Debate: Habermas-Ratzinger (2)

miércoles, 14 de mayo de 2008

Razón y Fe (ver parte 1: Habermas)


Ratzinger:

"El diálogo multicultural sobre los valores es imprescindible"

"Existen valores que se sustentan en la esencia del ser humano"


En la época de aceleración del ritmo de la evolución histórica en la que nos encontramos, hay, a mi entender, ante todo dos factores característicos de un fenómeno que hasta ahora se había venido desarrollando lentamente: por un lado, la formación de una sociedad global en la que los distintos poderes políticos, económicos y culturales se han vuelto cada vez más interdependientes y se rozan e interpenetran recíprocamente en sus respectivos espacios vitales. El otro es el desarrollo de las posibilidades humanas, del poder de crear y destruir, que suscita mucho más allá de lo acostumbrado la cuestión acerca del control jurídico y ético del poder. Por lo tanto, adquiere especial fuerza la cuestión de cómo las culturas en contacto pueden encontrar fundamentos éticos que conduzcan su convergencia por el buen camino y puedan construir una forma común, jurídicamente legitimada, de delimitación y regulación del poder. El eco que ha encontrado el proyecto de ética global presentado por Hans Küng muestra, en cualquier caso, que la cuestión está abierta. Y eso no cambia aunque se acepte la perspicaz crítica que Spaemann dirige a ese proyecto (1), ya que a los dos factores mencionados anteriormente se añade otro: en el proceso del encuentro y la interpenetración de las culturas se han quebrado en buena parte una serie de certezas éticas que hasta ahora resultaban fundamentales. La cuestión de qué es entonces realmente el bien, especialmente en el contexto dado, y por qué hay que hacer el bien, aunque sea en perjuicio propio, es una pregunta básica que sigue careciendo de respuesta.

Me parece evidente que la ciencia como tal no puede generar una ética, y que por lo tanto no puede obtenerse una conciencia ética renovada como producto de los debates científicos. Por otro lado, es indiscutible que la modificación fundamental de la imagen del mundo y el ser humano a consecuencia del incremento del conocimiento científico ha contribuido decisivamente a la ruptura de las antiguas certezas morales. Por lo tanto, sí existe una responsabilidad de la ciencia hacia el ser humano como tal, y especialmente una responsabilidad de la filosofía, que debería acompañar de modo crítico el desarrollo de las distintas ciencias, y analizar críticamente las conclusiones precipitadas y certezas aparentes acerca de la verdadera naturaleza del ser humano, su origen y el propósito de su existencia, o , dicho de otro modo, expulsar de los resultados científicos los elementos acientíficos con los que a menudo se mezclan, y así mantener abierta la mirada hacia las dimensiones más amplias de la verdad de la existencia humana, de los que la ciencia solo permite mostrar aspectos parciales.

PODER Y LEY. En un sentido concreto, es tarea de la política someter el poder al control de la ley a fin de garantizar que se haga un uso razonable de él. No debe imponerse la ley del más fuerte, sino la fuerza de la ley. El poder sometido a la ley y puesto a su servicio es el polo opuesto a la violencia, que entendemos como ejercicio del poder prescindiendo del derecho y quebrantándolo. Por eso es importante para toda sociedad superar la tendencia a desconfiar del derecho y sus ordenamientos, pues solo así puede cerrarse el paso a la arbitrariedad y se puede vivir la libertad como algo compartido por toda la comunidad. La libertad sin ley es anarquía y por ende destrucción de la libertad. La desconfianza hacia la ley, la revuelta contra la ley se producirán siempre que ésta deje de ser expresión de una justicia al servicio de todos y se convierta en producto de la arbitrariedad, en abuso por parte de los que tienen el poder para hacer las leyes.

La tarea de someter el poder al control de la ley nos lleva, en fin, a otra cuestión: ¿de dónde surge la ley, y cómo debe estar configurada para que sea vehículo de la justicia y no privilegio de aquellos que tienen el poder de legislar? Por un lado se plantea, pues, la cuestión del origen de la ley, pero por el otro también la cuestión de cuáles son sus propias proporciones internas. La necesidad de que la ley no sea instrumento de poder de unos pocos, sino expresión del interés común de todos, parece, al menos en primera instancia, satisfecha gracias a los instrumentos de la formación democrática de la voluntad popular, ya que estos permiten la participación de todos en la creación de la ley, y en consecuencia la ley pertenece a todos y puede y debe ser respetada como tal. Efectivamente, el hecho de que se garantice la participación colectiva en la creación de las leyes y en la administración justa del poder es el motivo fundamental para considerar la democracia como la forma más adecuada de ordenamiento político.

Y, sin embargo, a mi entender queda una pregunta por responder. Dado que difícilmente puede lograrse la unanimidad entre los seres humanos, los procesos de decisión deben echar mano imprescindiblemente de mecanismos como, por un lado, la delegación, y por el otro la decisión de la mayoría, esta última de distintos grados según la importancia de la cuestión a decidir. Pero las mayorías también pueden ser ciegas o injustas. La historia nos proporciona sobrados ejemplos de ello. Cuando una mayoría, por grande que sea, sojuzga mediante leyes opresoras a una minoría, por ejemplo religiosa o racial, ¿puede hablarse de justicia, o incluso de derecho en sentido estricto? Así, el principio de la decisión mayoritaria no resuelve tampoco la cuestión de los fundamentos éticos del derecho, la cuestión de si existen cosas que nunca pueden ser justas, es decir, cosas que son siempre por sí mismas injustas, o, inversamente, cosas que por su naturaleza siempre sean irrevocablemente justas y que por lo tanto estén por encima de cualquier decisión mayoritaria y deban ser respetadas siempre por ésta.

La era contemporánea ha formulado, en las diferentes declaraciones de los derechos humanos, un repertorio de elementos normativos de ese tipo y los ha sustraído al juego de las mayorías. La conciencia de nuestros días puede muy bien darse por satisfecha con la evidencia interna de esos valores. Pero esa clase de autolimitación de la indagación también tiene carácter filosófico. Existen, pues, valores que se sustentan por sí mismos, que tienen su origen en la esencia del ser humano y que por tanto son intocables para todos los poseedores de esa esencia. Más adelante volveremos a hablar del alcance de una representación semejante, sobre todo teniendo en cuenta que hoy en día esa evidencia no está reconocida ni mucho menos en todas las culturas. El islam ha definido un catálogo propio de los derechos humanos, divergente del occidental. En China impera hoy una forma cultural procedente de Occidente, el marxismo, pero eso no impide a sus dirigentes preguntarse -si estoy bien informado- si los derechos humanos no serán acaso un invento típicamente occidental que debe ser cuestionado.

NUEVAS FORMAS DE PODER Y NUEVAS CUESTIONES EN TORNO A SU CONTROL. Cuando se habla de la relación entre el poder y la ley y de los orígenes del derecho, debe contemplarse también con atención el fenómeno del poder mismo. No pretendo definir la naturaleza del poder como tal, sino esbozar los desafíos que se derivan de las nuevas formas de poder que se han desarrollado en los últimos cincuenta años. En los primeros años posteriores a la Segunda Guerra Mundial imperaba el horror ante el nuevo poder de destrucción que había adquirido el ser humano con la invención de la bomba atómica. El hombre se veía de repente capaz de destruirse a sí mismo y a su planeta. Se imponía la pregunta: ¿qué mecanismos políticos son necesarios para impedir esa destrucción? ¿Cómo pueden crearse esos mecanismos y hacerlos efectivos? ¿Cómo pueden movilizarse las fuerzas éticas capaces de dar cuerpo a esas formas políticas y dotarlas de efectividad? Pero lo que nos preservó de facto de los horrores de la guerra nuclear durante un largo periodo fue la competencia entre los bloques de poder opuestos y su temor a desencadenar su propia destrucción si provocaban la del otro. La limitación recíproca del poder y el temor por la propia supervivencia se revelaron como las únicas fuerzas capaces de salvar a la humanidad.

Lo que nos angustia en nuestros días no es el temor a una guerra a gran escala, sino el miedo al terror omnipresente, que puede golpear eficazmente en cualquier momento y lugar. Ahora nos damos cuenta de que la humanidad no necesita una guerra a gran escala para hacer imposible la vida en el planeta. Los poderes anónimos del terror, que pueden hacerse presentes en todo lugar, son lo bastante fuertes para infiltrarse en nuestra vida cotidiana, y ello sin excluir que elementos criminales puedan tener acceso a los grandes potenciales de destrucción y desencadenar así el caos a escala mundial desde fuera de las estructuras políticas. Así, la cuestión en torno a la ley y la ética se ha desplazado hacia otro terreno: ¿de qué fuentes se alimenta el terrorismo? ¿Cómo podemos poner freno desde dentro a esa nueva enfermedad del género humano? A este respecto, resulta muy inquietante que el terrorismo consiga, aunque sea parcialmente, dotarse de legitimidad. Los mensajes de Bin Laden presentan el terror como la respuesta de los pueblos excluidos y oprimidos a la arrogancia de los poderosos, como el justo castigo a la soberbia de estos y a su autoritarismo y crueldad sacrílegos. Parece claro que esa clase de motivaciones resultan convincentes para las personas que viven en determinados entornos sociales y políticos. En parte, el comportamiento terrorista también es presentado como defensa de la tradición religiosa frente al carácter impío de la sociedad occidental.

En este punto cabe hacerse una pregunta sobre la que igualmente deberemos volver después: si el terrorismo se alimenta también del fanatismo religioso -y efectivamente, así es-, ¿debemos considerar la religión como un poder redentor y salvífico o más bien como una fuerza arcaica y peligrosa, que erige falsos universalismos y conduce, con ellos, a la intolerancia y el terror? ¿No debería la religión ser sometida a la tutela de la razón y limitada severamente? Y en tal caso, ¿quién sería capaz de hacerlo? ¿Cómo habría que hacerlo? Pero la pregunta más importante sigue siendo: si la religión se pudiera ir suprimiendo paulatinamente, si se pudiera ir superando, ¿representaría tal cosa un necesario progreso de la humanidad en su camino hacia la libertad y la tolerancia universal o no?

En los últimos tiempos ha pasado a primer plano otra forma de poder que en principio aparenta ser de naturaleza plenamente benéfica y digna de todo aplauso, pero que en realidad puede convertirse en una nueva forma de amenaza contra el ser humano. Hoy en día, el hombre es capaz de crear hombres, de fabricarlos en una probeta, por así decirlo. El ser humano se convierte así en producto, y con ello se invierte radicalmente la relación del ser humano consigo mismo. Ya no es un regalo de la naturaleza o del Dios creador: es un producto de sí mismo. El hombre ha penetrado en el sanctasanctórum del poder, ha descendido al manantial de su propia existencia. La tentación de intentar construir ahora por fin el ser humano correcto, de experimentar con seres humanos, y la tentación de ver al ser humano como un desecho y en consecuencia quitarlo de en medio, no es ninguna creación fantasiosa de moralistas enemigos del progreso.

Si antes habíamos de preguntarnos si la religión es realmente una fuerza moral positiva, ahora debemos poner en duda que la razón sea una potencia fiable. Al fin y al cabo, también la bomba atómica fue un producto de la razón; al fin y al cabo, la crianza y selección de seres humanos han sido también concebidos por la razón. ¿No sería, pues, ahora la razón lo que debe ser sometido a vigilancia? Pero ¿quién o qué se encargaría de ello? ¿O quizá sería mejor que la religión y la razón se limitaran recíprocamente, se contuvieran la una a la otra y se ayudaran mutuamente a enfilar el buen camino? En este punto se plantea de nuevo la cuestión de cómo, en una sociedad global con sus mecanismos de poder y con sus fuerzas desencadenadas, así como con sus diferentes puntos de vista acerca del derecho y la moral, es posible encontrar una evidencia ética eficaz con suficiente capacidad de motivación y autoridad para dar respuesta a los desafíos que he apuntado y ayudar a superarlos.

FUNDAMENTOS DEL DERECHO: LEY-NATURALEZA-RAZÓN. En este punto se impone ante todo echar una mirada a situaciones históricas comparables a la nuestra, suponiendo que sea posible la comparación. En cualquier caso vale la pena recordar brevemente que Grecia también tuvo su propia Ilustración, que la validez del derecho fundamentado en lo divino dejó de ser evidente y que se hizo necesario indagar en busca de fundamentos más profundos del derecho. Así nació la idea de que frente al derecho positivo, que podía ser injusto, debía existir un derecho que surgiera de la naturaleza, de la esencia del hombre, y que había que encontrarlo y usarlo para corregir los defectos del derecho positivo.

En una época más cercana a nosotros, podemos examinar la doble fractura que se produjo en la conciencia europea en el inicio de la modernidad, y que puso las bases para una nueva reflexión sobre el contenido y los orígenes del derecho. En primer lugar está el desbordamiento de las fronteras del mundo europeo-cristiano, que se consumó con el descubrimiento de América. En ese momento se entró en contacto con pueblos ajenos al entramado de la fe y el derecho cristianos, que hasta entonces había sido el origen y el modelo de la ley para todos. No había nada en común con esos pueblos en el terreno jurídico. Pero ¿eso significaba que carecían de leyes, como algunos afirmaron -y pusieron en práctica- por entonces, o bien había que postular la existencia de un derecho que, situado por encima de todos los sistemas jurídicos, vinculara y guiara a los seres humanos cuando entraran en contacto diferentes culturas? Ante esa situación, Francisco de Vitoria puso nombre una idea que ya estaba flotando en el ambiente: la del ius gentium (literalmente el derecho de los pueblos), donde la palabra gentes se asocia, sobre todo, a la idea de paganos, de no cristianos. Se trata de una concepción del derecho como algo previo a la concreción cristiana del mismo, y que debe regular la correcta relación entre todos los pueblos. La segunda fractura en el mundo cristiano se produjo dentro de la cristiandad misma debido al cisma, que dividió la comunidad de los cristianos en diversas comunidades opuestas entre sí, a veces de modo hostil. De nuevo fue necesario desarrollar una noción del derecho previa al dogma, o por lo menos una base jurídica mínima cuyos fundamentos no podían estar ya en la fe, sino en la naturaleza, en la razón del hombre. Hugo Grotius, Samuel von Pufendorf y otros desarrollaron la idea del derecho natural como una ley basada en la razón, que otorga a ésta la condición de órgano de construcción común del derecho, más allá de las fronteras entre confesiones. El derecho natural ha seguido siendo -en especial en la Iglesia católica- la figura de argumentación con la que se apela a la razón común en el diálogo con la sociedad secular y con otras comunidades religiosas y se buscan los fundamentos para un entendimiento en torno a los principios éticos del derecho en una sociedad secular pluralista. Pero por desgracia el derecho natural ha dejado de ser una herramienta fiable, de modo que en este diálogo renunciaré a basarme en él. La idea del derecho natural presuponía un concepto de naturaleza en el que naturaleza y razón se daban la mano y la naturaleza misma era racional. Pero esta visión ha entrado en crisis con el triunfo de la teoría de la evolución. La naturaleza como tal, se nos dice, no es racional, aunque existan en ella comportamientos racionales: ese es el diagnóstico evolucionista, que hoy en día parece poco menos que indiscutible (2). De las diferentes dimensiones del concepto de naturaleza en las que se fundamentó originariamente el derecho natural, solo permanece, pues, aquella que Ulpiano (principios del siglo III después de Cristo) resumió en la conocida frase: "Ius naturae est, quod natura omnia animalia docet" (3). Pero precisamente esa idea no basta para nuestra indagación, en la que no se trata de aquello que afecta a todos los animalia, sino de cuestiones que corresponden específicamente al hombre, que han surgido de la razón humana y que no pueden resolverse sin recurrir a la razón.

El último elemento que queda en pie del derecho natural (que en lo más hondo pretendía ser un derecho racional, por lo menos en la modernidad) son los derechos humanos, los cuales no son comprensibles si no se acepta previamente que el hombre por sí mismo, simplemente por su pertenencia a la especie humana, es sujeto de derechos, y su existencia misma es portadora de valores y normas, que pueden encontrarse, pero no inventarse. Quizá hoy en día la doctrina de los derechos humanos debería complementarse con una doctrina de los deberes humanos y los límites del hombre, y esto podría quizá ayudar a renovar la pregunta en torno a si puede existir una razón de la naturaleza y por lo tanto un derecho racional aplicable al hombre y su existencia en el mundo. Un diálogo de esas características solo sería posible si se llevara a cabo y se interpretara a escala intercultural. Para los cristianos ese concepto tendría que ver con la Creación y el Creador. En el mundo hindú correspondería al concepto del Dharma, la ley interna del ser, y en la tradición china a la idea de los órdenes del cielo.

LA INTERCULTURALIDAD Y SUS CONSECUENCIAS. Antes de intentar llegar a alguna conclusión, quisiera transitar brevemente por la senda en la que acabo de adentrarme. A mi entender, hoy en día la interculturalidad es una dimensión imprescindible de la discusión en torno a cuestiones fundamentales de la naturaleza humana, que no puede dirimirse únicamente dentro del cristianismo ni de la tradición racionalista occidental. Es cierto que ambos se consideran, desde su propia perspectiva, fenómenos universales, y lo son quizá también de iure; pero de facto tienen que reconocer que solo son aceptados en partes de la humanidad, y solo para esas partes de la humanidad resultan comprensibles. Con todo, el número de las culturas en competencia es en realidad mucho más limitado de lo que podría parecer.

Ante todo es importante tener en cuenta que dentro de los diferentes espacios culturales no existe unanimidad, y todos ellos están marcados por profundas tensiones en el seno de su propia tradición cultural. En Occidente esto salta a la vista. Aunque la cultura secular rigurosamente racional, de la que el señor Habermas nos acaba de dar un excelente ejemplo, ocupa un papel predominante y se concibe a sí misma como el elemento cohesionador, lo cierto es que la concepción cristiana de la realidad sigue siendo una fuerza activa. A veces, estos polos opuestos se encuentran más cercanos o más lejanos, y más o menos dispuestos a aprender el uno del otro o rechazarse mutuamente.

También el espacio cultural islámico está atravesado por tensiones similares; hay una gran diferencia entre el absolutismo fanático de un Bin Laden y las posturas abiertas a la racionalidad y la tolerancia. El tercer gran espacio cultural, la civilización india, o, más exactamente, los espacios culturales del hinduismo y el budismo, están también sujetos a tensiones parecidas, por más que, al menos desde nuestro punto de vista, puedan parecer menos dramáticas. También esas culturas, a su vez, se ven sometidas a la presión de la racionalidad occidental y a la de la fe cristiana, ambas presentes en sus ámbitos, y asimilan tanto una cosa como la otra de formas muy variables, sin dejar de mantener pese a todo su propia identidad. Las culturas tribales de África (y también las de América Latina, que experimentan un resurgimiento gracias a la acción de determinadas teologías cristianas) completan el panorama. En buena parte parecen poner en cuestión la racionalidad occidental, pero al mismo tiempo también la aspiración universal de la revelación cristiana. ¿Qué se deduce de todo esto? Para empezar, tal como lo veo, el hecho de que las dos grandes culturas de Occidente, la de la fe cristiana y la de la racionalidad secular, no son universales, por más que ambas ejerzan una influencia importante, cada una a su manera, en el mundo entero y en todas las demás culturas. En ese sentido, la pregunta del compañero iraní del señor Habermas me parece de una cierta entidad; se preguntaba si desde el punto de vista de la sociología de la religión y la comparación entre culturas, no sería la secularización europea la anomalía necesitada de corrección. Personalmente no creo imprescindible, ni siquiera necesario, buscar la clave de esa pregunta en la atmósfera intelectual de Carl Schmitt, Martin Heidegger y Leo Strauss, es decir, de una situación europea marcada por la fatiga del racionalismo. Lo cierto es, en cualquier caso, que nuestra racionalidad secular, por más plausible que aparezca a la luz de nuestra razón configurada a la manera de Occidente, no es capaz de acceder a toda ratio, y que en su intento de hacerse innegable acaba topando con sus límites. Su evidencia está ligada fácticamente a determinados contextos culturales, y debe reconocer que no es reproducible como tal en el conjunto de la humanidad y, en consecuencia, no puede ser operativa a escala global. En otras palabras, no existe una definición del mundo, ni racional, ni ética ni religiosa con la que todos estén de acuerdo y que pueda servir de soporte para todas las culturas; o por lo menos actualmente es inalcanzable. Por eso mismo, esa ética denominada global tampoco pasa de ser una mera abstracción.

CONCLUSIONES.

¿Qué se puede hacer, pues? En lo que respecta a las consecuencias prácticas, estoy en gran medida de acuerdo con lo expuesto por el señor Habermas acerca de la sociedad postsecular, la disposición al aprendizaje y la autolimitación por ambas partes. Voy a resumir mi propio punto de vista en dos tesis y con ello concluiré mi intervención.

1. Hemos visto que en la religión existen patologías sumamente peligrosas, que hacen necesario contar con la luz divina de la razón como una especie de órgano de control encargado de depurar y ordenar una y otra vez la religión, algo que, por cierto, ya preveían los padres de la Iglesia (4). Pero a lo largo de nuestras reflexiones hemos visto igualmente que también existen patologías de la razón (de las que la humanidad hoy en día no es consciente, por lo general), una desmesurada arrogancia de la razón que resulta incluso más peligrosa debido a su potencial eficiencia: la bomba atómica, el ser humano entendido como producto. Por eso también la razón debe, inversamente, ser consciente de sus límites y aprender a prestar oído a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Cuando se emancipa por completo y pierde esa disposición al aprendizaje y esa relación correlativa, se vuelve destructiva.

Hace poco, Kurt Hübner formuló una exigencia similar, afirmando que esa tesis no implica un inmediato "retorno a la fe", sino "que nos liberemos de la idea enormemente falsa de que la fe ya no tiene nada que decir a los hombres de hoy en día, porque contradice su concepto humanista de la razón, la ilustración y la libertad" (5). De acuerdo con esto, yo hablaría de la necesidad de una relación correlativa entre razón y fe, razón y religión, que están llamadas a depurarse y redimirse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y que deben reconocerlo ante el otro lado.

2. Esta regla básica debe concretizarse luego de modo práctico en el contexto intercultural de nuestro presente. Sin duda, los dos grandes agentes de esa relación correlativa son la fe cristiana y la racionalidad secular occidental. Esto puede y debe afirmarse sin caer en un equivocado eurocentrismo. Ambos determinan la situación mundial en una medida mayor que las demás fuerzas culturales. Pero eso no significa que las otras culturas puedan dejarse de lado como una especie de quantité négligeable. Eso representaría una muestra de arrogancia occidental que pagaríamos muy cara y que de hecho ya estamos pagando en parte. Es importante que las dos grandes componentes de la cultura occidental se avengan a escuchar y desarrollen una relación correlativa también con esas culturas. Es importante darles voz en el ensayo de una correlación polifónica en el que ellas mismas descubran lo que razón y fe tienen de esencialmente complementario, a fin de que pueda desarrollarse un proceso universal de depuración en el que, al cabo, todos los valores y normas conocidos o intuidos de algún modo por los seres humanos puedan adquirir una nueva luminosidad, a fin de que aquello que mantiene unido el mundo recobre su fuerza efectiva en el seno de la humanidad.



1. R. Spaemann, ‘Weltethos als Projekt’, en: Merkur 570/571, páginas 893-904
2. La presentación más brillante de esa filosofía de la evolución, todavía dominante a pesar de algunas correcciones de detalle, se encuentra en J. Monod, El azar y la necesidad, Tusquets, Barcelona 1993. Para la distinción de los resultados efectivos de la investigación frente a las filosofía que los acompaña, véase R. Junker - S. Scherer (Hg.), Evolution. Ein kritisches Lehrbuch,
3. Sobre las tres dimensiones del derecho natural medieval (dinámica del ser en general, finalidad de naturaleza común a seres humanos y animales finalidad específica de la naturaleza racional del ser humano) véanse las observaciones formuladas en el artículo de Ph. Delhaye, Naturrecht, en: LThK2 VII 821-825. Es interesante el concepto de derecho natural que figura al inicio del Decretum Gratiani: “Humanum genus duobus regitur, naturali videlicit iure, et moribus”. “Ius naturale est, quod in lege et Evangelio continetur, quo quisque iubetur, alii facere, quod sibi vult fieri, et prohibetur, alii inferre, quod sibi nolit fieri”
4. Este asunto he intentado tratarlo con más detalle en mi libro mencionado en la nota 2 (Fe, verdad y tolerancia); véase también M. Fiedrowicz, Apologie im frühen Christentum, 2. A., Paderborn (2001)
4. A., Gießen 1998. Sobre la discusión en torno a la filosofía que acompaña a la teoría de la evolución: J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, Sígueme, Salamanca (2005)
5. K. Hübner, Das Christentum im Wettstreit der Religionen, Tübingen (2003), página 148.

Debate: Habermas-Ratzinger (1)

sábado, 10 de mayo de 2008


Razón y Fe

El entonces cardenal Joseph Ratzinger, actual Papa Benedicto XVI, y el filósofo Jürgen Habermas, profesor de la escuela de Frankfurt y padre del patriotismo constitucional, celebraron el día 19 de enero del 2004 un diálogo en la Academia Católica de Munich sobre los Fundamentos morales prepolíticos del Estado liberal, desde las fuentes de la razón y de la fe. La diversidad de las posiciones de uno y otro respecto a las raíces de la legitimidad del Estado democrático puso de relieve la oposición entre revelación y razón. Pero también hubo coincidencias entre ambos, como es la necesidad de controlar los peligros que religiones y razón suponen para los derechos del hombre, mediante lo que Habermas califica de aprendizaje recíproco entre razón y fe. La Vanguardia ofrece los textos completos leídos por Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger, en un diálogo que, a buen seguro, será referencia básica en el futuro.

Habermas:


“Propongo un aprendizaje entre razón y fe acerca de sus límites”

"La esencia de la legitimidad democrática está sólo en el derecho"

El tema que hoy debatimos me hace evocar aquella pregunta que Ernst-Wolfgang Böckenförde planteó a mediados de los años sesenta en términos claros y concisos: ¿es posible que el Estado liberal secular se sustente sobre unas premisas normativas que él mismo no puede garantizar? (1). Lo que se pregunta Böckenförde es si el Estado democrático constitucional es capaz de renovar sus presupuestos normativos valiéndose de recursos propios, ya que no es inconcebible que pueda depender en realidad de tradiciones éticas autóctonas, ya sean ideológicas o religiosas; en cualquier caso, vinculantes a escala colectiva. Para el Estado, que debe hacer profesión de neutralidad en el terreno ideológico, esto representaría un obstáculo ante el "hecho innegable del pluralismo" (Rawls), aunque esta conclusión no basta para descartar la mencionada sospecha.

Para empezar, quisiera caracterizar el problema en dos sentidos. En sentido cognitivo, la duda se circunscribe a la cuestión de si el poder político, consumada la total positivización del Derecho, sigue admitiendo una justificación secular, es decir, no religiosa o posmetafísica. Aun en el caso de que se acepte esa clase de legitimación, desde el punto de vista motivacional se mantiene la duda de si es posible estabilizar desde un punto de vista normativo -es decir, más allá de un mero modus vivendi- una colectividad ideológicamente pluralista sobre la base de un consenso fundamental que no pasaría de ser en el mejor de los casos meramente formal y limitado a procedimientos y principios (2). Aun en el caso de que se pueda despejar esa duda, resulta indiscutible que los ordenamientos liberales dependen de la solidaridad de sus ciudadanos, cuyas fuentes podrían agotarse por completo si se produjera una secularización desencaminada de la sociedad. Este diagnóstico no se puede rechazar de plano, pero eso no significa que los elementos cultos entre los defensores de la religión puedan extraer de él, por así decirlo, una plusvalía (3). En lugar de ello, propongo entender la secularización cultural y social como un doble proceso de aprendizaje que obligue tanto a las tradiciones de la ilustración como a las doctrinas religiosas a reflexionar acerca de sus límites (4). Finalmente, en lo que respecta a las sociedades postseculares, cabe preguntarse, desde el punto de vista cognitivo y expectativo, qué premisas normativas debe imponer el Estado liberal a sus ciudadanos creyentes y no creyentes en su relación recíproca (5).

1. EL LIBERALISMO POLÍTICO -al que me adhiero en su variante específica del republicanismo kantiano (2)- se concibe a sí mismo como una justificación no religiosa y posmetafísica de los fundamentos normativos del Estado democrático constitucional. Esta teoría se encuadra en la tradición de un derecho racional que renuncia a las hipótesis fuertes cosmológicas o histórico-teológicas de las doctrinas clásicas y religiosas del derecho natural. La historia de la teología cristiana en la edad media, en especial la escolástica española tardía, se encuadra, por supuesto, en la genealogía de los derechos humanos. Pero los fundamentos de legitimación de la autoridad estatal ideológicamente neutral proceden en última instancia de las fuentes profanas de la filosofía de los siglos XVII y XVIII. La teología y la Iglesia no fueron capaces de afrontar hasta mucho más tarde los desafíos del Estado constitucional surgido de la revolución burguesa. Sin embargo, a mi entender, desde el punto de vista católico, que asume sin problemas la existencia del lumen naturale, nada se opone en lo esencial a una fundamentación autónoma (es decir, independiente de las verdades reveladas) de la moral y el derecho.

En el siglo XX, la fundamentación poskantiana de los principios constitucionales liberales ha adoptado preferentemente la forma de una crítica historicista y empirista, y ha descuidado el análisis de las consecuencias negativas del derecho natural objetivo (como por ejemplo la ética material de valores). Desde mi punto de vista, para defender frente al contextualismo un concepto de razón no derrotista y frente al positivismo jurídico un concepto no decisionista de la validez del derecho, basta con formular algunas hipótesis débiles acerca del contenido normativo de la constitución comunicativa de formas de vida socioculturales. La tarea fundamental consiste en explicar: -por qué el proceso democrático es considerado un proceso de legislación legítima: en la medida en que satisface las condiciones de una formación de la voluntad colectiva inclusiva y discursiva, justifica la hipótesis de la aceptabilidad racional de los resultados; y -por qué la democracia y los derechos humanos se limitan recíprocamente de manera equiprimordial en el proceso constituyente: la institucionalización jurídica del proceso de legislación democrática exige la simultánea garantización de los derechos fundamentales, tanto liberales como políticos (3).

El punto de referencia de esta estrategia de fundamentación es la constitución que se otorgan los ciudadanos asociados, y no la domesticación de una autoridad estatal ya existente, pues ésta todavía ha de ser creada por medio de un proceso constituyente democrático. Una autoridad estatal constituida (y no sólo domesticada constitucionalmente) está fundamentada en derecho hasta lo más íntimo de su esencia, de modo que el derecho impregna por completo la autoridad política, sin excluir ningún aspecto. Con la concepción positivista de la voluntad de Estado, la doctrina del derecho público alemana, cuyas raíces se retrotraen a la época del imperio alemán, dejaba abierta una puerta para una sustancia ética del Estado o de lo político no sometida a derecho; en cambio, en el Estado constitucional no existe ninguna autoridad que se sustente en una sustancia prejurídica (4). La soberanía preconstitucional del monarca no deja libre ningún hueco que fuera necesario rellenar -en forma del ethos de un pueblo más o menos homogéneo- por medio de una soberanía popular igualmente sustancial.

A la luz de este problemático legado, la pregunta de Ernst-Wolfgang Böckenförde ha sido entendida en el sentido de que un ordenamiento constitucional completamente positivizado necesitaría la religión o algún otro poder sustentador como respaldo cognitivo de sus fundamentos de validez. De acuerdo con esta interpretación, la aspiración de validez del derecho positivo dependería de su fundamentación en las convicciones éticas-prepolíticas de las comunidades religiosas o nacionales, ya que tal clase de ordenamiento jurídico no puede justificarse únicamente de modo autorreferencial a partir de procesos jurídicos generados democráticamente. En cambio, si se concibe el proceso democrático no a la manera positivista de Kelsen o Luhmann, sino como método para la creación de legitimidad a partir de la legalidad, no puede hablarse de un déficit de validez que deba ser compensado mediante la eticidad. En contraste con la concepción del Estado constitucional procedente de la derecha hegeliana, la doctrina procedimentalista de inspiración kantiana insiste en una fundamentación autónoma de los principios constitucionales con la pretensión de ser racionalmente aceptable para todos los ciudadanos.

2. EN LO QUE SIGUE partiré de la base de que la constitución del Estado liberal puede satisfacer su necesidad de legitimación de forma autosuficiente, es decir, a partir de los recursos cognitivos de una economía argumentativa independiente de toda tradición religiosa y metafísica. Sin embargo, aun bajo esta premisa persiste una duda desde el punto de vista motivacional. En efecto, las premisas normativos del Estado democrático constitucional exigen al individuo un mayor compromiso en la medida en que éste asume el papel de ciudadano del Estado (y por lo tanto autor del derecho), y un compromiso menor en la medida en que se concibe a sí mismo como miembro de la sociedad (y por lo tanto mero destinatario del derecho). De los destinatarios del derecho sólo se espera que no traspasen los límites legales a la hora de materializar sus libertades (y aspiraciones) subjetivas. Las motivaciones y actitudes que se esperan de los ciudadanos en su papel de colegisladores democráticos tienen poco que ver con la obediencia prestada a las leyes coercitivas que regulan la libertad; se espera de ellos que materialicen sus derechos comunicativos y participativos de manera activa, y no solo en un legítimo interés propio, sino en pro del bien común. Esto requiere un mayor esfuerzo motivacional, que no puede imponerse por vía legal. En un Estado de derecho democrático, la obligación de votar en las elecciones estaría tan fuera de lugar como la solidaridad por decreto ley. La disposición a tomar bajo su responsabilidad, en caso necesario, a conciudadanos desconocidos y anónimos, y a hacer sacrificios en nombre del interés colectivo, es algo que a los ciudadanos de una comunidad liberal solo se les puede, como mucho, sugerir. Por eso las virtudes políticas, aunque solo se recauden en calderilla, son esenciales para la existencia de una democracia. Forman parte de la socialización y de la habituación a las prácticas ymaneras de pensar de un cultura política liberal. El estatus de ciudadano del Estado se halla, en cierto modo, insertado en una sociedad civil que se nutre de fuentes espontáneas, prepolíticas por así decirlo. De ello no cabe deducir, sin embargo, que el Estado liberal sea incapaz de reproducir sus presupuestos motivacionales a partir de recursos seculares propios. Sin duda, los motivos para la participación de los ciudadanos en la opinión pública y los procesos de decisión tienen su origen en proyectos de vida éticos y formas de vida culturales; pero las prácticas democráticas desarrollan una dinámica política propia. Sólo un Estado de derecho sin democracia, algo a lo que en Alemania hemos estado acostumbrados largo tiempo, sugeriría una respuesta negativa a la pregunta de Böckenförde: "¿Pueden los pueblos unificados estatalmente apoyarse sólo en la garantización de las libertades individuales, sin que exista un vínculo unificador previo a esas libertades?" (5). En efecto, el Estado de derecho constituido democráticamente no solo garantiza libertades negativas para los miembros de la sociedad preocupados por su propio bien, sino que, al ofrecer libertades comunicativas, moviliza también la participación de los ciudadanos del Estado en el debate público en torno a temas que afectan a toda la colectividad. El vínculo unificador perdido es un proceso en el que se discute, en última instancia, la interpretación correcta de la constitución.

Así, por ejemplo, en las discusiones actuales en torno a la reforma de Estado del bienestar, la política de inmigración, la guerra de Iraq y la abolición del servicio militar obligatorio, lo que se juzga no son meramente políticas concretas, sino también, en todos los casos, la interpretación correcta de los principios constitucionales, y, de modo implícito, el modo en que queremos entendernos a nosotros mismos como ciudadanos de la República Federal Alemana y como europeos, a la luz de la multiplicidad de nuestras formas de vida culturales y del pluralismo de nuestras ideologías y convicciones religiosas. Ciertamente, al volver la vista atrás debe reconocerse que el hecho de compartir religión y lengua, y sobre todo la recuperación de la conciencia nacional, fueron útiles para el surgimiento de una solidaridad ciudadana, por otra parte sumamente abstracta. Pero entre tanto las convicciones republicanas se han desprendido en buena parte de esos lastres prepolíticos: el hecho de que no estemos dispuestos a morir por Niza no representa objeción alguna contra una constitución europea. Piensen ustedes en los discursos político-éticos en torno al holocausto y la criminalidad de masas, que han permitido a los ciudadanos de la República Federal ser conscientes del logro que representa la Constitución. El ejemplo de una política de la memoria de carácter autocrítico (algo que hoy en día ya no es excepcional, pues también está presente en otros países) muestra hasta qué punto la propia política puede ser un caldo de cultivo para la formación y renovación de los vínculos del patriotismo constitucional.

Al contrario de lo que sugiere un malentendido muy frecuente, el patriotismo constitucional significa que los ciudadanos se hagan suyos los principios de la Constitución no solo en su contenido abstracto, sino en su significado concreto, desde el contexto histórico de su respectiva historia nacional.



El proceso cognitivo no basta para que los contenidos morales de los principios fundamentales se afiancen en las convicciones de los ciudadanos. El razonamiento moral y la coincidencia mundial en la indignación ante las violaciones masivas de los derechos humanos solo bastarían para fomentar la integración de una sociedad constituida de ciudadanos del mundo (si tal cosa llega a existir algún día). Entre los miembros de una comunidad política, la solidaridad, tan abstracta como se quiera, y jurídicamente mediada, sólo puede surgir en el momento en que los principios de justicia encuentran acomodo en el entramado, más denso, de las orientaciones de valor culturales.

3. DE ACUERDO CON las anteriores consideraciones, la naturaleza secular del Estado democrático constitucional no muestra ninguna debilidad inherente al sistema político como tal, es decir, interna, que pueda dificultar su autoestabilización desde el punto de vista cognitivo o motivacional. Esto no excluye factores externos. Una modernización desencaminada de la sociedad en su conjunto podría muy bien debilitar el vínculo democrático del que depende necesariamente (pero no puede forzar por vía legal) el Estado democrático. En ese caso nos hallaríamos exactamente ante la situación que describe Böckenförde: la transformación de los ciudadanos de las sociedades liberales bienestantes y pacíficas en mónadas aisladas que actuarían sólo por su propio interés y sólo se dedicarían a usar las unas contra las otras como armas sus derechos subjetivos. En un contexto más amplio, se aprecian indicios de esa clase de desmoronamiento de la solidaridad interciudadana en la dinámica, no controlada políticamente, de la economía y la sociedad globales. Los mercados, que como es sabido no pueden democratizarse como si se tratara de instituciones estatales, asumen de manera creciente funciones de control en sectores de la vida cuya cohesión se había mantenido hasta ahora de modo normativo, es decir, por vías políticas o mediante formas prepolíticas de comunicación. Con esto, no sólo las esferas privadas se invierten transformándose en medida creciente en mecanismos de acción al servicio de las preferencias propias de cada uno, que persiguen exclusivamente el éxito, sino que también se reduce el ámbito sometido a las necesidades de legitimación de la esfera pública.

El privatismo del ciudadano se ve reforzado por la desmoralizante pérdida de función de un proceso democrático de formación de opinión y voluntad que a estas alturas ya sólo funciona, y de manera parcial, en los ámbitos nacionales, y por ello ya no alcanza a los procesos de decisión desplazados a niveles supranacionales. También la esperanza cada vez más mermada en la capacidad estructuradora de la comunidad internacional fomenta la tendencia a la despolitización de los ciudadanos. A la vista de los conflictos y de las sangrantes desigualdades sociales de una sociedad global fuertemente fragmentada, crece la decepción con cada nuevo tropiezo en el camino, iniciado sólo a partir de 1945, hacia la constitucionalización del derecho internacional.

Las teorías posmodernas, ejerciendo una crítica de la razón, entienden las crisis no como consecuencia de un agotamiento selectivo de los potenciales de racionalidad acumulados en la modernidad occidental, sino como resultado lógico de un proyecto de racionalización intelectual y social autodestructivo. Aunque el escepticismo radical con respecto a la razón es algo intrínsecamente extraño a la tradición católica, lo cierto es que hasta los años sesenta del siglo pasado el catolicismo tuvo dificultades para asumir el pensamiento secular del humanismo, la ilustración y el liberalismo político. Por eso hoy en día vuelve a encontrar eco el teorema según el cual sólo la orientación religiosa hacia un punto de referencia transcendente puede sacar del callejón sin salida a una modernidad que se siente culpable. En Teherán, un compañero me preguntó si, desde el punto de vista de la comparación entre culturas y la sociología de la religión, no sería precisamente la secularización europea la anomalía necesitada de corrección. Eso me hace pensar en la atmósfera intelectual de la República de Weimar, en Carl Schmitt, Heidegger o Leo Strauss. Personalmente prefiero no llevar al límite, desde un punto de vista de la crítica de la razón, la cuestión de si una modernidad ambivalente puede estabilizarse únicamente por medio de las fuerzas seculares de la razón comunicativa; lo mejor es huir de todo dramatismo y tratarla como una mera cuestión empírica no resuelta. Con esto no pretendo contemplar el hecho de la pervivencia de la religión en un entorno cada vez más secularizado como un mero fenómeno social. La filosofía debe tomar en serio este dato y contemplarlo, por así decirlo, desde dentro, como un desafío cognitivo. Sin embargo, antes de proseguir la discusión por esta línea, quisiera mencionar una derivación plausible del diálogo en otra dirección. Debido a la creciente radicalización de la crítica de la razón, la filosofía se ha implicado también en la autorreflexión acerca de sus propios orígenes religioso-metafísicos, y ocasionalmente también en el diálogo con una teología que, por su parte, busca conectar con los intentos filosóficos de autoreflexión poshegeliana de la razón (6). Excurso. Uno de los posibles puntos de arranque del discurso filosófico sobre la razón y la revelación es una figura de pensamiento que reaparece continuamente: la razón, al reflexionar acerca de sus fundamentos más profundos, descubre que tiene su origen en otra cosa; y si no quiere perder su orientación racional en el callejón sin salida de la autoapropiación híbrida, debe aceptar el poder fatal de esa otra cosa.

Como modelo sirve el ejercicio de una mutación llevada a cabo, o por lo menos puesta en marcha, mediante las propias fuerzas, una conversión de la razón por medio de la razón; el desencadenante de la reflexión puede ser la autoconciencia del sujeto cognoscente y actuante (como en Schleiermacher), o la historicidad de la autoconfirmación existencial del individuo (como en Kierkegaard), o el desgarro doloroso de los valores éticos imperantes (como en Hegel, Feuerbach y Marx). A pesar de carecer inicialmente de intención teológica, la razón que se hace consciente de sus propios límites acaba convirtiéndose en otra cosa, sea por medio de la amalgama mística con una conciencia de aspiraciones cósmicas, o la espera desesperada de un acontecimiento histórico en forma de mensaje redentor, o la solidaridad anticipatoria con los humillados y ofendidos, que pretende acelerar la redención mesiánica. Estos dioses anónimos de la metafísica poshegeliana -la conciencia de alcance cósmico, el acontecimiento inmemorial y la sociedad no alienada- son presa fácil para la teología, pues se prestan a ser descifrados como seudónimos de la trinidad del Dios personal que se comunica a sí mismo.

Estos intentos de renovación de una teología filosófica después de Hegel despiertan, en cualquier caso, más simpatía que ese nietzscheanismo que se limita a tomar prestados los conceptos, de connotación cristiana, de escuchar y aprender, devoción y expectación de la gracia, llegada y acontecimiento, a fin de proyectar un pensamiento vacío de proposiciones hacia una era arcaica indefinida, más allá de Cristo y Sócrates. Frente a esto, una filosofía consciente de su falibilidad y de su posición frágil dentro del complejo edificio de la sociedad moderna, ha de insistir en la diferenciación genérica, pero de ningún modo peyorativa, entre el discurso secular, que aspira a ser accesible a todo el mundo, y el discurso religioso, que depende de verdades reveladas. A diferencia de lo que sucede en Kant y Hegel, esta delimitación gramatical no se vincula con la aspiración filosófica de determinar de modo autónomo qué hay de verdadero o falso en el contenido de las tradiciones religiosas, más allá del saber mundano socialmente institucionalizado. El respeto que va asociado a esa renuncia cognitiva al juicio se fundamenta en la consideración hacia las personas y modos de vida que claramente extraen su integridad y autenticidad de sus convicciones religiosas. Pero hay algo más que respeto: a la filosofía no le faltan motivos para adoptar ante las tradiciones religiosas una actitud dispuesta al aprendizaje.

4. A DIFERENCIA de la austeridad ética del pensamiento posmetafísico, al que resulta ajeno todo concepto general vinculante de vida buena y ejemplar, en los libros sagrados y las tradiciones religiosas se articulan intuiciones de error y salvación, de la redención de una vida que se experimenta como huera de esperanza, que han sido deletreadas sutilmente durante milenios y refrescadas continuamente gracias a la hermenéutica. Por eso en la vida de las comunidades religiosas, en la medida en que eviten el dogmatismo y las restricciones a la conciencia, puede permanecer intacto algo que en otros lugares se ha perdido y que no puede recuperarse sólo por medio del saber profesional de los expertos: me refiero a la sensibilidad y la capacidad de expresión diferenciada para hablar de la vida carente de objeto, para las patologías sociales, para el fracaso de proyectos de vida individuales y la deformación de contextos de vida desfigurados. A partir de la asimetría de las aspiraciones epistémicas se puede fundamentar la disposicion de la filosofía al aprendizaje con respecto a la religión, y no por motivos funcionales, sino -en recuerdo de sus exitosos procesos de aprendizaje hegelianos-por motivos de contenido. Como es sabido, la influencia recíproca del cristianismo y la metafísica griega no sólo ha dado lugar a la concreción intelectual de la dogmática teológica y a una helenización -no siempre positiva- del cristianismo, sino que, por otro lado, también ha fomentado la asunción de ideas genuinamente cristianas por parte de la filosofía. Esa tarea de apropiación se ha plasmado en redes de conceptos normativos fuertemente connotados, como los de responsabilidad, autonomía y justificación, historia y recuerdo, recomienzo, innovación y retorno, emancipación y realización, renuncia, interiorización y encarnación, individualidad y comunidad. Esa tarea ha transformado el sentido religioso original de los conceptos, pero sin deflacionarlo y consumirlo hasta dejarlo vacío. Un ejemplo de ese tipo de transformación salvadora es la traducción de la idea del ser humano a imagen y semejanza de Dios a la idea de que todos los hombres poseen la misma dignidad, que debe respetarse incondicionalmente. Así se expande el contenido de los conceptos bíblicos más allá de las fronteras de una comunidad religiosa hacia el público general de creyentes y no creyentes. Por ejemplo, Walter Benjamin logró más de una vez realizar ese tipo de transformaciones.A partir de esa experiencia de la liberación secularizadora de potenciales de significado encapsulados en la religión, podemos conferir un sentido no capcioso al teorema de Böckenförde. Ya he mencionado el diagnóstico según el cual el equilibrio conseguido en la modernidad entre los tres grandes medios de integración social está en peligro debido a que los mercados y el poder administrativo expulsan de cada vez más ámbitos de la vida la solidaridad social, es decir, la actuación coordinada en lo que afecta a valores, normas y usos lingüísticos al servicio del entendimiento. Por eso al Estado constitucional le conviene, por su propio interés, tratar de modo respetuoso a todas las fuentes culturales de las que se nutre la conciencia normativa y la solidaridad de los ciudadanos. Esa conciencia que se ha vuelto conservadora se refleja en el discurso en torno a la sociedad postsecular (7). Con ello no se alude sólo al hecho constatable de la supervivencia de la religión en un entorno crecientemente secularizado y la persistencia en el tiempo de las comunidades religiosas. La expresión postsecular tampoco se limita a pagar peaje público a las comunidades religiosas por su aportación funcional a la reproducción de motivaciones y actitudes deseables. No: en la conciencia pública de una sociedad postsecular se refleja, ante todo, una visión normativa que tiene consecuencias para las relaciones políticas entre ciudadanos no creyentes y ciudadanos creyentes. En la sociedad postsecular se abre paso la noción de que la modernización de la conciencia pública abarca y modifica, por medio de la reflexión y de modo asincrónico, todas las mentalidades, tanto las religiosas como las mundanas. Así, ambos bandos, si entienden conjuntamente la secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje complementario, pueden tomar en serio recíprocamente, y por motivos cognitivos, sus respectivas aportaciones al debate público sobre temas sujetos a controversia.

5. POR UN LADO, la conciencia religiosa se ha visto forzada a llevar a cabo procesos de adaptación. Toda religión es originariamente visión del mundo o doctrina omniabacadora, y también en el sentido de que reclama la autoridad para estructurar en su conjunto una forma de vida completa. La religión debería abandonar esa aspiración a erigirse en monopolio de la interpretación y a organizar la vida en todos sus aspectos, para lo cual deberían cumplirse condiciones como la secularización del saber, la neutralización de la autoridad estatal y la generalización de la libertad religiosa. Con la diferenciación funcional de los sistemas sociales parciales, la vida de la comunidad religiosa se separa también de sus entornos sociales. El papel de miembro de la comunidad religiosa se disocia del papel de miembro de la sociedad. Y como el Estado liberal depende necesariamente de una integración política de los ciudadanos que vaya más allá de un mero modus vivendi, esa disociación no debe agotarse en una adaptación, privada de aspiraciones cognitivas, del ethos religioso a las leyes impuestas de la sociedad secular. Antes bien, el ordenamiento jurídico universalista y la moral social igualitaria deben conectarse de modo interno al ethos de la comunidad religiosa de modo que los primeros se deduzcan de manera consistente a partir del segundo. Para esa inserción (Einbettung), John Rawls escogió la imagen de un módulo: a pesar de que ha sido construido sobre fundamentos ideológicamente neutrales, ese módulo de la justicia mundana debe poder insertarse en los respectivos contextos de fundamentación ortodoxos (8).
Esa expectación normativa con la que el Estado liberal confronta a las comunidades religiosas se da la mano con los intereses propios de dichas comunidades en la medida en que de este modo se les abre la posibilidad de ejercer, a través de la opinión pública política, una influencia sobre la sociedad en su conjunto. Ciertamente, las consecuencias de la tolerancia, como muestran las distintas regulaciones del aborto más o menos liberales, no reparten simétricamente entre creyentes y no creyentes; pero también la conciencia secular tiene que pagar un precio por el ejercicio de la libertad religiosa negativa. De ella se espera la práctica de una autorreflexión que permita familiarizarse con los límites de la ilustración.

En las sociedades pluralistas dotadas de una constitución liberal, el concepto de tolerancia fuerza a los creyentes a comprender, en su trato con los no creyentes o los creyentes de otras religiones, que deben contar, razonablemente, con el desacuerdo persistente de aquellos; pero por el otro lado, en el marco de una cultura política liberal también se fuerza a los no creyentes a asumir esa misma posibilidad en su trato con los creyentes. Para el ciudadano carente de oído para la religión, esto significa la nada trivial exigencia de determinar autocríticamente la relación entre la fe y el saber desde la perspectiva del saber global. Y es que la expectativa de una falta de coincidencia persistente entre la fe y el saber sólo merece el calificativo de racional si, a su vez, a las convicciones religiosas también se les concede, desde el punto de vista del saber secular, un estado epistémico no totalmente irracional. Por eso, en la opinión pública política, las visiones del mundo naturalistas, deudoras de una elaboración especulativa de informaciones científicas, y relevantes para la autoconciencia ética de los ciudadanos (9), no tienen ni mucho menos preponderancia prima facie ante las concepciones ideológicas o religiosas que les hacen la competencia. La neutralidad ideológica de la autoridad estatal, que garantiza las mismas libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la generalización política de una visión del mundo secularista.

Los ciudadanos secularizados, en la medida en que actúen en su papel de ciudadanos del Estado, no deben negarles en principio a las visiones del mundo religiosas un potencial de verdad, ni negarles a sus conciudadanos creyentes el derecho a hacer aportaciones a los debates públicos utilizando un lenguaje religioso. Una cultura política liberal puede esperar incluso de los ciudadanos secularizados que tomen parte en los esfuerzos para traducir las aportaciones relevantes del lenguaje religioso a un lenguaje más accesible al público en general (10).

1. E.-W. Böckenförde, "Die Entstehung des Staates als Vorgang der Säkularisation" (1967), en: varios, Recht, Staat, Freiheit, Frankfurt (1991), página 92 y siguientes, aquí 112
2. J. Habermas, Die Einbeziehung des Anderen, Frankfurt (1996)
3. J. Habermas, Faktizität und Geltung, Frankfurt (1992), capítulo III
4. H. Brunkhorst, Der lange Traducción: Joan Parra Schatten des taatswillenspositivismus, Leviathan, 31 ,(2003), p. 362-381
5. Böckenförde (1991), pág. 111
6. P. Neuner, G. Wenz (Hg.), Theologen des 20. Jahrhunderts, Darmstadt (2002)
7. K. Eder, ‘Europäische Säkularisierung – ein Sonderweg in die postsäkulare Gesellschaft?’ Berliner Journal für Soziologie, Cuaderno 3 ( 2002), pág. 331-343
8. J. Rawls, Politischer Liberalismus, Frankfurt (1998), página 76 y siguientes
9. Como ejemplo, W. Singer, ‘Keiner kann anders sein, als er ist. Verschaltungen legen uns fest: Wir sollten aufhören, von Freiheit zu reden’, Frankfurter Allgemeine Zeitung, 8 de enero del 2004, página 33
10. J. Habermas, Glauben und Wissen, Frankfurt (2001)

Kant: ¿Qué es la Ilustración?

lunes, 5 de mayo de 2008

Kant:

¿Qué es la ilustración?
(Filosofía de la Historia. Traducción: Emilio Estiú. Buenos
Aires. Nova, 1964.)



La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. El mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración.
La mayoría de los hombres, a pesar de que la naturaleza los ha librado desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter maiorennes), permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza y la cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo. Con sólo poder pagar, no tengo necesidad de pensar: otro tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea. Como la mayoría de los hombres (y entre ellos la totalidad del bello sexo) tienen por muy peligroso el paso a la mayoría de edad, fuera de ser penoso, aquellos tutores ya se han cuidado muy amablemente de tomar sobre sí semejante superintendencia. Después de haber atontado sus reses domesticadas, de modo que estas pacíficas criaturas no osan dar un solo paso fuera de las andaderas en que están metidas, les mostraron el riesgo que las amenaza si intentan marchar solas. Lo cierto es que ese riesgo no es tan grande, pues después de algunas caídas habrían aprendido a caminar; pero los ejemplos de esos accidentes por lo común producen timidez y espanto, y alejan todo ulterior intento de rehacer semejante experiencia.
Por tanto, a cada hombre individual le es difícil salir de la minoría de edad, casi convertida en naturaleza suya; inclusive, le ha cobrado afición. Por el momento es realmente incapaz de servirse del propio entendimiento, porque jamás se le deja hacer dicho ensayo. Los grillos que atan a la persistente minoría de edad están dados por reglamentos y fórmulas: instrumentos mecánicos de un uso racional, o mejor de un abuso de sus dotes naturales. Por no estar habituado a los movimientos libres, quien se desprenda de esos grillos quizá diera un inseguro salto por encima de alguna estrechísima zanja. Por eso, sólo son pocos los que, por esfuerzo del propio espíritu, logran salir de la minoría de edad y andar, sin embargo, con seguro paso.
Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo, siempre que se le deje en libertad; incluso, casi es inevitable. En efecto, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, hasta entre los tutores instituidos por la confusa masa. Ellos, después de haber rechazado el yugo de la minoría de edad, ensancharán el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación que todo hombre tiene: la de pensar por sí mismo. Notemos en particular que con anterioridad los tutores habían puesto al público bajo ese yugo, estando después obligados a someterse al mismo. Tal cosa ocurre cuando algunos, por sí mismos incapaces de toda ilustración, los incitan a la sublevación: tan dañoso es inculcar prejuicios, ya que ellos terminan por vengarse de los que han sido sus autores o propagadores. Luego, el público puede alcanzar ilustración sólo lentamente. Quizá por una revolución sea posible producir la caída del despotismo personal o de alguna opresión interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará por este camino la verdadera reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que, como los antiguos, servirán de andaderas para la mayor parte de la masa, privada de pensamiento.
Sin embargo, para esa ilustración sólo se exige libertad y, por cierto, la más inofensiva de todas las que llevan tal nombre, a saber, la libertad de hacer un uso público de la propia razón, en cualquier dominio. Pero oigo exclamar por doquier: ¡no razones! El oficial dice: ¡no razones, adiéstrate! El financista: ¡no razones y paga! El pastor: ¡no razones, ten fe! (Un único señor dice en el mundo: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!) Por todos lados, pues, encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿cuál de ellas impide la ilustración y cuáles, por el contrario, la fomentan? He aquí mi respuesta: el uso público de la razón siempre debe ser libre, y es el único que puede producir la ilustración de los hombres. El uso privado, en cambio, ha de ser con frecuencia severamente limitado, sin que se obstaculice de un modo particular el progreso de la ilustración.
Entiendo por uso público de la propia razón el que alguien hace de ella, en cuanto docto, y ante la totalidad del público del mundo de lectores. Llamo uso privado al empleo de la razón que se le permite al hombre dentro de un puesto civil o de una función que se le confía. Ahora bien, en muchas ocupaciones concernientes al interés de la comunidad son necesarios ciertos mecanismos, por medio de los cuales algunos de sus miembros se tienen que comportar de modo meramente pasivo, para que, mediante cierta unanimidad artificial, el gobierno los dirija hacia fines públicos, o al menos, para que se limite la destrucción de los mismos. Como es natural, en este caso no es permitido razonar, sino que se necesita obedecer. Pero en cuanto a esta parte de la máquina, se la considera miembro de una comunidad íntegra o, incluso, de la sociedad cosmopolita; en cuanto se la estima en su calidad de docto que, mediante escritos, se dirige a un público en sentido propio, puede razonar sobre todo, sin que por ello padezcan las ocupaciones que en parte le son asignadas en cuanto miembro pasivo. Así, por ejemplo, sería muy peligroso si un oficial, que debe obedecer al superior, se pusiera a argumentar en voz alta, estando de servicio, acerca de la conveniencia o inutilidad de la orden recibida. Tiene que obedecer.
Pero no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto docto, acerca de los defectos del servicio militar y presentarlas ante el juicio del público. El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados, tanto que una censura impertinente a esa carga, en el momento que deba pagarla, puede ser castigada por escandalosa (pues podría ocasionar resistencias generales). Pero, sin embargo, no actuará en contra del deber de un ciudadano si, como docto, manifiesta públicamente sus ideas acerca de la inconveniencia o injusticia de tales impuestos. De la misma manera, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la Iglesia a que sirve, puesto que ha sido admitido en ella con esa condición. Pero, como docto, tiene plena libertad, y hasta la misión, de comunicar al público sus ideas --cuidadosamente examinadas y bien intencionadas-- acerca de los defectos de ese símbolo; es decir, debe exponer al público las proposiciones relativas a un mejoramiento de las instituciones, referidas a la religión y a la Iglesia. En esto no hay nada que pueda provocar en él escrúpulos de conciencia. Presentará lo que enseña en virtud de su función --en tanto conductor de la Iglesia-- como algo que no ha de enseñar con arbitraria libertad, y según sus propias opiniones, porque se ha comprometido a predicar de acuerdo con prescripciones y en nombre de una autoridad ajena. Dirá: nuestra Iglesia enseña esto o aquello, para lo cual se sirve de determinados argumentos. En tal ocasión deducirá todo lo que es útil para su comunidad de proposiciones a las que él mismo no se sometería con plena convicción; pero se ha comprometido a exponerlas, porque no es absolutamente imposible que en ellas se oculte cierta verdad que, al menos, no es en todos los casos contraria a la religión íntima. Si no creyese esto último, no podría conservar su función sin sentir los reproches de su conciencia moral, y tendría que renunciar. Luego el uso que un predicador hace de su razón ante la comunidad es meramente privado, puesto que dicha comunidad sólo constituye una reunión familiar, por amplia que sea. Con respecto a la misma, el sacerdote no es libre, ni tampoco debe serlo, puesto que ejecuta una orden que le es extraña. Como docto, en cambio, que habla mediante escritos al público, propiamente dicho, es decir, al mundo, el sacerdote gozará, dentro del uso público de su razón, de una ilimitada libertad para servirse de la misma y, de ese modo, para hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los tutores del pueblo (en cuestiones espirituales) sean también menores de edad, constituye un absurdo capaz de desembocar en la eternización de la insensatez.
Pero una sociedad eclesiástica tal, un sínodo semejante de la Iglesia, es decir, una classis de reverendos (como la llaman los holandeses) ¿no podría acaso comprometerse y jurar sobre algún símbolo invariable que llevaría así a una incesante y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, mediante ellos, sobre el pueblo? ¿De ese modo no lograría eternizarse? Digo que es absolutamente imposible. Semejante contrato, que excluiría para siempre toda ulterior ilustración del género humano es, en sí mismo, sin más nulo e inexistente, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y los más solemnes tratados de paz. Una época no se puede obligar ni juramentar para poner a la siguiente en la condición de que le sea imposible ampliar sus conocimientos (sobre todo los muy urgentes), purificarlos de errores y, en general, promover la ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza humana, cuya destinación originaria consiste, justamente, en ese progresar. La posteridad está plenamente justificada para rechazar aquellos decretos, aceptados de modo incompetente y criminal. La piedra de toque de todo lo que se puede decidir como ley para un pueblo yace en esta cuestión: ¿un pueblo podría imponerse a sí mismo semejante ley? Eso podría ocurrir si por así decirlo, tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo, una ley mejor, capaz de introducir cierta ordenación. Pero, al mismo tiempo, cada ciudadano, principalmente los sacerdotes, en calidad de doctos, debieran tener libertad de llevar sus observaciones públicamente, es decir, por escrito, acerca de los defectos de la actual institución. Mientras tanto --hasta que la intelección de la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido lo suficiente y estuviese confirmada, de tal modo que el acuerdo de su voces (aunque no la de todos) pudiera elevar ante el trono una propuesta para proteger las comunidades que se habían unido en una dirección modificada de la religión, según los conceptos propios de una comprensión más ilustrada, sin impedir que los que quieran permanecer fieles a la antigua lo hagan así-- mientras tanto, pues, perduraría el orden establecido. Pero constituye algo absolutamente prohibido unirse por una constitución religiosa inconmovible, que públicamente no debe ser puesta en duda por nadie, aunque más no fuese durante lo que dura la vida de un hombre, y que aniquila y torna infecundo un período del progreso de la humanidad hacia su perfeccionamiento, tornándose, incluso, nociva para la posteridad. Un hombre, con respecto a su propia persona y por cierto tiempo, puede dilatar la adquisición de una ilustración que está obligado a poseer; pero renunciar a ella, con relación a la propia persona, y con mayor razón aún con referencia a la posteridad, significa violar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad. Pero lo que un pueblo no puede decidir por sí mismo, menos lo podrá hacer un monarca en nombre del mismo. En efecto, su autoridad legisladora se debe a que reúne en la suya la voluntad de todo el pueblo. Si el monarca se inquieta para que cualquier verdadero o presunto perfeccionamiento se concilie con el orden civil, podrá permitir que los súbditos hagan por sí mismos lo que consideran necesario para la salvación de sus almas. Se trata de algo que no le concierne; en cambio, le importará mucho evitar que unos a los otros se impidan con violencia trabajar, con toda la capacidad de que son capaces, por la determinación y fomento de dicha salvación.
Inclusive se agravaría su majestad si se mezclase en estas cosas, sometiendo a inspección gubernamental los escritos con que los súbditos tratan de exponer sus pensamientos con pureza, salvo que lo hiciera convencido del propio y supremo dictamen intelectual --con lo cual se prestaría al reproche Caesar non est supra grammaticos-- o que rebajara su poder supremo lo suficiente como para amparar dentro del Estado el despotismo clerical de algunos tiranos, ejercido sobre los restantes súbditos.
Luego, si se nos preguntara ¿vivimos ahora en una época ilustrada? responderíamos que no, pero sí en una época de ilustración. Todavía falta mucho para que la totalidad de los hombres, en su actual condición, sean capaces o estén en posición de servirse bien y con seguridad del propio entendimiento, sin acudir a extraña conducción. Sin embargo, ahora tienen el campo abierto para trabajar libremente por el logro de esa meta, y los obstáculos para una ilustración general, o para la salida de una culpable minoría de edad, son cada vez menores. Ya tenemos claros indicios de ello. Desde este punto de vista, nuestro tiempo es la época de la ilustración o "el siglo de Federico".
Un príncipe que no encuentra indigno de sí declarar que sostiene como deber no prescribir nada a los hombres en cuestiones de religión, sino que los deja en plena libertad y que, por tanto, rechaza al altivo nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado, y merece que el mundo y la posteridad lo ensalce con agradecimiento. Al menos desde el gobierno, fue el primero en sacar al género humano de la minoría de edad, dejando a cada uno en libertad para que se sirva de la propia razón en todo lo que concierne a cuestiones de conciencia moral. Bajo él, dignísimos clérigos --sin perjuicio de sus deberes profesionales-- pueden someter al mundo, en su calidad de doctos, libre y públicamente, los juicios y opiniones que en ciertos puntos se apartan del símbolo aceptado. Tal libertad es aún mayor entre los que no están limitados por algún deber profesional. Este espíritu de libertad se extiende también exteriormente, alcanzando incluso los lugares en que debe luchar contra los obstáculos externos de un gobierno que equivoca sus obligaciones. Tal circunstancia constituye un claro ejemplo para este último, pues tratándose de la libertad, no debe haber la menor preocupación por la paz exterior y la solidaridad de la comunidad. Los hombres salen gradualmente del estado de rusticidad por propio trabajo, siempre que no se trate de mantenerlos artificiosamente en esa condición.
He puesto el punto principal de la ilustración --es decir, del hecho por el cual el hombre sale de una minoría de edad de la que es culpable-- en la cuestión religiosa, porque para las artes y las ciencias los que dominan no tienen ningún interés en representar el papel de tutores de sus súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es la que ofrece mayor peligro: también es la más deshonrosa. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece esa libertad llega todavía más lejos y comprende que, en lo referente a la legislación, no es peligroso permitir que los súbditos hagan un uso público de la propia razón y expongan públicamente al mundo los pensamientos relativos a una concepción más perfecta de esa legislación, la que puede incluir una franca crítica a la existente. También en esto damos un brillante ejemplo, pues ningún monarca se anticipó al que nosotros honramos. Pero sólo alguien que por estar ilustrado no teme las sombras y, al mismo tiempo, dispone de un ejército numeroso y disciplinado, que les garantiza a los ciudadanos una paz interior, sólo él podrá decir algo que no es lícito en un Estado libre: ¡razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced! Se muestra aquí una extraña y no esperada marcha de las cosas humanas; pero si la contemplamos en la amplitud de su trayectoria, todo es en ella paradójico. Un mayor grado de libertad civil parecería ventajoso para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija límites infranqueables. Un grado menor, en cambio, le procura espacio para la extensión de todos sus poderes. Una vez que la Naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y disposición al libre pensamiento, ese hecho repercute gradualmente sobre el modo de sentir del pueblo (con lo cual éste va siendo poco a poco más capaz de una libertad de obrar) y hasta en los principios de gobierno, que encuentra como provechoso tratar al hombre conforme a su dignidad, puesto que es algo más que una máquina.

Related Posts with Thumbnails