a la ruptura de la correspondencia entre el mercado, el Estado nacional y la ciudadanía, que había generado las condiciones virtuosas de la democracia, alteradas ahora con la desterritorialización de la producción y de los mercados y la restricción del poder de los Estados nacionales. Sin embargo, el regreso del ciudadano requiere pensar la teoría de la ciudadanía en este nuevo contexto.

En el informe del PNUD sobre la democracia, se retoma la ciudadanía como fundamento del deber político y del orden social. Allí se destacan como atributos de la misma:

– Su carácter expansivo, basado en la concepción moral y legalmente respaldada del ser humano como responsable, razonable y autónomo.

– La condición legal, estatus que reconoce al individuo como portador de derechos legalmente sancionados y respaldados.

– El sentido social o intersubjetivo que resulta en la pertenencia a un espacio social común (republicanismo cívico).

– El carácter igualitario, sustentado en el reconocimiento universal de los derechos y deberes de todos los miembros de una sociedad democráticamente organizada.

– La inclusividad, ligada al atributo de nacionalidad que implica la pertenencia de los individuos a los Estados nacionales.

– El carácter dinámico, contingente y abierto, como producto de luchas históricas.

No cabe duda de que el concepto de ciudadanía se relaciona directamente con la construcción de la democracia, siendo que diferentes paradigmas democráticos se traducen en distintas concepciones o énfasis en relación con los elementos de la ciudadanía. La existencia de un sistema político basado en el supuesto de una igualdad básica de los ciudadanos es la esencia misma de la democracia. Según Bobbio, podemos encontrar por lo menos dos significados prevalecientes para democracia; en ambos la cuestión de la igualdad está presente, aunque de formas distintas. En un primer caso, encontramos el énfasis en el establecimiento del conjunto de reglas de ejercicio del poder político y en la no discriminación de las preferencias de cualquier ciudadano por el Poder Judicial: la llamada «poliarquía» (Dahl). En este caso, la igualdad es identificada en su acepción formal ante la ley, y se refiere más al requisito de la pluralidad que a una sociedad sin desigualdades. En otra concepción de la democracia, oriunda de la tradición comunitaria, el énfasis está en el ideal en que debería inspirarse el gobierno democrático. En lugar de una democracia formal, se trata aquí de una democracia sustancial, en la cual la noción de igualdad debe contemplar también los resultados.

La visión del ciudadano como agente (O’Donnell 2002; PNUD) amerita una discusión. En ella, el ciudadano es un ser autónomo, razonable y responsable, que goza de dos tipos de derechos: libertades, tales como aquéllas de asociación, de expresión y de acceso a la información, y derechos de participación, entendida ésta como el derecho a elegir y, eventualmente, a ser elegido para posiciones de gobierno. Pero la ciudadanía entendida como dimensión pública de los individuos presupone un modelo de integración y de sociabilidad que trasciende los intereses egoístas del individuo en el mercado, en dirección a una actitud generosa y solidaria (Fleury 2003b). La transición de una comunidad de relaciones interpersonales primarias a la comunidad abstracta de los ciudadanos se alcanzó por la participación, racional y afectiva, en una comunidad políticaformalmente constituida como Estado-nación.

El ciudadano como ser humano razonable y responsable nos remite a la noción de autonomía, definida por Oliveira como plenacuando envuelve las capacidades de saber escoger y establecer preferencias, de intervenir en los asuntos de la sociedad y, a través de sus mediaciones, también en los del Estado.

Sin embargo, esta definición, que acentúa el ideal libertario de la ciudadanía, no puede ignorar que esa autonomía solo puede existir de forma mediada, tanto por la naturaleza como por el espacio público, o sea, por las instituciones. En otros términos, no se puede pensar la autonomía sin pensar su contraparte, que es la dependencia.

Importa recordar que la ciudadanía, como cualquier sistema clasificatorio, involucra un principio de inclusión que define los criterios de exclusión. Así, la autonomía fue la condición de definición de la ciudadanía que permitió que todos aquellos que fueran considerados tutelados o protegidos estuvieran excluidos de este estatus. Por medio del voto censatario se negaron inicialmente los derechos políticos a los pobres. De la misma manera, con base en el criterio de la autonomía se justificó la prohibición de participación de las mujeres en la esfera pública y la ausencia de intervención del Estado en la esfera doméstica, así como también la negación de la ciudadanía a los portadores de necesidades especiales. La autonomía fue siempre definida como una cierta inserción en la esfera productiva, correspondiente al varón trabajador en el mercado formal, siendo los demás considerados dependientes y tutelados. De esta manera, la protección social no pertenecía a los derechos ciudadanos: al revés, revelaba la condición de tutela.

La actualización de la teoría de la ciudadanía nos remite a pensar la autonomía y la dependencia como intrínsecas a la condición de ciudadanía, en la medida en que el ciudadano no existe aislado sino en una comunidad político-jurídica que es, fundamentalmente, una comunidad de comunicación y de sentidos comunes. Las dificultades teóricas para insertar los derechos sociales como atributos de la ciudadanía se derivan de la antinomia entre derechos civiles y sociales, siendo los primeros expresión de las libertades y los segundos expresión de los poderes (Bobbio). Bobbio llama la atención hacia el hecho de que los derechos que son libertades se basan en un supuesto estado natural de los hombres, en el cual la libertad precedería a la sociabilidad. Los derechos sociales, al contrario, son históricos y no naturalmente fundados, tratándose de exigencias que se concretizan en la demanda de una intervención pública, y pudiendo ser satisfechos solamente en un determinado nivel de desarrollo económico y tecnológico.

La discusión teórica sobre el estatuto de los derechos sociales dentro de la concepción de ciudadanía tiene consecuencias importantes para la comprensión de su desarrollo histórico en América Latina, ya que uno de los aspectos singulares del proceso de consolidación democrática en la región es la reposición de la disyuntiva entre los diferentes elementos que componen la ciudadanía, generando cursos particulares, llenos de contradicciones. Mientras los derechos políticos se encuentran prácticamente universalizados, los civiles todavía no están garantizados, y en muchos casos los sociales sufren retrocesos como consecuencia de los planes recesivos de ajuste económico. El hecho de que los derechos civiles hayan antecedido a los políticos en los países cuyo desarrollo se hizo en una trayectoria liberal, mientras que en América Latina vivimos el proceso inverso, llevó a O’Donnell (2001) a clasificar nuestras democracias como no cívicas, con predominio de una ciudadanía de baja densidad. Los derechos civiles y las libertades políticas son los principales soportes del pluralismo y de la diversidad, además de crear condiciones para el ejercicio de una autoridad burocrática que rinde cuentas de sus actos. Por estas razones, la propuesta de O’Donnell se orienta a la conquista de los derechos civiles como una cuestión estratégica en la consolidación de la democracia en la región, asumiendo que la desigualdad es también producto de la ausencia del Estado de Derecho.

Sin duda, no hay evidencias consistentes, teóricas o históricas, para indicar que la construcción de la ciudadanía en la región deberá primero asegurar los dere chos civiles, construyendo democracias formales, para después enfrentar el problema distributivo, asegurando los derechos sociales. Por el contrario, la cuestión social fue y continúa siendo el lugar de constitución de actores sociales que buscan insertar en la arena política sus necesidades, transformadas políticamente en demandas. De la misma forma, es a través de las políticas sociales que el Estado interpela a los ciudadanos, resignificando los contenidos conflictivos por medio de tecnologías apropiadas, despolitizando las demandas que le dirigen y, finalmente, redefiniendo el significado de la ciudadanía. La política social es, pues, una metapolítica, ya que establece criterios para inclusión y/ o exclusión de los individuos en la comunidad política de los ciudadanos.

La constitución de actores políticos, formas organizativas y articulaciones innovadoras entre Estado, mercado y comunidad, demuestra que la conciencia y participación de la ciudadanía se están procesando en el ámbito de las políticas y derechos sociales, reafirmando que este continúa siendo nuestro curso parti cular de construcción de la democracia. Nuestra tesis es que en la región esa construcción de la democracia introduce la reivindicación ciudadana de un derecho de quinta generación (además de los derechos civiles, políticos, sociales y difusos), que corresponde a la demanda de una gestión deliberativa de las políticas públicas.


La democracia representativa se presenta como incapaz de atender a los grupos marginados, sea en relación con su capacidad de organización, sea en la inserción de sus intereses en la esfera pública. La autoorganización de la comunidad en torno de sus intereses genera una esfera pública no estatal que reivindica una transformación de la institucionalidad del Estado para insertar estos intereses en la agenda pública. El vaciamiento del contenido moral de la democracia –entendida como democracia representativa– hace absolutos los aspectos formales y de procedimiento, en detrimento de los valores relacionados con el bien común, la igualdad y la participación activa de los ciudadanos. Las reglas de la democracia hablan de cómo se debe llegar a las decisiones, pero no al contenido de esas decisiones.

La búsqueda de una nueva institucionalidad para la democracia, que sea capaz de atender conjuntamente los principios de reconocimiento, participación y redistribución (Fraser), marca el momento actual de búsqueda de una articulación entre innovación social e institucional. La opción por una democracia concertada en torno de consensos estratégicos, donde las políticas sean negociadas con los diferentes actores sociales envueltos en el proceso y cuyos intereses sean afectados, es la recomendada en situaciones de enorme complejidad, involucrando fuertes expectativas e intereses altamente contradictorios, en especial en sociedades con un elevado grado de fragmentación social y económica. Las iniquidades socioeconómicas son el resultado de una larga tradición de cultura política autoritaria y excluyente. En estos casos, solo la radicalización de la democracia, con la inclusión de aquellos que fueron alejados del poder mediante un juego abierto e institucionalizado de negociación y/o deliberación, puede romper el círculo vicioso de la política, caracterizado por la alienación de la ciudadanía, ausencia de responsabilidad de los representantes y autoritarismo de la burocracia.

De un conjunto de experiencias de deliberación que se están procesando en América Latina emerge la propuesta de democratización radical del Estado y la necesidad de publicitarla mediante la creación de instrumentos que permitan ir más allá del control social, viabilizando la construcción de una esfera pública de gestión de los recursos públicos (Fedozzi). Existe actualmente una fuerte tendencia a buscar en las organizaciones autónomas de la sociedad civil la esencia de la esfera pública, por oposición a la heteronomía de la ciudadanía, que es definida por el Estado. Es necesario huir de esta falsa oposición, confirmando el papel central de la noción de derechos en el diseño de nuevas formas de pensamiento y acción de las organizaciones sociales, universalizando demandas particulares y diseminando la percepción de los derechos a través de la acción colectiva.


La reconstrucción de la esfera pública debe ser claramente identificada como parte de la lucha por la hegemonía y constitución de un nuevo bloque, que atraviesa el Estado (Poulantzas) y requiere nuevas formas, tecnologías y procesos de ejercicio del gobierno que inscriban las nuevas relaciones de poder en la estructura organizacional estatal. En este sentido, el modelo de la democracia deliberativa no abre mano del Estado, al contrario, reconoce la necesidad de radicalizar la transformación de su aparato institucional para permitir la inclusión de los intereses dominados en la agenda de las políticas públicas, en un proceso simultáneo de transformación de la institucionalidad y construcción de identidades colectivas.

Sin embargo, es imprescindible la construcción de un nuevo pacto de poder que permita retirar los Estados latinoamericanos de la ruta perversa de acumulación del capital financiero internacional, retomando la inducción de un curso de desarrollo regional y nacional que, por primera vez, esté subordinado a la necesidad de asegurar la inclusión social por medio del empleo, el ingreso y la capacidad estatal de asegurar derechos ciudadanos y redistribución de la riqueza por medio de políticas sociales universales.



Referencias

Bobbio, N.: A Era dos Direitos, Ed. Campus, Río de Janeiro, 1992.
Calderón, F.: «Governance, Competitiveness and Social Integration» en Cepal Review Nº 57, Santiago de Chile, 1995, pp. 45-56.
Dahl, R.: Poliarquia, Edusp, San Pablo, 1997.
Fedozzi, L.: O Poder da Aldeia, Tomo Ed., Porto Alegre, 2000.
Fiori, J.L.: Em Busca do Dissenso Perdido, IN Sight Ed., Río de Janeiro, 1995.
Flacso: «Gobernabilidad en América Latina», Informe regional, Santiago de Chile, 2004.
Fleury, S.: Estados sin ciudadanos, Lugar Ed., Buenos Aires, 1997.
Fleury, S.: «La expansión de la ciudadanía» en VVAA: Inclusión social y nuevas ciudadanías, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2003a.
Fleury, S.: «Legitimidad, Estado y cultura política» en F. Calderón (coord.): ¿Es sostenible la globalización en América Latina? Debates con Manuel Castells, vol. II, Fondo de Cultura Económica, México, 2003b.
Fraser, N.: «Social Justice in the Knowledge Society: Redistribution, Recognition, and Participation», 2001.
O’Donnell, G.: «La irrenunciabilidad del Estado de derecho» en Instituciones y Desarrollo 8/9, Instituto Internacional de Gobernabilidad, Barcelona, mayo de 2001.
O’Donnell, G.: Notes on the State of Democracy in Latin America, UNDP, 2002. Oliveira, F.: «O que é Formação para a Cidadania?», 2001,
. PNUD: Informe sobre el desarrollo de la democracia en América Latina, 2004. Poulantzas, N.: Estado, poder, socialismo, Siglo XXI, Madrid, 1980.
Santos, W.G.: Cidadania e Justiça, Ed. Campus, Río de Janeiro, 1979.

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